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Mi adoración por Jean-Christophe fue tal que, por primera vez en mi vida, quise poseerlo solo, y no ya como un patrimonio común, de Luo y mío.

En una página en blanco, detrás de la cubierta, redacté una dedicatoria según la cual era un regalo para mi futuro vigésimo aniversario, y pedí a Luo que la firmara. Me dijo que se sentía halagado, pues la ocasión era tan rara que se convertía en histórica. Caligrafió su nombre con un solo trazo de pincel suelto, generoso y fogoso, reuniendo los tres caracteres en una hermosa curva que ocupaba casi la mitad de la página. Por mi parte, le dediqué las tres novelas de Balzac, Papá Goriot, Eugenia Grandet y Úrsula Mirouët, como regalo de Año Nuevo, para el que faltaban varios meses aún. Bajo la dedicatoria, dibujé los tres objetos que representaban sendos caracteres chinos que componen mi nombre. Para el primero esbocé un caballo al galope, relinchando, con las suntuosas crines flotando al viento. Para el segundo, una espada larga y puntiaguda, con la empuñadura de hueso finamente labrada, engastada de diamantes. Por lo que al tercero se refiere, dibujé un pequeño cencerro, a cuyo alrededor añadí numerosos trazos en forma de ondas, como si se hubiera movido y sonado para pedir socorro. Estuve tan contento con aquella firma que casi derramé encima algunas gotas de mi sangre, para sacralizarla.

A mediados de mes, una violenta tormenta se desencadenó durante toda una noche en la montaña. Llovió a cántaros. Sin embargo, a la mañana siguiente, con las primeras luces del alba, Luo, fiel a su ambición de hacer que una muchacha hermosa fuese culta, partió con Papá Gariot en su cuévano de bambú, y, como un caballero solitario sin caballo, desapareció por el sendero envuelto en la bruma matutina hacia la aldea de la Sastrecilla.

Para no violar el tabú colectivo impuesto por el poder político, al anochecer recorrió en sentido inverso el camino y regresó prudentemente a nuestra casa sobre pilotes. Aquella noche me contó que, tanto al ir como al volver, había tenido que atravesar un paso estrecho y peligroso, formado por un inmenso desprendimiento de tierra, producto de los estragos de la tormenta.

– La Sastrecilla y tú, sin duda, os atreveríais a correr por allí. Pero yo, aunque avanzo a cuatro patas, tiemblo de los pies a la cabeza -me confesó.

– ¿Y es muy largo?

– Cuarenta metros por lo menos.

Para mí resultó siempre un misterio: Luo nunca tenía problemas con nada, salvo con la altura. Era un intelectual que en su vida había trepado a un árbol. Recuerdo todavía aquella lejana tarde, cinco o seis años antes, durante la cual se nos ocurrió subir por la escalera de hierro oxidado de un depósito de agua. Al comenzar, se arañó las palmas de las manos con la herrumbre y sangró un poco. Llegado a quince metros de altura, me dijo: «Tengo la impresión de que los barrotes de la escalera van a ceder bajo mis pies, a cada paso.» La mano herida le dolía, y eso alimentaba su angustia. Acabó renunciando y me dejó subir solo; desde lo alto de la torre, le envié un escupitajo burlón que desapareció inmediatamente en el viento. Los años pasaron, pero su miedo a la altura perduró. En la montaña, como él decía, la Sastrecilla y yo corríamos por los acantilados sin vacilación alguna, pero una vez llegados al otro lado teníamos, a menudo, que esperar a Luo un buen rato, porque éste nunca se atrevía a pasar de pie y avanzaba a gatas.

Cierto día, por cambiar de aires, lo acompañé, en su peregrinación a la belleza, hasta la aldea de la Sastrecilla.

En el peligroso paso del que Luo me había hablado, la brisa matinal se convirtió en un vendaval que soplaba en la montaña. A la primera ojeada comprendí hasta qué punto Luo se había superado al tomar aquel camino. Yo mismo, cuando puse los pies en él, temblé de miedo.

Una piedra se desprendió bajo mi bota izquierda y, casi al mismo tiempo, la derecha hizo caer algunos terrones que desaparecieron en el vacío. Tuvimos que esperar mucho tiempo antes de escuchar el ruido del impacto, que resonó con un lejano eco en el precipicio.

De pie en aquel paso de unos treinta centímetros de ancho, con un abismo a cada lado, nunca hubiera debido mirar hacia abajo: a la derecha había una pared rocosa, recortada, pelada, de una vertiginosa profundidad, en la que las frondas de los árboles no eran ya verdes sino de un gris blanquecino, vago y brumoso. Mis oídos comenzaron de pronto a zumbar cuando hundí la mirada en el abismo de la izquierda: la tierra se había corrido de modo tan violento como espectacular, formando un precipicio vertical de unos cincuenta metros.

Por fortuna, aquel paso tan peligroso sólo tenía unos treinta metros de largo. Al otro extremo, encaramado en una roca, había un cuervo de pico rojo, con la cabeza horriblemente hundida en el cuello.

– ¿Quieres que lleve el cuévano? -pregunté con aire desenvuelto a Luo, que se había quedado de pie al comienzo del paso.

– Sí, cógelo.

Cuando me lo puse a la espalda, sopló una agresiva ráfaga de viento, los zumbidos de mis oídos se intensificaron y, en cuanto agité la cabeza, el movimiento me produjo un vértigo tolerable, agradable casi. Di unos pocos pasos, volví la cabeza y vi que Luo seguía en el mismo lugar, su silueta vacilando levemente ante mis ojos, como un árbol al viento.

Mirando hacia delante, avancé metro tras metro, como un funámbulo. Pero en mitad del camino, los roquedales de la montaña de enfrente, donde estaba el cuervo de pico rojo, se inclinaron violentamente hacia la derecha y hacia la izquierda, como en un terremoto. Inmediatamente, por instinto, me agaché, y el vértigo sólo cesó cuando mis dos manos consiguieron tocar el suelo. El sudor me corría por la espalda, el pecho y la frente. Con una mano, me enjugué las sienes; ¡qué frío era aquel sudor!

Volví la cabeza hacia Luo, que me gritó algo. Yo tenía los oídos casi tapados, de modo que su voz sólo fue para mí un zumbido más. Con los ojos al frente para no mirar hacia abajo, vi, en la deslumbrante luz del sol, la silueta negra del cuervo que giraba sobre mi cráneo, aleteando lentamente.

«¿Qué está pasando?», me dije.

En aquel momento, atrapado en mitad del paso, me pregunté qué diría el viejo Jean-Christophe si yo daba media vuelta. Con su autoritaria batuta de director de orquesta, me mostraría la dirección a seguir: pensé que no le habría avergonzado retroceder ante la muerte. Yo no iba a morir, a fin de cuentas, sin haber conocido el amor, el sexo, la lucha individual contra el mundo entero, como la que él había librado.

Se apoderaron de mí las ganas de vivir. Me di la vuelta, de rodillas aún, y volví poco a poco hacia el comienzo del paso. Sin mis dos manos, que se agarraban al suelo, habría perdido el equilibrio y me habría estrellado en el fondo del precipicio. De pronto, pensé en Luo. También él había debido de conocer un desfallecimiento semejante, antes de conseguir llegar al otro lado.