Al menor paso en falso, nuestro poli funámbulo podía aplastarse en el fondo de un abismo, el de la izquierda o el de la derecha.
¿Hablaba con el cuervo aquel policía sin uniforme? ¿Le llevaba una migaja de comida? A mi entender, no. Estaba impresionado, sí, e incluso mucho tiempo más tarde conservó en su memoria la mirada indiferente que le echaba el pájaro. Sólo algunas divinidades muestran semejante desinterés. Pero el pájaro no consiguió quebrantar la convicción de nuestro poli, que tenía una sola cosa en la cabeza: su misión.
Subrayemos que el cuévano de bambú, que antaño llevaba Luo, estaba ahora en la espalda de nuestro policía. Una novela de Balzac, traducida por Fu Lei, seguía oculta en el fondo, bajo unas hojas, unas verduras, granos de arroz o de maíz. Algunas mañanas, cuando el cielo estaba muy encapotado, mirando de lejos, daba la impresión de que un cuévano de bambú trepaba solo por el sendero y desaparecía en una nube gris.
La Sastrecilla ignoraba que yo estaba protegiéndola, y me consideraba sólo un lector sustituto.
Sin pretensión alguna, advertí que mi lectura, o mi modo de leer, complacía un poco más a mi oyente que la de mi predecesor. Leer en voz alta una página entera me parecía insoportablemente aburrido, así que decidí hacer una lectura aproximada, es decir, leía primero dos o tres páginas, o un capítulo corto, mientras ella trabajaba en su máquina de coser. Luego, tras rumiarlo un poco, le hacía una pregunta o le pedía que adivinara lo que iba a ocurrir. Cuando había respondido, yo le contaba lo que decía el libro, casi párrafo a párrafo. De vez en cuando, no podía evitar añadir alguna cosa, aquí y allá, pequeñas pinceladas personales, digamos, para que la historia la divirtiera más. Llegaba incluso a inventar situaciones o a introducir el episodio de otra novela, cuando me parecía que el viejo Balzac estaba cansado.
Hablemos del fundador de esta dinastía de sastres, del dueño de la tienda familiar. Entre los desplazamientos profesionales a las aldeas de los alrededores, la estancia del viejo sastre en su propia casa se reducía, a menudo, a dos o tres días. Pronto se acostumbró a mis visitas cotidianas. Más aún, al expulsar al enjambre de pretendientes disfrazados de clientes, era el mejor cómplice de mi misión. No había olvidado las nueve noches que pasó en casa, escuchando El conde de Montecristo. La experiencia se repitió en su propia morada. Tal vez algo menos apasionado, aunque muy interesado aún, fue el oyente parcial de El primo Pons, una historia más bien negra, también de Balzac. Sin hacerlo adrede, se topó tres veces consecutivas con un episodio en el que aparecía Cibot el sastre, un personaje secundario muerto a fuego lento por Rémonencq el chatarrero.
Ningún poli del mundo habría puesto más empeño que yo en cumplir una misión. Entre capítulo y capítulo de El primo Pons, participaba de buena gana en los trabajos domésticos. Cada día me encargaba de traer agua del pozo común, con dos grandes cubos de madera en los hombros, para llenar el depósito familiar de la joven modista. A menudo le preparaba las comidas, y descubría humildes placeres en muchos detalles que exigían la paciencia del cocinero: limpiar y cortar las verduras o la carne, cortar leña con un hacha mellada, hacer que prendiera, mantener con astucia el fuego que podía apagarse en cualquier instante… A veces, sin vacilar y si era necesario, soplaba en las brasas, con la boca muy abierta, para atizar el fuego con el impaciente aliento de mi juventud, entre una humareda espesa, irrespirable, una polvareda asfixiante. Todo iba muy deprisa. Pronto, la cortesía y el respeto debidos a la mujer, revelados por las novelas de Balzac, me transformaron en lavandera que hacía a mano la colada, en el arroyo, incluso en aquel comienzo de invierno, cuando la Sastrecilla se sentía desbordada por los encargos.
Aquella domesticación perceptible y enternecedora me llevó a una más íntima aproximación a la feminidad. ¿Les dice algo la balsamina? Es fácil encontrarla en las floristerías y en las ventanas de las casas. Es una flor, amarilla a veces pero sangrienta a menudo, cuyo fruto se hincha, madura y estalla al menor contacto, proyectando sus semillas. Era la emperatriz emblemática de la montaña del Fénix del Cielo pues, en la forma de sus flores, es posible, según dicen, observar la cabeza, las alas, las patas e, incluso, la cola del fénix.
Cierta tarde nos encontramos los dos, cara a cara, en la cocina, al abrigo de miradas curiosas. Entonces, el policía, que reunía también los cargos de lector, narrador, cocinero y lavandera, enjuagó cuidadosamente en una jofaina de madera los dedos de la Sastrecilla; luego, suavemente, como una minuciosa esteticista, aplicó en cada una de sus uñas el espeso jugo obtenido de las flores de balsamina machacadas.
Sus dedos, que nada tenían que ver con los de las campesinas, no estaban deformados por los trabajos rudos; el dedo corazón de la mano izquierda mostraba una cicatriz rosada, sin duda producida por los colmillos de la serpiente de la poza del torrente.
– ¿Dónde aprendiste este truco de muchacha? -me preguntó la Sastrecilla.
– Me lo contó mi madre. Según ella, cuando mañana te quites los pequeños pedazos de tela que cubren la punta de tus dedos, tus uñas estarán teñidas de color rojo vivo, como si te las hubieras pintado.
– ¿Y durará mucho?
– Unos diez días.
Hubiera querido pedirle que me concediese el derecho de depositar un beso en sus uñas rojas, a la mañana siguiente, como recompensa por mi pequeña obra maestra, pero la cicatriz aún reciente de su dedo corazón me forzó a respetar las prohibiciones dictadas por mi estatuto y a mantener el compromiso caballeresco que había aceptado de quien me encomendó mi misión.
Aquella noche, al salir de su casa llevando El primo Pons en el cuévano de bambú, tomé conciencia de los celos que suscitaba en los jóvenes de la aldea. Apenas hube tomado el sendero cuando un grupo de unos quince campesinos apareció a mi espalda y me siguió en silencio.
Volví la cabeza y les lancé una mirada, pero la maligna hostilidad de sus jóvenes rostros me sorprendió. Aceleré el paso.
De pronto, tras de mí se alzó una voz que exageraba, ridículamente, el acento de la ciudad:
– ¡Ah! Permítame, Sastrecilla, que haga la colada por usted.
Me ruboricé y comprendí, sin ambigüedad alguna, que estaban imitándome, parodiándome, que se burlaban de mí. Volví la cabeza para identificar al autor de aquella fea comedia: era el cojo del pueblo, el de más edad del grupo, que agitaba un tirachinas como si fuera una vara de mando.
Aparenté no haber oído nada y proseguí mi camino mientras el grupo me rodeaba, me empujaba, gritaba a coro la frase del cojo y soltaba una carcajada lúbrica, ruidosa y salvaje.
Muy pronto, la humillación se concretó todavía más en una frase asesina pronunciada por alguien que me puso el dedo bajo la nariz:
– ¡Vete a lavar las bragas de la Sastrecilla!
¡Aquello fue un golpe bajo! ¡Y qué precisión por parte de mi adversario! No pude decir palabra, ni disimular mi turbación porque, en efecto, las había lavado.
En aquel instante, el cojo se adelantó, me cerró el paso, se quitó el pantalón y los calzoncillos, descubriendo su sexo encogido y enmarañado.
– Toma, quiero que laves también los míos -gritó con una risa provocadora, obscena, y un rostro deformado por la excitación.
Levantó al aire su calzoncillo amarillento, ennegrecido, remendado y mugriento, y lo agitó por encima de su cabeza.
Busqué todos los tacos que conocía, pero estaba tan lleno de cólera, había perdido de tal modo los nervios, que no conseguí «bramar» ni uno solo. Temblaba y tenía ganas de llorar.
No recuerdo muy bien lo que siguió. Pero sé que tomé un terrible impulso y, blandiendo mi cuévano, me lancé sobre el cojo. Quería golpearle en plena cara, pero consiguió esquivar el golpe y lo recibió sólo en el hombro derecho. En aquella lucha de uno contra todos, sucumbí a su número y fui dominado por dos jóvenes mocetones. Mi cuévano estalló, cayó, se volcó y vertió por el suelo su contenido, dos huevos aplastados gotearon sobre una hoja de col y mancharon la cubierta de El primo Pons, que yacía en el polvo.