El edificio, que pertenecía a la aldea, no había sido concebido como vivienda. Debajo de la casa, levantada del suelo por unas columnas de madera, estaba la pocilga donde vivía una gran cerda, también patrimonio común. La casa propiamente dicha era de madera vieja en bruto, sin pintura, y servía de almacén para el maíz, el arroz y las herramientas estropeadas; era también un lugar ideal para las citas secretas de los adúlteros.
Durante varios años, nuestra residencia de reeducación no tuvo muebles, ni siquiera una mesa o una silla, tan sólo dos camas improvisadas, colocadas contra una pared en una pequeña habitación sin ventanas.
Sin embargo, aquella casa se convirtió rápidamente en el centro de la aldea: todo el mundo acudía, incluso el jefe, con su ojo izquierdo manchado siempre por tres gotas de sangre.
Y todo ello gracias a otro «fénix», muy pequeño, casi minúsculo y más bien terrenal, cuyo dueño era mi amigo Luo.
En realidad, no era un verdadero fénix sino un gallo orgulloso con plumas de pavo real, de color verdoso estriado con rayas de azul oscuro. Bajo el cristal algo mugriento, bajaba rápidamente la cabeza, y su pico puntiagudo de ébano golpeaba un suelo invisible mientras la aguja de los segundos giraba lentamente por la esfera. Luego levantaba la cabeza, con el pico abierto, y sacudía su plumaje, visiblemente satisfecho, saciado de haber picoteado unos imaginarios granos de arroz. ¡Qué pequeño era el despertador de Luo, con su gallo moviéndose a cada segundo! Gracias a su tamaño, sin duda, había podido escapar a la inspección del jefe del poblado, cuando llegamos. Era apenas como la palma de una mano, pero con un timbre muy bonito, lleno de dulzura.
Antes de nuestra llegada, en la aldea nunca había habido un despertador, ni un reloj de pulsera, ni de pared. La gente había vivido siempre según la salida y la puesta del sol.
Nos sorprendió comprobar el poder, casi sagrado, que el despertador ejercía sobre los campesinos. Todo el mundo venía a consultarlo, como si nuestra casa sobre pilotes fuera un templo. Cada mañana el mismo rituaclass="underline" el jefe iba de un lado a otro, a nuestro alrededor, fumando su pipa de bambú, larga como un viejo fusil. No apartaba los ojos de nuestro despertador. Y a las nueve en punto, daba un largo y ensordecedor silbido, para que todos los aldeanos fueran a los campos.
– ¡Ya es hora! ¿Me oís? -gritaba ritualmente hacia las casas que se levantaban por todas partes-. Es la hora de ir al tajo, ¡pandilla de holgazanes! Pero ¿a qué estáis esperando?, ¡retoños de los cojones de un buey!…
Ni a Luo ni a mí nos gustaba demasiado ir a trabajar en aquella montaña de senderos abruptos y estrechos que subían y subían hasta desaparecer en las nubes, senderos por los que era imposible empujar un carrito y donde el cuerpo humano representaba el único medio de transporte.
Lo que más nos horrorizaba era llevar la mierda a la espalda, en cubos de madera semicilíndricos especialmente concebidos y fabricados para transportar toda clase de abono, humano o animal. Cada día debíamos llenar de excrementos mezclados con agua aquella especie de mochilas, cargarlas a nuestros lomos y trepar hasta campos situados, a menudo, a una altura vertiginosa. A cada paso oías cómo la mierda líquida chapoteaba en el cubo, justo junto a tus orejas; y el hediondo contenido escapaba poco a poco de la tapa y se vertía, chorreando a lo largo de tu torso. Queridos lectores, les ahorraré las escenas de caída pues, como pueden imaginar, cada paso en falso podía resultar fatal.
Cierto día, al amanecer, pensando en las «mochilas» que nos aguardaban, perdimos las ganas de levantarnos. Estábamos aún en la cama cuando oímos que se acercaban los pasos del jefe. Eran casi las nueve y el gallo picoteaba impasiblemente su comida, cuando, de pronto, Luo tuvo una idea geniaclass="underline" cogió la ruedecilla e hizo girar las agujas del despertador en sentido inverso, hasta retrasado una hora. Y seguimos durmiendo. Qué agradable fue dejar que se nos pegaran las sábanas, y más sabiendo que el jefe esperaba fuera, yendo de un lado a otro con su larga pipa de bambú en la boca. Aquel audaz y fabuloso hallazgo casi hizo desaparecer nuestro rencor hacia aquellos ex cultivadores de opio, reconvertidos en «campesinos pobres» bajo el régimen comunista, que se estaban encargando de nuestra reeducación.
Tras aquella histórica mañana, modificamos a menudo las horas del despertador. Todo dependía de nuestro estado físico o de nuestro humor. A veces, en vez de hacer girar las agujas hacia atrás, las avanzábamos una hora o dos, para terminar antes el trabajo de la jornada. De aquel modo, al no saber ya verdaderamente qué hora era, acabamos perdiendo toda noción del tiempo.
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Llovía a menudo en la montaña del Fénix del Cielo. Llovía casi dos días de cada tres. Pocas veces tempestades o diluvios, más bien lluvia fina, constante y solapada, lluvia de la que se hubiera dicho que nunca terminaría. Las formas de los picos y las rocas que había alrededor de nuestra casa desaparecían tras una espesa y siniestra niebla, y aquel paisaje blandamente irreal nos dejaba aplastados, tanto más cuanto que en el interior de la casa vivíamos en una permanente humedad, el moho lo corroía todo y nos rodeaba cada vez más. Era peor que vivir en el fondo de un sótano.
A veces, por la noche, Luo no conseguía dormir. Se levantaba, encendía la lámpara de petróleo y se deslizaba bajo la cama, a cuatro patas, en la semioscuridad, buscando las pocas colillas que había dejado caer. Cuando salía, se sentaba en la cama con las piernas cruzadas, reunía las colillas enmohecidas en un pedazo de papel (a menudo una valiosa carta de su familia) y las secaba a la llama de la lámpara de petróleo. Luego, sacudía las colillas y recogía las briznas de tabaco con una minuciosidad de relojero, sin perder ni una hebra. Una vez liado el cigarrillo, lo encendía y, luego, apagaba la lámpara. Fumaba en la oscuridad, sentado siempre, escuchando el silencio de la noche sobre el que destacaban los gruñidos de la cerda que, justo bajo nuestra habitación, hozaba en el montón de estiércol.
De vez en cuando, la lluvia duraba más que de costumbre, y la escasez de cigarrillos se prolongaba. Una vez, Luo me despertó en plena noche.
– Ya no encuentro colillas, ni debajo de la cama ni en ninguna parte.
– ¿Y qué?
– Me siento deprimido -me dijo-. ¿Querrías tocar una melodía con el violín?
Me apresuré a hacerlo. Al tocar, sin estar realmente lúcido, pensé de pronto en nuestros padres, en los suyos y en los míos: si el neumólogo o el gran dentista que tantas hazañas había logrado hubieran visto aquella noche el fulgor de la lámpara de petróleo oscilando en nuestra casa sobre pilotes; si hubieran oído aquella melodía de violín, mezclándose con los gruñidos de la cerda:… Pero no había nadie. Ni siquiera los campesinos de la aldea. El vecino más próximo estaba, por lo menos, a un centenar de metros.
Fuera, llovía. Pero esta vez no era la lluvia fina habitual sino una lluvia pesada, brutal, cuyo golpeteo en las tejas oíamos por encima de nuestras cabezas. Sin duda aquello contribuía a deprimir aún más a Luo: estábamos condenados a pasar toda nuestra vida en reeducación. Normalmente, un joven nacido en una familia normal, obrera o intelectual revolucionaria, que no hacía tonterías, tenía, según los periódicos oficiales del Partido, el cien por cien de posibilidades de concluir su reeducación en dos años, antes de volver a la ciudad y reunirse con su familia. Pero, para los hijos de las familias catalogadas como «enemigas del pueblo», la posibilidad del regreso era ínfima: tres sobre mil. Matemáticamente hablando, Luo y yo estábamos jodidos. Nos quedaba la ilusionante perspectiva de convertirnos en viejos y calvos, morir y acabar envueltos en el sudario blanco local, en la casa sobre pilotes.
Realmente había por qué sentirse deprimido, torturado, incapaz de cerrar los ojos.
Aquella noche, toqué primero. un fragmento de Mozart; luego, uno de Brahms y una sonata de Beethoven, pero ni siquiera éste consiguió levantarle la moral a mi amigo.