Una aguja de máquina de coser, de acero cromado, algo más gruesa que las normales, se deslizó en la boca abierta de par en par del jefe y se inmovilizó sobre la muela del juicio, pero, en cuanto la rozó con delicadeza, la lengua del jefe se lanzó por reflejo hacia la intrusa a una velocidad fulgurante y tanteó aquel cuerpo frío, metálico y ajeno hasta su extremidad puntiaguda. Un temblor la sacudió. Retrocedió, como si sintiera cosquillas, y enseguida volvió a la carga; excitada por la sensación desconocida, lamió casi con voluptuosidad la aguja.
El pedal de la máquina se puso en marcha bajo los pies del viejo sastre. La aguja, unida por un cordón a la polea de la máquina, comenzó a girar; asustada, la lengua del jefe se crispó. Luo, que sujetaba la aguja con la punta de los dedos, ajustó la posición de su mano. Aguardó unos segundos; luego, la velocidad del pedal se aceleró y la aguja atacó la caries arrancando al paciente un aullido desgarrador. Apenas Luo apartó la aguja el jefe rodó, como una vieja roca, del lecho que habíamos instalado junto a la máquina de coser, encontrándose casi en el suelo.
– ¡Ha estado a punto de matarme! -le dijo al sastre, levantándose-. ¿Me está tomando el pelo?
– Le había prevenido -respondió el sastre- de que esto sólo lo había visto en las ferias. Usted ha insistido para que juguemos a los charlatanes.
– Hace un daño del demonio -dijo el jefe.
– El dolor es inevitable -afirmó Luo-. ¿Conoce usted la velocidad de una fresa eléctrica en un hospital de verdad? Varios centenares de revoluciones por segundo. Y cuanto más lenta gira la aguja, más duele.
– Prueba una vez más -dijo el jefe con decisión, encasquetándose la gorra-. Hace una semana que no puedo comer ni dormir, mejor será terminar de una vez para siempre.
Cerró los ojos para no ver cómo entraba la aguja en su boca, pero el resultado fue idéntico. El atroz dolor lo arrojó fuera de la cama, con la aguja plantada en la muela.
Su violento movimiento hizo vacilar la lámpara de petróleo con cuya llama, en una cuchara, fundía yo el estaño.
Pese a lo divertido de la situación, nadie se atrevía a reírse, por temor a que relanzara el tema de mi inculpación.
Luo recuperó la aguja, la limpió, la comprobó y le tendió un vaso de agua al jefe para que se enjuagara la boca; éste escupió sangre en el suelo, justo junto a la gorra.
El viejo sastre adoptó un aire asombrado.
– Está usted sangrando -dijo.
– Si quiere que perfore su caries -dijo Luo recogiendo la gorra y volviéndola a poner en la enmarañada cabeza del jefe-, no veo más solución que atarlo a la cama.
– ¿Atarme? -gritó ofendido el jefe-. ¡Olvidas que me han designado para dirigir la comuna!
– Su cuerpo se niega a colaborar y debemos jugarnos el todo por el todo.
Su decisión me sorprendió de verdad. Me he hecho a menudo, me he repetido muchas veces y sigo repitiéndome aún hoy, la misma pregunta: ¿cómo es posible que aquel tirano político y económico, aquel policía de aldea, aceptara una proposición que lo ponía en una posición tan ridícula como humillante? ¿Qué diablos pasó por su cabeza? En aquel momento no tuve mucho tiempo para pensar en la cuestión. Luo lo ató rápidamente y el sastre, viendo que le atribuían la difícil tarea de mantener aquella cabeza entre sus manos, me pidió que lo relevara al pedal.
Me tomé muy en serio mi nueva responsabilidad. Me descalcé, y cuando las plantas de los pies tocaron el pedal, sentí que todo el peso de la misión gravitaba sobre mis músculos.
En cuanto Luo me hizo una señal, mis pies presionaron el pedal para poner la máquina en marcha, viéndose rápidamente arrastrados por el rítmico movimiento del mecanismo. Aceleré como un ciclista que volara por la carretera general; la aguja se agitó, tembló, entró de nuevo en contacto con el escollo solapado y amenazador. Aquello produjo, primero, un chisporroteo en la boca del jefe que se debatía como un loco en una camisa de fuerza. No sólo estaba atado a la cama por una gruesa cuerda, sino también aprisionado entre las férreas manos del viejo sastre que le sujetaba el cuello, lo atenazaba, lo mantenía en una posición digna de una escena de captura cinematográfica. De la comisura de sus labios escapaba espuma; estaba pálido, respiraba penosamente y gemía.
De pronto, como una erupción volcánica, sentí que, sin advertido, brotaba de lo más íntimo de mí una pulsión sádica: reduje inmediatamente el movimiento del pedal, en honor de todos los sufrimientos de la reeducación.
Luo me lanzó una mirada cómplice.
Reduje más aún la velocidad, para vengarme esta vez de sus amenazas de inculpación. La aguja giró tan lentamente que parecía una perforadora agotada, a punto de averiarse. ¿A qué velocidad giraba? ¿Una vuelta por segundo? ¿Dos vueltas? ¿Quién sabe? De todos modos, la aguja de acero cromado había perforado la caries. Barrenaba y, de pronto, se detenía en pleno movimiento cuando mis pies hacían una pausa angustiante, al modo, esta vez, de un ciclista que deja de pedalear en una bajada peligrosa. Adoptaba yo un aire tranquilo, inocente. Mis ojos no se reducían a dos rendijas cargadas de odio. Fingía estar verificando la polea o la correa. Luego la aguja volvía a girar, a barrenar lentamente, como si el ciclista trepara, a duras penas, por una abrupta cuesta. La aguja se había transformado en cincel, en colérico buril que excavaba un agujero en la oscura roca prehistórica, haciendo brotar ridículas nubes de polvo de mármol, craso, amarillento y caseoso. Nunca había visto a alguien tan sádico como yo. Se lo aseguro. Un sádico desenfrenado.
Habla el viejo molinero
Sí, yo los vi, a los dos solos, en cueros vivos. Había ido a cortar leña al valle de atrás, como de costumbre, una vez por semana. Paso siempre por la pequeña poza del torrente. ¿Dónde estaba con exactitud? A uno o dos kilómetros de mi molino, aproximadamente. El torrente caía de unos veinte metros y rebotaba sobre las grandes piedras. Al pie de la cascada hay una pequeña poza, casi podríamos decir que una charca, pero el agua es profunda, verde, oscura, encajonada entre las rocas. Está demasiado lejos del sendero, pocas veces pone allí los pies la gente.
No los vi enseguida, pero unos pájaros adormecidos en los salientes rocosos parecieron asustados por algo; emprendieron el vuelo y pasaron sobre mi cabeza, lanzando grandes gritos.
Sí, eran cuervos de pico rojo, ¿cómo lo sabe? Eran unos diez. Uno de ellos, no sé si porque había despertado mal o porque era más agresivo que los demás, se lanzó hacia mí en picado, rozando mi rostro, al pasar, con la punta de sus alas. Recuerdo todavía, mientras hablo, su hedor salvaje y repugnante.
Aquellos pájaros me apartaron de mi camino habitual. Fui a echar una ojeada a la pequeña poza del torrente, y allí los vi, con la cabeza fuera del agua. Debían de haber hecho una sorprendente zambullida, un salto espectacular, para que los cuervos de pico rojo huyeran.
¿Su intérprete? No, no lo reconocí enseguida. Seguí con la mirada los dos cuerpos en el agua, enlazados, hechos un ovillo que no dejaba de girar y de dar vueltas. Me enmarañó tanto el espíritu que tardé algún tiempo en comprender que la zambullida no era su mayor hazaña. ¡No! Estaban acoplándose en el agua.
¿Cómo dice usted? ¿Coito? Es una palabra demasiado sabia para mí. Nosotros, los montañeses, decimos acoplamiento. No quería ser un mirón. Mi viejo rostro se ruborizó. Era la primera vez en toda mi vida que veía aquello, hacer el amor en el agua. No pude marcharme. Usted sabe que a mi edad ya no conseguimos protegernos. Sus cuerpos se arremolinaron en la parte más profunda, se dirigieron hacia el borde de la poza y se revolcaron sobre el lecho de piedras donde el agua transparente del torrente, abrasada por el sol, exageró y deformó sus obscenos movimientos.