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Luo tenía tanto miedo como yo, aunque me repetía sin cesar que los ladrones novatos siempre tenían suerte. Pensó mucho tiempo en mi sueño y revisó su plan de acción.

El 3 de septiembre a mediodía, la víspera de la partida del Cuatrojos y su madre, los desgarradores gritos de un búfalo agonizante se elevaron del fondo de un acantilado y resonaron a lo lejos. Podían oírse incluso desde la casa de la Sastrecilla. Pocos minutos más tarde, algunos niños vinieron a informarnos de que el jefe de la aldea del Cuatrojos, deliberadamente, había empujado un búfalo a un barranco.

El sacrificio se disfrazó de accidente; según su verdugo, el animal había dado un paso en falso en una curva muy cerrada y había caído al vacío con los cuernos por delante. Con un ruido apagado, como una roca cayendo de un acantilado, había golpeado en su caída un inmenso roquedal que sobresalía y en el que había rebotado para aplastarse contra otra roca, diez metros más abajo.

El búfalo no estaba muerto aún. No olvidaré nunca la profunda impresión que me produjo su grito prolongado y quejoso. Oído desde los patios de las casas, el grito del búfalo suele ser penetrante y desagradable, pero aquella cálida y tranquila tarde, en la extensión sin límites de las montañas, mientras su eco repercutía en las paredes de los acantilados, era imponente, sonoro y parecía el rugido de un león encerrado en una jaula.

Hacia las tres, Luo y yo acudimos al lugar del drama. Los gritos del búfalo habían acabado. Nos abrimos paso entre la multitud reunida al borde del precipicio. Nos dijeron que la autorización de sacrificar al animal, expedida por el director de la comuna, había llegado. Apoyándose en esta cobertura legal, el Cuatrojos y algunos aldeanos, precedidos por su jefe, bajaron hasta el pie del acantilado para clavar un cuchillo en la garganta del animal.

Cuando llegamos, la matanza propiamente dicha había terminado. Lanzamos una ojeada al fondo del barranco, escenario de la ejecución, y vimos al Cuatrojos agachado ante la masa inerte del búfalo, recogiendo la sangre que chorreaba de la herida de la garganta en un ancho sombrero hecho con hojas de bambú.

Mientras seis aldeanos volvían a subir, cantando, por el abrupto acantilado, con los despojos del búfalo a la espalda, el Cuatrojos y su jefe permanecieron abajo, sentado uno junto a otro, cerca del sombrero de hojas de bambú lleno de sangre.

– ¿Qué están haciendo allí? -le pregunté a un espectador.

– Esperan a que la sangre cuaje -me respondió-. Es un remedio contra la cobardía. Si quiere usted volverse valeroso, tiene que tragarla cuando está todavía tibia y espumosa.

Luo, que tenía una naturaleza curiosa, me invitó a descender con él un tramo del sendero, para observar la escena más de cerca. De vez en cuando, el Cuatrojos levantaba los ojos hacia la multitud, pero yo ignoraba si había advertido nuestra presencia. Finalmente, el jefe sacó su cuchillo, cuya hoja me pareció larga y puntiaguda. Con la yema de los dedos, acarició suavemente el filo y cortó el bloque de sangre coagulada en dos partes, una para el Cuatrojos y otra para sí mismo.

No sabíamos dónde estaba la madre del Cuatrojos en aquel momento. ¿Qué habría pensado de haber estado allí, a nuestro lado, contemplando cómo su hijo tomaba la sangre en la palma de las manos y hundía en ella el rostro, como un cerdo hozando en un montón de estiércol? Era tan avaro que se chupó uno a uno los dedos, lamiendo la sangre hasta la última gota. En el camino de regreso, advertí que su boca seguía mascando el sabor del remedio.

– Afortunadamente -me dijo Luo-, la Sastrecillo no ha venido con nosotros.

Cayó la noche. En el solar vacío de la aldea del Cuatrojos, la humareda ascendió de la hoguera en la que se había instalado una inmensa marmita, sin duda un patrimonio del poblado, que se distinguía fácilmente por su extravagante anchura.

La escena, vista de lejos, tenía un aire pastoral y cálido. La distancia nos impedía ver la carne del búfalo que, troceada, hervía en la gran marmita, pero su olor, picante, tórrido, algo basto, nos hacía la boca agua. Los aldeanos, sobre todo mujeres y niños, se habían reunido alrededor del fuego. Algunos traían patatas, que arrojaban a la marmita; otros, troncos o ramas de árbol para alimentar el fuego. Poco a poco, alrededor del recipiente fueron amontonándose huevos, espigas de maíz y frutas. La madre del Cuatrojos era la indiscutible estrella de la velada. Era hermosa a su manera. El brillo de su tez, puesto de relieve por el verde de su chaqueta de pana, contrastaba de un modo singular con la piel oscura y curtida de los aldeanos. Una flor, un alhelí tal vez, estaba prendida en su pecho. Mostraba su calceta a las mujeres de la aldea, y su labor aún inconclusa suscitaba gritos de admiración.

La brisa nocturna seguía acarreando un aroma apetitoso, cada vez más penetrante. El búfalo sacrificado debía de ser muy y muy viejo, pues la cocción de su carne coriácea requirió más tiempo que la de una vieja águila. Puso a prueba no sólo nuestra paciencia de ladrones sino también la del Cuatrojos, recientemente convertido en bebedor de sangre: lo vimos varias veces, excitado como una pulga, levantando la tapa de la marmita, hundiendo en ella sus palillos, sacando un gran pedazo de carne humeante, olfateándola, acercándola a sus gafas para examinarla y devolviéndola al caldo con decepción.

Agazapado en la oscuridad, tras dos rocas que estaban ante el descampado, escuché que Luo murmuraba a mi oído:

– Amigo, ahí llega el postre de la cena de despedida.

Siguiendo su dedo con la mirada, vi que se acercaban cinco viejas mustias, vistiendo largas túnicas negras que chasqueaban al viento de otoño. Pese a la distancia, distinguí sus rostros, que se asemejaban como si fueran los de unas hermanas y cuyos rasgos parecían tallados en madera. Reconocí enseguida, entre ellas, a las cuatro brujas que habían ido a casa de la Sastrecilla.

Su aparición en el banquete de despedida parecía haber sido organizada por la madre del Cuatrojos. Tras una breve discusión, sacó su cartera y entregó a cada una un billete, ante la mirada brillante de codicia de los aldeanos.

Esta vez, no era sólo una de las brujas la que llevaba un arco y flecha, sino que las cinco iban armadas. Tal vez acompañar la partida de un feliz afortunado exigía más medios guerreros que velar por el alma de un enfermo que sufría paludismo. O tal vez la suma que la Sastrecilla había podido pagar por el ritual era muy inferior a la ofrecida por la poetisa, famosa antaño en aquella provincia de cien millones de almas.

Mientras esperaban a que la carne de búfalo estuviera lo bastante cocida para deshacerse en sus desdentadas bocas, una de las cinco viejas examinó las líneas de la mano izquierda del Cuatrojos, a la luz de la gran hoguera.

Aunque nuestro escondite no estuviera muy alejado, nos fue imposible escuchar las palabras que profirió la bruja. La vimos entornar los párpados, tanto que parecía cerrar los ojos, mover sus finos labios, mustios en su desdentada boca, y pronunciar frases que captaron toda la atención del Cuatrojos y de su madre. Cuando dejó de hablar, todo el mundo la miró en un molesto silencio, y luego se levantó un rumor entre los aldeanos.

– Parece que ha anunciado un desastre -me dijo Luo.

– Tal vez le ha vaticinado que su tesoro corre peligro.