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Esta noche, al regresar a la aldea, me esperaba un telegrama anunciándome la hospitalización urgente de mi madre y reclamando mi inmediato regreso.

Tal vez gracias a mis eficaces cuidados dentales, el jefe me ha autorizado a pasar un mes junto a la cabecera de mi madre. Me marcho mañana. La ironía del destino ha hecho que regrese sin llaves a casa de mis padres.

Habla la Sastrecilla

Las novelas que Luo me leía me daban siempre ganas de zambullirme en el agua fresca del torrente. ¿Por qué? ¡Para desahogarme de una vez! Puesto que, a veces, no podemos evitar decir lo que llevamos en el corazón…

En el fondo del agua había un halo inmenso, azulado, difuso, sin claridad; era difícil distinguir allí las cosas. Un velo lo oscurecía todo ante tus ojos. Por fortuna, el llavero de Luo caía casi siempre en el mismo lugar: en medio de la pequeña poza, un rincón de unos pocos metros cuadrados. Las piedras, apenas las veías cuando las tocabas; algunas, pequeñas como un huevo de color claro, pulidas y redondas, estaban allí desde hacía años, siglos tal vez. ¿Te das cuenta? Otras, más grandes, parecían cabezas de hombre, y a veces tenían la curvatura de un cuerno de búfalo, lo digo en serio. De vez en cuando, aunque fuese raro, encontrabas piedras especialmente angulosas, puntiagudas y cortantes, dispuestas a herirte, a hacerte sangrar, a arrancarte un pedazo de carne. Y también conchas. Sabe Dios de dónde venían. Se habían transformado en piedras, cubiertas de un musgo tierno, bien encajadas en el suelo rocoso, pero sentías que eran conchas.

¿Qué estás diciendo? ¿Que por qué me gustaba buscar su llavero? ¡Ah, ya sé! Sin duda te parezco tan idiota como un perro que corre para buscar el hueso que le han tirado. No soy una de esas muchachas francesas de Balzac. Soy una muchacha de la montaña. Adoro complacer a Luo, y punto.

¿Quieres que te cuente lo que ocurrió la última vez? Hace ya una semana, por lo menos. Fue justo antes de que Luo recibiese el telegrama de su familia. Llegamos hacia mediodía. Nadamos, aunque no mucho, sólo lo necesario para divertirnos en el agua. Luego comimos panes de maíz, huevos y fruta que yo había llevado, mientras Luo me contaba un poco de la historia del marinero francés que se convirtió en conde. Es la famosa historia que escuchó mi padre, que ahora es un admirador incondicional de ese vengador. Luo me contó sólo una pequeña escena, ¿sabes?, aquella en la que el conde encuentra a la mujer con la que se había prometido en su juventud, aquella por la que pasó veinte años en la cárcel. Ella finge no reconocerlo. Y actúa tan bien que podría creerse que realmente no recuerda su pasado. ¡Ah, eso me destrozó!

Queríamos echar una siestecita, pero yo no conseguía cerrar los ojos, seguía pensando en esa escena. ¿Sabes lo que hicimos? La representamos: Luo era Montecristo y yo, su antigua prometida, y nos encontrábamos en alguna parte, veinte años después. Fue extraordinario, incluso improvisé un montón de cosas que salían solas, como si nada, de mi boca. También Luo se había metido por completo en la piel del antiguo marinero. Seguía amándome. Lo que yo decía le destrozaba el corazón, pobre, se veía en su rostro. Me lanzó una mirada de odio, dura, furiosa, como si realmente me hubiera casado con el amigo que le había tendido una trampa.

Para mí era una experiencia nueva. Antes, no imaginaba que fuera posible representar a alguien que no se es sin dejar de ser uno mismo; por ejemplo, representar a una mujer rica y «contenta» cuando no lo soy en absoluto. Luo me dijo que podía ser una buena actriz.

Tras la comedia llegó el juego. Como un guijarro, el llavero de Luo cayó, poco más o menos, en el lugar acostumbrado. Me zambullí de cabeza en el agua. A tientas, busqué entre las piedras y los rincones más sombríos, centímetro a centímetro. Y de pronto, en la oscuridad casi absoluta, toqué una serpiente. ¡Ufl., hacía años que no había tocado una, pero aun en el agua reconocí su piel resbaladiza y fría. Por reflejo, huí enseguida y volví a la superficie.

¿De dónde había salido? No lo sé. Tal vez la arrastró el torrente, tal vez fuera una culebra hambrienta que buscaba un nuevo reino. Minutos más tarde, a pesar de la prohibición de Luo, me zambullí de nuevo en el agua. Me negaba a que una serpiente se quedara con las llaves.

¡Pero qué miedo tenía esta vez! La serpiente me enloquecía: incluso en el agua, sentía que el sudor frío me corría por la espalda. Las piedras inmóviles que tapizaban el suelo parecieron, de pronto, comenzar a moverse, convertirse en seres vivos a mi alrededor. ¿Lo imaginas? Volví a la superficie para recuperar el aliento.

La tercera vez estuvo a punto de ser la buena. Por fin había visto el llavero. En el fondo del agua, me parecía un anillo borroso, aunque brillante aún, pero cuando estaba a punto de agarrarlo sentí un golpe en la mano derecha, una maligna dentellada, muy violenta, que me abrasó y me hizo huir abandonando el llavero.

Dentro de cincuenta años todavía podrá verse esa fea cicatriz en mi dedo. Tócala.

Luo estaría fuera un mes. Yo adoraba estar solo de vez en cuando, para hacer lo que me viniera en gana, para comer cuando lo deseara. Habría sido el feliz príncipe reinante de nuestra casa sobre pilotes si la víspera de su partida Luo no me hubiese confiado una misión delicada.

– Quisiera pedirte un favor -me había dicho bajando misteriosamente el tono-. Espero que, en mi ausencia, seas el guardia de corps de la Sastrecilla.

Según él, la deseaban muchos muchachos de la montaña, incluidos los «jóvenes reeducados». Aprovechando su mes de ausencia, los adversarios potenciales iban a correr hacia la tienda del sastre y librar un combate sin cuartel. «No olvides -me dijo- que es la belleza número uno del Fénix del Cielo.» Mi tarea consistía en asegurar una presencia diaria a su lado, como el guardián de la puerta de su corazón, para no dar a los competidores posibilidad alguna de introducirse en su vida privada, de deslizarse en un dominio que sólo pertenecía a Luo, mi comandante.

Acepté la misión sorprendido y halagado. ¡Qué ciega confianza me demostraba Luo al pedirme este favor! Era como si me hubiera confiado un tesoro fabuloso, el botín de su vida, sin sospechar que yo pudiera robárselo.

En aquel tiempo, yo tenía sólo un deseo: ser digno de su confianza. Imaginaba ser el general en jefe de un ejército derrotado, encargado de atravesar un inmenso y horrible desierto, para escoltar a la mujer de su mejor amigo, otro general. Cada noche, armado con una pistola y una metralleta, iba a montar guardia ante la tienda de aquella mujer sublime, para hacer retroceder a las atroces fieras que deseaban su carne, con los ojos ardientes de deseo brillando en las sombras como manchas fosforescentes. Un mes más tarde, saldríamos del desierto tras haber conocido las más espantosas pruebas: tormentas de arena, falta de alimento, escasez de agua, motines de mis soldados… Y cuando la mujer corriera, por fin, hacia mi amigo el general, cuando se arrojara el uno en los brazos de la otra, yo me desvanecería de fatiga y deseo, en lo alto de la última duna.

Así, a partir del día siguiente de que Luo se marchara, pues había sido llamado a la ciudad por telegrama, un policía de paisano aparecía, cada mañana, en el sendero que llevaba a la aldea de la Sastrecilla. Su rostro era serio y su andar apresurado. Un poli asiduo. Era otoño y el policía avanzaba deprisa, como un velero con el viento de popa. Pero pasada la antigua casa del Cuatrojos, el sendero giraba hacia el norte y el poli se veía obligado a caminar contra el viento, con la espalda doblada, la cabeza gacha, como un excursionista tenaz y experto. En el peligroso paso del que ya he hablado, de treinta centímetros de ancho y flanqueado por dos vertiginosos precipicios, el famoso paso obligado de la peregrinación a la belleza, aminoraba la marcha, aunque sin detenerse ni ponerse a cuatro patas. Ganaba cada día su combate contra el vértigo. Lo atravesaba caminando con ligera vacilación, mirando a los ojos saltones e indiferentes del cuervo de pico rojo, encaramado siempre en la misma roca, al otro lado.