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Ignorábamos si adoptaba aires de hombre muy ocupado, con la agenda repleta, o si sencillamente era incapaz de organizar su tiempo con rigor, pero había retrasado ya varias veces su consabida cita anual con los campesinos de nuestra aldea. Para ellos, pocas semanas antes del Año Nuevo, era un verdadero gozo ver aparecer la pequeña silueta delgaducha y su máquina de coser.

Como de costumbre, hacía el recorrido por las aldeas sin su hija. Cuando lo encontramos, algunos meses antes, por un sendero estrecho y resbaladizo, iba sentado en una silla de mano debido a la lluvia y al barro. Pero aquel día soleado llegó a pie, con una juvenil energía que su avanzada edad no había mellado aún. Llevaba una gorra de un verde desteñido, sin duda la que yo había tomado prestada en nuestra visita al viejo molinero del acantilado de los Mil Metros, una ancha chaqueta azul que se abría sobre una camisa de lino beige, con los tradicionales botones de algodón y un cinturón negro de verdadero cuero que brillaba.

La aldea entera salió a recibirlo. Los gritos de los niños que corrían tras él, las risas de las mujeres que sacaban sus telas, listas desde hacía meses, la explosión de algunos petardos, los gruñidos de los cerdos, todo creaba una atmósfera de fiesta. Cada familia lo invitó a instalarse en su casa, con la esperanza de que la eligiera como primer cliente. Pero, para gran sorpresa de todo el mundo, el viejo declaró:

– Me instalaré en casa de los jóvenes amigos de mi hija.

Nos preguntamos cuáles eran los motivos ocultos de aquella decisión. Según nuestro análisis, el anciano sastre podía estar intentando establecer contacto directo con su yerno potencial; de cualquier modo, en nuestra casa sobre pilotes transformada en taller de costura, nos proporcionó la ocasión de iniciarnos en la intimidad femenina, en esa faceta de la naturaleza de las mujeres que hasta entonces desconocíamos.

Fue un festival casi anárquico en el que las mujeres de todas las edades, hermosas o feas, ricas o pobres, rivalizaron a golpe de tejido, de encaje, de cinta, de botón, de hilo de coser y de ideas de vestidos con los que habían soñado. Durante las sesiones de prueba, Luo y yo nos sentíamos sofocados por su agitación, su impaciencia, el deseo casi físico que estallaba en ellas. Ningún régimen político, ninguna dificultad económica podía privarlas de ir bien vestidas, un deseo tan antiguo como el mundo, tan antiguo como el instinto maternal.

Al anochecer, los huevos, la carne, las verduras, los frutos que los aldeanos habían entregado al viejo sastre se amontonaban como ofrendas para un ritual, en un rincón del comedor. Algunos hombres, solos o en pequeños grupos, se mezclaban entre la aglomeración de mujeres. Algunos, más tímidos, se sentaban en el suelo alrededor del fuego, con los pies desnudos y la cabeza gacha, y sólo con mucha discreción se atrevían a levantar los ojos hacia las muchachas. Se cortaban las uñas de los pies, duras como piedras, con la afilada hoja de sus hachuelas. Otros, más experimentados, más agresivos, bromeaban sin pudor y lanzaban a las mujeres sugerencias más o menos obscenas. Era necesaria toda la autoridad del viejo sastre, agotado, irritable, para conseguir echarlos fuera.

Tras una cena a tres, más bien rápida, tranquila y cortés, durante la que nos reímos de nuestro primer encuentro en el sendero, me ofrecí a tocar algún fragmento al violín para nuestro invitado, antes de irnos a la cama. Pero el sastre, con los párpados entornados, lo rechazó.

– Mejor contadme alguna historia -nos pidió con un largo y arrastrado bostezo-. Mi hija me ha dicho que sois dos narradores formidables. Por eso me he alojado en vuestra casa.

Alertado sin duda por la fatiga que mostraba el modisto de la montaña, o tal vez por modestia ante su futuro suegro, Luo me propuso que aceptara el desafío.

– Hazlo -me alentó-. Cuéntanos algo que yo no conozca todavía.

Acepté, algo vacilante, desempeñar el papel del narrador de medianoche. Antes de comenzar, tomé de todos modos la precaución de invitar a mis oyentes a lavarse los pies con agua caliente y a tenderse en una cama, para evitar que se durmieran sentados durante mi relato. Sacamos dos mantas limpias y gruesas, instalamos cómodamente a nuestro invitado en la cama de Luo y nos apretujamos ambos en la mía. Cuando todo estuvo listo, cuando los bostezos del sastre se hicieron cada vez más cansados y ruidosos, apagué la lámpara de petróleo por razones económicas y aguardé, con la cabeza en la almohada y los ojos cerrados, a que la primera frase de una historia brotara de mi boca.

Ciertamente habría elegido contar una película china, norcoreana o, incluso, albanesa, si no hubiera probado aún la fruta prohibida, la maleta secreta del Cuatrojos. Pero ahora estas películas del realismo proletario más agresivo, que fueron antaño mi educación cultural, me parecían tan alejadas de los deseos humanos, del verdadero sufrimiento y, sobre todo, de la vida, que no veía interés alguno en tomarme el trabajo de contarlas a una hora tan tardía. De pronto, una novela que acababa de terminar me vino a la memoria. Estaba seguro de que Luo no la conocía aún, puesto que sólo se apasionaba por Balzac.

Me incorporé, me senté al borde de la cama y me preparé para pronunciar la primera frase, la más difícil, la más delicada; quería algo sobrio.

– Estamos en Marsella, en 1815.

Mi voz resonó en la estancia, oscura como boca de lobo.

– ¿Dónde está Marsella? -interrumpió el sastre con voz somnolienta.

– En la otra punta del mundo. Es un gran puerto de Francia.

– ¿Y por qué quieres que vayamos tan lejos?

– Quería contarles la historia de un marinero francés. Pero si no le interesa, mejor será que durmamos. ¡Hasta mañana!

En la oscuridad, Luo se acercó a mí y me susurró suavemente:

– ¡Bravo, amigo!

Uno o dos minutos más tarde, escuché de nuevo la voz del sastre:

– ¿Cómo se llama tu marinero?

– Al comienzo, Edmond Dantes, luego se convierte en el conde de Montecristo.

– ¿Cristo?

– Es otro de los nombres de Jesús, que significa el mesías o el salvador.

Así comencé el relato de Dumas. Por fortuna, de vez en cuando, Luo me interrumpía para hacer en voz baja comentarios sencillos e inteligentes; se mostraba cada vez más atraído por la historia, lo que me permitió concentrarme de nuevo y librarme de la turbación que el sastre me había causado. Éste, sin duda superado por todos aquellos nombres franceses, aquellos lugares lejanos y por su dura jornada de trabajo, no dijo ni una sola palabra desde que comencé la historia. Parecía sumido en un sueño plúmbeo.

Poco a poco, la eficacia del maestro Dumas prevaleció y olvidé por completo a nuestro invitado; contaba, contaba y seguía contando… Mis frases se volvían más precisas, más concretas, más densas. Conseguí, con cierto esfuerzo, mantener el tono sobrio de la primera frase. No era cosa fácil. Al contar la historia, me sorprendió, incluso agradablemente, percibir con total claridad el mecanismo del relato, el emplazamiento del tema de la venganza, los hilos preparados por el novelista que, más tarde, se divertiría tirando de ellos con mano firme, hábil, audaz a menudo; era como contemplar un gran árbol arrancado, extendiendo por el suelo la nobleza de su tronco, la anchura de sus ramas, la desnudez de sus gruesas raíces.

Ignoraba cuánto tiempo había transcurrido. ¿Una hora? ¿Dos? ¿Más aún? Pero cuando nuestro héroe, el marinero francés, es encarcelado en un calabozo donde se pudriría durante veinte años, la fatiga, excesiva sin duda, me obligó a detener el relato.

– Ahora -susurró Luo-, lo haces mejor que yo. Tendrías que haber sido escritor.

Embriagado por el cumplido de un narrador superdotado, dejé que el sopor se apoderara rápidamente de mí. De pronto, oí la voz del viejo sastre mascullando en la oscuridad.

– ¿Por qué te detienes?

– ¡Caramba! -exclamé-. ¿No duerme usted aún?