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Me sentí avergonzado, es cierto, no porque no quisiera renunciar a esa diversión de mis ojos, sino porque me di cuenta de que estaba viejo, que mi cuerpo, por no hablar de mis viejos huesos, estaba flojo. Sabía que nunca conocería el gozo del agua que ellos acababan de experimentar.

Tras el acoplamiento, la muchacha recogió del agua un taparrabos de hojas de árbol. Se lo anudó a las caderas. No parecía tan fatigada como su compañero, muy al contrario, rebosaba energía, trepaba a lo largo de la pared rocosa. De vez en cuando, la perdía de vista. Desaparecía tras una roca cubierta de musgo verde; luego, emergía sobre otra, como si hubiera salido de una grieta de la piedra. Se ajustó el taparrabos, para que protegiera bien su sexo. Quería subir a una gran piedra, situada a unos diez metros por encima de la pequeña poza del torrente.

Naturalmente, ella no podía verme. Yo era muy discreto, estaba oculto tras un matorral con un montón de hojas. Era una muchacha a la que no conocía, nunca había venido a mi molino. Cuando estuvo de pie en el saliente de la piedra, me hallé lo bastante cerca de ella para admirar su cuerpo desnudo, empapado. Jugaba con el taparrabos, lo enrollaba sobre su vientre, bajo sus jóvenes pechos, cuyos sobresalientes pezones eran un poco rojos.

Los cuervos de pico rojo regresaron. Se encaramaron en la piedra alta y estrecha, a su alrededor.

De pronto, abriéndose paso entre ellos, retrocedió un poco y, con un terrible impulso, se lanzó al aire con los brazos abiertos de par en par, como alas de golondrina planeando en el cielo.

Entonces los cuervos echaron también a volar. Pero, antes de alejarse, hicieron un picado junto a la muchacha, que se había convertido en una golondrina al emprender el vuelo. Tenía las alas desplegadas, horizontales, inmóviles; revoloteó hasta aterrizar en el agua, hasta que sus brazos se separaron, penetraron en el agua y desaparecieron.

Busqué a su compañero con la mirada. Estaba sentado en la ribera de la pequeña poza, desnudo, con los ojos cerrados y la espalda contra una roca. La parte secreta de su cuerpo se había ablandado, agotado, adormecido.

De momento, tuve la impresión de haber visto ya a aquel muchacho en alguna parte, pero no recordaba dónde. Me marché y fue en el bosque, mientras comenzaba a derribar un árbol, donde recordé que era el joven intérprete que lo acompañó a usted a mi casa, hace unos meses.

Tuvo suerte, su falso intérprete, de toparse conmigo. Nada me escandaliza y nunca he denunciado a nadie. De lo contrario, podría haber tenido problemas con el despacho de la Seguridad Pública, se lo garantizo.

Habla Luo

¿De qué me acuerdo? ¿De si ella nada bien? Sí, a las mil maravillas, ahora nada como un delfín. ¿Antes? No, nadaba como los campesinos, sólo con los brazos, nada de piernas. Antes de que la iniciara en la braza, no sabía extender los brazos, nadaba como los perros. Pero tiene un cuerpo de verdadera nadadora. Yo sólo le enseñé dos o tres cosas. Ahora sabe nadar, incluso el estilo mariposa; sus riñones ondulan, su torso emerge del agua en una curva aerodinámica y perfeccionada, sus brazos se abren y sus piernas azotan el agua como la cola de un delfín.

Lo que descubrió sola fueron los saltos peligrosos.

A mí me horroriza la altura, por lo tanto nunca me he atrevido a darlos. En nuestro paraíso acuático, una especie de poza completamente aislada, de agua muy profunda, cada vez que trepa a lo alto de un pico vertiginoso para saltar me quedo abajo y la miro desde un plano contrapicado casi vertical, pero me da vueltas la cabeza y mis ojos confunden el pico con los grandes ginkgos que se recortan por detrás, como en una sombra chinesca. Se vuelve muy pequeña, como una fruta pendiente de la copa de un árbol. Me grita cosas, pero es una fruta que susurra. Un ruido lejano, apenas perceptible debido al agua que cae sobre las piedras. De pronto, la fruta cae flotando en el aire, vuela atravesando el viento, en mi dirección. Por fin, se convierte en una flecha de purpurina, ahusada, que se zambulle de cabeza en el agua sin mucho ruido ni salpicaduras.

Antes de que lo encerraran, mi padre solía decir que no era posible enseñar a bailar a alguien. Tenía razón; lo mismo ocurre con las zambullidas o con escribir poemas: debes descubrirlo solo. Hay gente que, por mucho que se la aleccione durante toda la vida, siempre parecerá una piedra cuando se arroje al aire, nunca podrá hacer una caída como la de un fruto que emprende el vuelo.

Yo tenía un llavero que mi madre me había regalado en mi cumpleaños, una anilla chapada en oro, con hojas de jade, delgadas, minúsculas, veteadas de rayas verdes. Lo llevaba siempre encima, era mi talismán contra las desgracias. Había puesto en ella un montón de llaves, aunque no poseo nada. Estaban las llaves de la puerta de nuestra casa de Chengdu, la de mi cajón personal, debajo del de mi madre, la de la cocina, y, además un cortaplumas, un cortauñas… Recientemente le había añadido la ganzúa que había fabricado para robar los libros del Cuatrojos. La había guardado preciosamente, como recuerdo de un robo feliz.

Una tarde de septiembre, fui a nuestra poza de la felicidad con ella. Como de costumbre, no había nadie. El agua estaba algo fría. Le leí unas diez páginas de Las ilusiones perdidas. Este libro de Balzac me había impresionado menos que Papá Goriot, pero, aun así, cuando ella atrapó una tortuga entre las piedras del lecho por donde corría el torrente, gravé con mi cortaplumas la cabeza de los dos ambiciosos personajes, con sus largas narices, en el caparazón del animal, antes de soltarlo de nuevo.

La tortuga desapareció rápidamente. De pronto, me pregunté:

«¿Quién me soltará algún día de esta montaña?»

Entonces, aquella pregunta, sin duda idiota, me apenó mucho. Estaba de un malhumor insoportable. Cerrando mi cortaplumas, contemplando las llaves que colgaban de la anilla, las llaves de mi casa, en Chengdu, que ya nunca iban a servirme, estuve a punto de echarme a llorar. Sentía celos de la tortuga que acababa de desaparecer en la naturaleza. En un impulso desesperado, arrojé mi llavero muy lejos, en el agua profunda.

Entonces, ella se lanzó con un movimiento de mariposa para ir a recuperarlo. Pero desapareció tanto tiempo bajo el agua que comencé a preocuparme. La superficie estaba extrañamente inmóvil, tenía un matiz sombrío, casi siniestro, sin ninguna burbuja de aire. Grité: «¿Dónde estás, Dios mío?» Grité su nombre y su apodo, «Sastrecilla», y me zambullí hasta el fondo del agua transparente y profunda de la poza del torrente. De pronto la vi; allí estaba, ante mí, ascendiendo y moviéndose al modo de un delfín. Me sorprendió verla ejecutar aquella hermosa ondulación del cuerpo, con sus largos cabellos flotando en el agua. Era realmente bello.

Cuando me reuní con ella en la superficie, vi mi llavero entre sus labios, cubierto de gotas de agua, como perlas brillantes.

Ciertamente era la única persona en el mundo que creía, todavía, que yo conseguiría algún día salir de la reeducación, y que mis llaves podrían serme útiles.

Desde aquella tarde, cada vez que íbamos a la pequeña poza, el juego del llavero era nuestra distracción habitual. Yo adoraba aquello, no para interrogarme sobre mi porvenir sino sólo para admirar su cuerpo desnudo, hechicero, que se agitaba sensualmente en el agua, con su taparrabos de hojas temblorosas, casi transparente.

Pero hoy hemos perdido el llavero en el agua. Hubiera debido insistir para que no se lanzara a una segunda y peligrosa búsqueda. Por fortuna, no lo hemos pagado muy caro. De todos modos, no quiero que vuelva a poner los pies allí.