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Nos negaron la entrada en el instituto y nos obligaron a cargar con el papel de jóvenes intelectuales a causa de nuestros padres, considerados entonces enemigos del pueblo, aunque la gravedad de los crímenes imputados a unos y a otros no fuera exactamente la misma.

Mis padres ejercían la medicina. Mi padre era neumólogo y mi madre, especialista en enfermedades parasitarias. Ambos trabajaban en el hospital de Chengdu, una ciudad de cuatro millones de habitantes. Su crimen consistía en ser «hediondas autoridades sabias», que gozaban de una reputación de modestas dimensiones provinciales. Chengdu era la capital de Sichuan, una provincia poblada por cien millones de habitantes, alejada de Pequín pero muy cercana al Tíbet.

Comparado con el mío, el padre de Luo era una verdadera celebridad, un gran dentista conocido en toda China. Cierto día, antes de la Revolución cultural, había dicho a sus alumnos que había arreglado la dentadura de Mao Zedong, de la señora Mao y, también, de Jiang Jieshi, el presidente de la república antes de que los comunistas tomaran el poder. A decir verdad, a fuerza de contemplar cada día el retrato de Mao desde hacía años, algunos habían advertido ya que aquellos dientes estaban muy amarillos, casi sucios, pero todos callaban. Y ahora resultaba que un eminente dentista sugería, así, en público, que el Gran Timonel de la Revolución llevaba dentadura postiza; aquello superaba todas las audacias, era un crimen insensato e imperdonable, peor que la revelación de un secreto de defensa nacional. Su condena, desafortunadamente, fue tanto más dura cuanto que se había atrevido a poner los nombres de la pareja Mao al mismo nivel que la mayor de las basuras: Jiang Jieshi.

Durante largo tiempo, la familia Luo vivió en el mismo rellano que la mía, en el tercer y último piso de un edificio de ladrillo. Luo era el quinto hijo de su padre, y el único de su madre.

No es exagerado decir que fue el mejor amigo que he tenido en mi vida. Nos criamos juntos y pasamos toda clase de pruebas, a veces muy duras. Nos peleábamos muy raramente.

Recordaré siempre la única vez que nos pegamos o, más bien, que me pegó: fue durante el verano de 1968. Él tenía unos quince años y yo, apenas catorce. Era por la tarde; una gran reunión política se celebraba en el hospital donde trabajaban nuestros padres, en una cancha de baloncesto al aire libre. Los dos sabíamos que el padre de Luo era el objeto de esta reunión y que le esperaba una nueva denuncia pública de sus crímenes. Hacia las cinco, nadie había regresado aún, y Luo me pidió que lo acompañara allí.

– Identificaremos a los que denuncian y pegan a mi padre -me dijo-, y nos vengaremos de ellos cuando seamos mayores.

La cancha de baloncesto, atestada, bullía de cabezas morenas. Hacía mucho calor. El altavoz aullaba. El padre de Luo estaba arrodillado en el centro de una tribuna. Un gran cartel de cemento, muy pesado, colgaba de su cuello por medio de un alambre que se hundía y casi desaparecía en su piel. En este cartel habían escrito su nombre y su crimen: REACCIONARIO.

Incluso a treinta metros de distancia, tuve la impresión de ver en el suelo, bajo la cabeza de su padre, una gran mancha negra formada por el sudor.

La voz amenazadora de un hombre gritó por el altavoz:

– ¡Reconoce que te has acostado con esta enfermera!

El padre inclinó la cabeza, cada vez más abajo, tan abajo que hubiera podido creerse que el cuello había sido aplastado por el alambre del cartel de cemento. Un hombre le acercó un micrófono a la boca y se oyó un «sí» muy débil, casi tembloroso, escapando de ella.

– ¿Cómo ocurrió? -aulló el inquisidor por el altavoz-. ¿La tocaste tú primero, o fue ella?

– Fui yo.

– ¿Y luego?

Se hizo un silencio de algunos segundos. Después, la multitud, gritó como un solo hombre:

– ¿Y luego?

Aquel grito, repetido por dos mil personas, resonó como un trueno y revoloteó por encima de nuestras cabezas.

– Seguí adelante… -dijo el criminal.

– ¡Qué más! ¡Detalles!

– Pero, cuando la toqué -confesó el padre de Luo-, caí… entre nubes y niebla.

Nos marchamos mientras los gritos de aquella multitud de inquisidores fanáticos volvían a desencadenarse. Por el camino, sentí de pronto que las lágrimas corrían por mi rostro y advertí cuánto quería yo a aquel viejo vecino, el dentista.

Entonces, Luo me abofeteó sin decir palabra. El golpe fue tan sorprendente que estuvo a punto de enviarme al suelo.

En el año 1971, el hijo de un neumólogo y su compañero, hijo de un gran enemigo del pueblo que había tenido la suerte de tocar los dientes de Mao, eran sólo dos «jóvenes intelectuales» entre el centenar de muchachos y chicas enviados a aquella montaña, llamada «el Fénix del Cielo». Un nombre poético y un chusco modo de sugerir su terrible altura: los pobres gorriones y los pájaros ordinarios del llano nunca podrían elevarse hasta ella; sólo podía alcanzarla una especie vinculada con el cielo, potente, legendaria, profundamente solitaria.

Ninguna carretera accedía a ella, sólo un estrecho sendero que iba elevándose entre las enormes masas de rocas, los picos, montes y crestas de todos los tamaños y formas. Para distinguir la silueta de un coche, oír un bocinazo, signo de civilización, o para olfatear el aroma de un restaurante era preciso caminar durante dos días por la montaña. Un centenar de kilómetros más lejos, a orillas del río Ya, se extendía el pequeño burgo de Yong Jing; era la ciudad más cercana. El único occidental que había puesto los pies en ella era un misionero francés, el padre Michel, en los años cuarenta, cuando estaba buscando un nuevo paso para llegar al Tíbet.

«El distrito de Yong Jing no carece de interés, especialmente una de sus montañas, la que llaman el Fénix del Cielo -escribió ese jesuita en su cuaderno de viaje-. Una montaña conocida por su cobre amarillo, empleado en la fabricación de las antiguas monedas. Dicen que, en el siglo I, un emperador de la dinastía Han ofreció esta montaña a su amante, uno de los jefes eunucos de su palacio. Cuando posé mis ojos en sus picos, de vertiginosa altura, que se levantaban a mi alrededor, vi un estrecho sendero que ascendía por las sombrías fisuras de las rocas en desplome y parecía volatilizarse en la bruma. Algunos culíes, cargados como bestias de tiro, con grandes bultos de cobre sujetos a la espalda por correas de cuero, bajaban por aquel sendero. Pero me dijeron que la producción de este mineral estaba en declive desde hacía mucho tiempo, principalmente a causa de la falta de medios de transporte. Hoy, la particular geografía de esta montaña ha llevado a sus habitantes a cultivar opio. Por otra parte, me han aconsejado que no ponga los pies en ella: todos los que cultivan opio están armados. Tras la cosecha, pasan el tiempo asaltando a los transeúntes. Me limité, pues, a mirar de lejos aquel lugar salvaje y aislado, oscurecido por la exuberancia de gigantescos árboles, plantas trepadoras y vegetación lujuriante, que parecía el lugar ideal para que un bandido brotase de las sombras y saltara sobre los viajeros.»

El Fénix del Cielo comprendía unas veinte aldeas dispersas por los meandros del único sendero, u ocultas en los sombríos valles. Normalmente, cada aldea acogía a cinco o seis jóvenes procedentes de la ciudad, pero la nuestra, encaramada en la cima y la más pobre de todas, sólo podía encargarse de dos: Luo y yo. Nos instalaron precisamente en la casa sobre pilotes donde el jefe del poblado había inspeccionado mi violín.