Cuanto más me acercaba a él, más clara me resultaba su voz. Advertí que su rostro estaba terriblemente pálido, como si tuviera aún más miedo que yo. Gritó que me sentara en el suelo y avanzara a horcajadas. Seguí su consejo y, en efecto, la nueva posición, aunque más humillante, me permitió llegar hasta él con toda seguridad. Llegado al extremo del paso, me levanté y le devolví su cuévano.
– ¿Te pasa esto cada día? -le pregunté.
– No, sólo al principio.
– ¿Y está siempre ahí?
– ¿Quién?
– Él.
Con el dedo, le mostré el cuervo de pico rojo que se había posado en mitad del paso, donde yo me había detenido hacía un rato.
– Sí, esta ahí cada mañana. Diríase que tiene cita conmigo -dijo Luo-. Pero al anochecer, cuando regreso, nunca lo veo.
Como yo me negué a hacer el ridículo de nuevo con aquel número de funambulismo, Luo se puso el cuévano a la espalda y se inclinó tranquilamente, hasta que sus dos manos tocaron el suelo. Adelantó los brazos, gateando firmemente, y sus piernas siguieron, con armonía. A cada paso, sus pies casi tocaban sus manos. Tras algunos metros se detuvo y, como si me dirigiera un malicioso saludo, meneó las nalgas en un auténtico gesto de mono trepando, a cuatro patas, por la rama de un árbol. El cuervo de pico rojo emprendió el vuelo y taladró el aire batiendo lentamente sus inmensas alas.
Admirado, acompañé a Luo con la mirada hasta el extremo del paso, al que apodé «el purgatorio»; luego, desapareció detrás de las rocas. Me pregunté de pronto, no sin aprensión, adónde iba a llevarle su historia de Balzac con la Sastrecilla, y cómo terminaría. La desaparición del gran pájaro negro hacía que el silencio de la montaña fuera más inquietante aún.
La noche siguiente desperté sobresaltado.
Necesité varios minutos para volver a la realidad, tranquilizadora y familiar. Escuché en la oscuridad la respiración acompasada de Luo, tendido en el lecho de enfrente. A tientas, encontré un cigarrillo y lo encendí. Poco a poco, la presencia de la cerda que golpeaba con su hocico la cerca de la pocilga, bajo nuestra casa sobre pilotes, me devolvió la calma y recordé, como si fuera una película acelerada, el sueño que acababa de asustarme.
A lo lejos, veía a Luo caminando con una muchacha por el paso estrecho, vertiginoso, flanqueado a cada lado por un precipicio. Al principio, la muchacha que caminaba por delante era la hija del celador del hospital donde trabajaban nuestros padres. Una muchacha de nuestra clase, modesta, común, cuya existencia había olvidado hacía años. Pero cuando intentaba encontrar la causa de su inesperada aparición junto a Luo, en aquella montaña, se transformó en la Sastrecilla, viva, divertida, ceñida por una camiseta blanca y unos pantalones negros. No caminaba sino que corría por el paso, muy lanzada, mientras su joven amante, Luo, la seguía lentamente, a cuatro patas. Ni el uno ni la otra llevaban el cuévano a la espalda. La Sastrecilla no llevaba su larga y habitual trenza y, en su carrera, la melena le caía libremente por los hombros y flotaba al viento, como un ala. Busqué en balde con la mirada el cuervo de pico rojo y, cuando mis ojos se posaron de nuevo en mis amigos, la Sastrecilla había desaparecido. Ya sólo quedaba Luo, no a horcajadas sino de rodillas en mitad del paso, con los ojos clavados en el abismo de la derecha. Pareció gritarme algo, vuelto hacia el fondo del precipicio, pero no oí nada. Me lancé hacia él, sin saber de dónde me venía el valor de correr por aquel paso. Al acercarme comprendí que la Sastrecilla había caído por el acantilado. A pesar de que el terreno era prácticamente inaccesible, descendimos resbalando en vertical, a lo largo de la pared rocosa… Encontramos su cuerpo en el fondo, acurrucado contra una roca donde su cabeza, plegada sobre el vientre, había estallado. La parte trasera del cráneo presentaba dos grandes fisuras en las que la sangre coagulada había formado ya costras. Una de ellas se alargaba hasta la bien dibujada frente. Su boca abierta dejaba ver las encías rosadas y los prietos dientes, como si hubiera querido gritar, pero permanecía muda, y sólo exhalaba el olor de la sangre. Cuando Luo la tomó en sus brazos, la sangre le brotó a la vez de la boca, del orificio izquierdo de la nariz y de una de las orejas; corrió por los brazos de Luo y cayó, gota a gota, al suelo.
Cuando se la conté, la pesadilla no impresionó a Luo.
– Olvídalo-me dijo-. Yo también he tenido bastantes sueños de este tipo.
– ¿No le dirás a tu novia que no pase más por este camino? -le pregunté mientras él buscaba su chaqueta y su cuévano de bambú.
– ¡Estás loco! Ella también quiere venir, de vez en cuando, a nuestro pueblo.
– Será por muy poco tiempo, hasta que el jodido paso esté reparado.
– De acuerdo, se lo diré.
Parecía tener prisa. Yo casi sentía celos de su cita con el horrendo cuervo de pico rojo.
– No vayas a contarle mi sueño.
– Descuida.
El regreso del jefe de nuestra aldea puso fin momentáneamente a la peregrinación a la belleza que mi amigo Luo había realizado, celosamente, cada día.
El congreso del Partido y un mes de vida ciudadana parecían no haber procurado placer alguno a nuestro jefe. Tenía el aspecto de estar de luto, la mejilla hinchada y el rostro deformado por la cólera contra un médico revolucionario del hospital del distrito: «Ese hijo de puta, un capullo de médico "descalzo", me arrancó una muela buena y dejó la mala, que estaba a su lado.» Estaba tanto más furioso cuanto que la hemorragia provocada por la extracción de su muela sana le impedía hablar, vociferar aquel escándalo, y lo condenaba a murmurarlo con palabras apenas audibles. Mostraba a todos los que se interesaban por su desgracia el vestigio de la operación: un colmillo ennegrecido, largo y puntiagudo, con una raíz amarillenta, que conservaba preciosamente envuelto en un pedazo de satén rojo y sedoso, que había comprado en la feria de Yong Jing. Como se irritaba ante la menor desobediencia, Luo y yo nos vimos obligados a ir a trabajar cada mañana, a los campos de maíz o los arrozales. Dejamos incluso de manipular nuestro pequeño despertador mágico.
Cierta noche, cuando el dolor de muelas le hacía sufrir, el jefe desembarcó en nuestra casa mientras preparábamos la cena en el comedor. Sacó un pequeño pedazo de metal, envuelto en el mismo satén rojo que su muela.
– Es estaño de verdad; me lo vendió un mercader ambulante -nos dijo-. Si lo ponéis al fuego, se fundirá en un cuarto de hora.
Ni Luo ni yo reaccionamos. Nos dominaban las ganas de reír ante su rostro, hinchado hasta las orejas, como en una mala película cómica.
– Mi buen Luo -dijo el jefe en un tono más sincero que nunca-, sin duda lo viste hacer a tu padre miles de veces: cuando el estaño se ha fundido, parece que basta con poner un poco en la muela podrida para que eso mate los gusanos que están dentro, debes de saberlo mejor que yo. Eres hijo de un dentista conocido, cuento contigo para reparar mi muela.
– ¿De verdad quiere que le ponga estaño en la muela?
– Sí. y si deja de dolerme, te daré un mes de descanso.
Luo, que resistía la tentación, lo puso en guardia:
– El estaño no funcionará -dijo-. Y además, mi padre tenía aparatos modernos. Primero perforaba la muela con una pequeña fresa eléctrica, antes de poner nada dentro.
Perplejo, el jefe se levantó y se fue mascullando:
– Es cierto, vi cómo lo hacían en el hospital del distrito. El capullo que me arrancó la muela buena tenía una gran aguja que giraba, con un ruido de motor.
Días más tarde, nos libramos del sufrimiento del jefe gracias a la llegada del sastre, el padre de nuestra amiga, con su rutilante máquina de coser, que reflejaba la luz del sol matinal sobre el torso desnudo de un porteador.