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Se hizo de pronto el silencio; mis agresores, es decir, el enjambre de dolidos pretendientes de la Sastrecilla, aunque todos analfabetos, quedaron pasmados ante la aparición de aquel extraño objeto: un libro. Se acercaron y formaron un círculo a su alrededor, a excepción de los dos que me sujetaban los brazos. El cojo sin calzoncillos se agachó, abrió la cubierta y descubrió el retrato de Balzac, en blanco y negro, con larga barba y mostachos plateados.

– ¿Es Karl Marx? -preguntó uno al cojo-. Debes de saberlo, has viajado más que nosotros.

El cojo vacilaba.

– ¿O tal vez sea Lenin? -dijo otro.

– O Stalin, sin uniforme.

Aprovechando la vacilación general, solté mis brazos en un último respingo y me lancé, como si me zambullera, hacia El primo Pons, tras haber apartado a los campesinos que lo rodeaban.

– No lo toquéis -grité, como si se tratara de una bomba a punto de estallar.

Apenas el cojo comprendió lo que ocurría cuando le arranqué el libro de las manos, partí a toda velocidad y me adentré en el sendero.

Una granizada de piedras y gritos acompañó mi fuga durante un buen rato. «¡Lavador de bragas! ¡Cobarde! ¡Vamos a reeducarte!» De pronto, un guijarro lanzado por el tirachinas me golpeó la oreja izquierda y un violento dolor me hizo perder, de inmediato, parte de la audición. Por reflejo, llevé la mano a la herida y mis dedos se mancharon de sangre. A mis espaldas, las injurias aumentaban tanto en sonoridad como en obscenidad. Las piedras que golpeaban en las paredes rocosas resonaban en la montaña, se transformaban en amenaza de linchamiento, en advertencia de una nueva emboscada. De pronto, todo se detuvo y reinó la calma.

En el camino de regreso, el poli herido decidió, muy a su pesar, abandonar la misión.

Aquella noche fue particularmente larga. Nuestra casa sobre pilotes me parecía desierta, húmeda, más sombría que antes. Un olor a casa abandonada flotaba en el ambiente. Un olor fácilmente reconocible: frío, rancio, cargado de moho, perceptible y tenaz. Diríase que nadie vivía allí. Aquella noche, para olvidar el dolor de mi oreja izquierda, volví a leer mi novela preferida, Jean-Christophe, a la luz de dos o tres lámparas de petróleo. Pero ni siquiera su agresivo humo pudo expulsar aquel olor, que me hacía sentir cada vez más perdido.

La oreja no sangraba ya, pero estaba magullada, hinchada, seguía doliéndome y me impedía leer. La palpé suavemente y sentí, de nuevo, un fuerte dolor que me puso rabioso.

¡Qué noche! Aún hoy la recuerdo, e incluso tantos años después sigo sin conseguir explicarme mi reacción. Aquella noche, con la oreja dolorida, di vueltas y vueltas en la cama que parecía tapizada de alfileres y, en vez de imaginar cómo vengarme y cortarle las orejas al celoso cojo, me vi de nuevo asaltado por la misma pandilla. Estaba atado a un árbol, me linchaban o me infligían torturas. Los últimos rayos del sol hacían brillar un cuchillo. Éste, blandido por el cojo, no se parecía al tradicional cuchillo de carnicero; su hoja era sorprendentemente larga y puntiaguda. Con la yema de los dedos, el cojo acariciaba suavemente el filo; luego, levantaba el arma y, sin ruido alguno, me cortaba la oreja izquierda. Caía al suelo, rebotaba y volvía a caer, mientras mi verdugo limpiaba la larga hoja salpicada de sangre. La llegada de la Sastrecilla llorando interrumpía el salvaje linchamiento, y la banda del cojo huía.

Me veía entonces desatado por aquella muchacha con las uñas de color rojo vivo, teñidas por la balsamina. Ella dejaba que yo metiera sus dedos en mi boca y que los lamiera con la punta de la lengua, sinuosa y ardiente. ¡Ah! El jugo espeso de la balsamina, aquel emblema de nuestra montaña coagulado en sus uñas brillantes, tenía un sabor dulzón y un olor casi almizclado que me procuraban una sensación sugestivamente carnal. En contacto con mi saliva, el rojo del tinte se hacía más fuerte, más vivo, y después se ablandaba, se convertía en lava volcánica, tórrida, que se hinchaba, silbaba, giraba en mi boca hirviente, como un verdadero cráter.

Luego el chorro de lava iniciaba libremente un viaje, una búsqueda; corría a lo largo de mi torso magullado, zigzagueaba por aquella llanura continental, rodeaba mis pezones, se deslizaba hacia mi vientre, se detenía en el ombligo, penetraba en su interior empujada por su lengua, la de ella, se perdía en los meandros de mis venas y mis entrañas, y acababa encontrando el camino que la llevaba a la fuente de mi virilidad conmovida, hirviente, anárquica, llegada a la edad de la independencia y que se negaba a obedecer las obligaciones, estrictas e hipócritas, que se había fijado el policía.

La última lámpara de petróleo vaciló y se apagó por falta de aceite, dejando al policía boca abajo en la oscuridad, entregándose a una traición nocturna y manchando sus calzones.

El despertador de números fosforescentes marcaba la medianoche.

– Estoy en un aprieto -me dijo la Sastrecilla.

Era al día siguiente de ser agredido por aquel enjambre de lúbricos pretendientes. Estábamos en su casa, en la cocina, envueltos por una humareda a veces verde y a veces amarilla, y por el olor del arroz que se cocía en la cacerola. Ella cortaba verduras y yo me encargaba del fuego, mientras que su padre, que había regresado de una gira, trabajaba en la estancia principal; se escuchaban los ruidos familiares y regulares de la máquina de coser. Al parecer, ni él ni su hija estaban al corriente de mi altercado. Ante mi sorpresa, no advirtieron la magulladura de mi oreja izquierda. Estaba yo tan absorto en la búsqueda de un pretexto para presentar mi dimisión que la Sastrecilla tuvo que repetir la frase para arrancarme de mi contemplación.

– Tengo grandes problemas.

– ¿Con la pandilla del cojo?

– No.

– ¿Con Luo? -pregunté, con la esperanza de un rival.

– Tampoco -dijo tristemente-. Me lo reprocho, pero es demasiado tarde.

– ¿De qué estás hablando?

– Tengo náuseas. Esta mañana he vuelto a vomitar.

Y entonces vi, con el corazón en un puño, que brotaban lágrimas de sus ojos, le corrían silenciosamente por el rostro y caían, gota a gota, en las hojas de las verduras y en sus manos, cuyas uñas estaban pintadas de roja.

– Mi padre matará a Luo si lo sabe -dijo llorando suavemente, sin un sollozo.

Desde hacía dos meses no tenía la regla. No se lo había dicho a Luo, quien, sin embargo, era responsable o culpable de aquella disfunción. Cuando se marchó, un mes antes, ella no se preocupaba aún.

De momento, aquellas lágrimas inesperadas e insólitas me conmovieron más que el contenido de su confesión. Hubiera querido tomarla en mis brazos para consolarla, sufría al verla sufrir, pero el pedaleo de su padre en la máquina de coser resonó como una llamada de la realidad.

Su dolor era difícil de consolar. A pesar de mi ignorancia casi total de las cosas del sexo, comprendía el significado de aquellos dos meses de retraso.

Muy pronto, contaminado por su desamparo, yo mismo derramé unas lágrimas sin que me viera, como si se tratara de mi propio hijo, como si fuera yo, y no Luo, quien había hecho el amor con ella bajo el magnífico ginkgo y en el agua límpida de la pequeña poza. Me sentía muy sentimental, muy cerca de ella. Habría dedicado mi vida a ser su protector, estaba dispuesto a morir soltero si eso hubiera podido atenuar su angustia. Me habría casado con ella, si la ley lo hubiera permitido, incluso de blanco, para que pariera legítimamente y con toda tranquilidad el hijo de mi amigo.