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– No, más bien habrá visto demonios que querían cerrarle el paso.

Sin duda estaba en lo cierto pues, en el mismo instante, las cinco brujas se levantaron, alzaron al aire sus arcos con un amplio movimiento de brazos y los cruzaron lanzando penetrantes gritos.

Luego iniciaron alrededor de la hoguera una danza de exorcismo. Al comienzo, tal vez a causa de su avanzada edad, se limitaron a girar lentamente en redondo, con la cabeza baja. De vez en cuando, levantaban la cabeza, lanzaban como ladronas temerosas ojeadas en todas direcciones y la bajaban de nuevo. Unos estribillos salmodiados al modo de oraciones budistas, una especie de incomprensibles murmullos brotaron de sus bocas y fueron repetidos por la muchedumbre. Arrojando los arcos al suelo, dos de las brujas comenzaron, de pronto, a sacudir su cuerpo unos breves instantes, y tuve la impresión de que simulaban, con estas convulsiones, la presencia de los demonios. Hubiérase dicho que estaban poseídas por unos espectros que las habían transformado en monstruos horribles y convulsos. Las otras tres, como si fueran guerreros, hacían en su dirección ostentosos gestos de disparo, lanzando gritos que imitaban, exageradamente, el ruido de las flechas. Parecían tres cuervos. Sus túnicas, largas y negras, se desplegaban en la humareda, al compás de la danza, y luego volvían a caer y se arrastraban por el suelo, levantando nubes de polvo.

La danza de los «dos espectros» se hizo cada vez más lenta, como si las invisibles flechas que habían recibido en pleno rostro estuvieran envenenadas; luego, sus pasos se hicieron aún más lentos. Luo y yo nos fuimos justo después de su caída, que fue espectacular.

El banquete debió de comenzar después de nuestra partida. Los coros que acompañaban la danza de las brujas callaron cuando atravesábamos la aldea.

Ni un solo aldeano, tuviera la edad que tuviese, habría querido perderse la carne del búfalo guisada con guindilla picada y clavos. La aldea estaba desierta, exactamente como Luo había previsto (aquel excelente narrador no carecía de inteligencia estratégica). De pronto, mi sueño me volvió a la memoria.

– ¿Quieres que yo vigile? -pregunté.

– No -me dijo-. No estamos en tu sueño.

Humedeció entre sus labios el antiguo clavo oxidado, transformado en ganzúa. El objeto entró silenciosamente en el ojo del candado, giró hacia la izquierda, luego hacia la derecha, volvió hacia la izquierda, retrocedió un milímetro… Un clic seco, metálico, resonó en nuestros oídos y la cerradura de cobre acabó cediendo.

Nos deslizamos hacia el interior de la casa del Cuatrojos y cerramos enseguida los batientes de la puerta a nuestras espaldas. No se veía gran cosa en la oscuridad; casi no nos distinguíamos el uno al otro. Pero en la cabaña flotaba un aroma a mudanza que nos corroyó de envidia.

A través de la rendija de los dos batientes, lancé una ojeada al exterior: ni la menor sombra humana en las inmediaciones. Por razones de seguridad, es decir, para evitar que los ojos atentos de un eventual viandante advirtieran la ausencia de candado en la puerta, empujamos los dos batientes hacia fuera, hasta abrirlos lo suficiente para que Luo, como había previsto, pasara una mano hacia fuera, volviera a colocar en su lugar la cadena y la cerrara con el candado.

Sin embargo, olvidamos comprobar la ventana por la que pensábamos salir al finalizar la acción pues quedamos literalmente deslumbrados cuando la linterna eléctrica se encendió en la mano de Luo: colocada sobre el resto del equipaje, la maleta de cuero flexible, nuestro fabuloso botín, apareció en la oscuridad, como si nos aguardara, ardiendo de ganas de que la abrieran.

– ¡Premio! -le dije a Luo.

Durante la elaboración de nuestro plan, algunos días antes, habíamos decidido que el éxito de nuestra visita ilegal dependía de una cosa: averiguar dónde ocultaba el Cuatrojos su maleta. ¿Cómo podríamos encontrarla? Luo había pasado revista a todos los indicios posibles y considerado todas las soluciones imaginables, y había logrado, gracias a Dios, definir un plan cuya acción debía desarrollarse, imperativamente, durante el banquete de despedida. Era en verdad una ocasión única: aunque muy artera, la poetisa, dada su edad, no había podido escapar a su amor por el orden y no había soportado la idea de buscar una maleta la mañana de la partida. Era preciso que todo estuviera listo de antemano, e impecablemente ordenado.

Nos acercamos a la maleta. Estaba atada con una gruesa cuerda de paja trenzada, anudada en cruz. La liberamos de sus ataduras y la abrimos silenciosamente. En el interior, montones de libros se iluminaron bajo nuestra linterna eléctrica y los grandes escritores occidentales nos recibieron con los brazos abiertos: a su cabeza estaba nuestro viejo amigo Balzac, con cinco o seis novelas, seguido de Victor Hugo, Stendhal, Dumas, Flaubert, Baudelaire, Romain Rolland, Rousseau, Tolstoi, Gogol, Dostoievski y algunos ingleses: Dickens, Kipling, Emily Bronte…

¡Qué maravilla! Tenía la sensación de que iba a desvanecerme en las brumas de la embriaguez. Sacaba las novelas de la maleta una a una, las abría, contemplaba los retratos de los autores y se las pasaba a Luo. Al tocarlas con la yema de los dedos, me parecía que mis manos, que se habían vuelto pálidas, estaban en contacto con vidas humanas.

– Esto me recuerda la escena de una película -me dijo Luo-, cuando los bandidos abren una maleta llena de billetes…

– ¿Qué sientes? ¿Ganas de llorar de alegría?

– No. Sólo siento odio.

– También yo. Odio a todos los que nos han prohibido estos libros.

La última frase que pronuncié me asustó, como si algún oyente pudiera estar oculto en algún lugar de la estancia. Semejante frase, dicha por descuido, podía costar varios años de cárcel.

– ¡Vamos! -dijo Luo cerrando la maleta.

– ¡Espera!

– ¿Pero qué te pasa?

– Estoy indeciso… Reflexionemos una vez más: el Cuatrojos sin duda sospechará que somos los ladrones de su maleta. Si nos denuncia, estamos jodidos. No olvides que nuestros padres no son como los demás.

– Ya te lo dije, su madre no se lo permitirá. De lo contrario, todo el mundo sabrá que su hijo ocultaba libros prohibidos. Y nunca podrá salir del Fénix del Cielo.

Tras un silencio de algunos segundos, abrí la maleta.

– Si sólo cogemos algunos libros, no lo advertirá.

– Pero quiero leerlos todos -afirmó Luo con determinación.

Cerró la maleta y, poniendo una mano encima, como un cristiano que prestara juramento, me declaró:

– Con estos libros voy a transformar a la Sastrecilla. Ya no será más una simple montañesa.

Nos dirigimos silenciosamente hacia la alcoba. Yo caminaba delante, con la linterna eléctrica, y Luo me seguía con la maleta en la mano. Parecía muy pesada; durante el trayecto, la oí golpear contra las piernas de Luo y chocar con la cama del Cuatrojos y la de su madre que, aunque pequeña e improvisada con tablas de madera, contribuía a que la habitación fuera más exigua aún.

Ante nuestra sorpresa, la ventana había sido clavada. Intentamos empujar, pero sólo dejó escapar un leve chirrido, casi un suspiro, sin ceder ni un centímetro.

La situación no nos pareció catastrófica. Regresamos tranquilamente al comedor, dispuestos a repetir la misma maniobra que antes: separar los dos batientes de la puerta, sacar una mano por la rendija e introducir la ganzúa en el candado de cobre.

De pronto, Luo me susurró:

– ¡Shhh!

Asustado, apagué de inmediato la linterna eléctrica.

Un rumor de pasos rápidos en el exterior nos dejó petrificados. Necesitamos un valioso minuto para advertir que venían en nuestra dirección.

En el mismo instante, escuchamos vagamente las voces de dos personas, un hombre y una mujer, pero nos fue imposible descubrir si se trataba del Cuatrojos y su madre. Nos preparamos para lo peor; retrocedimos hacia la cocina y, de paso, encendí un segundo la linterna eléctrica mientras Luo colocaba de nuevo la maleta sobre el equipaje.