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Pedí un plato de gallo salteado con guindillas frescas y un bol de arroz. Mi comida, puesto que la hice durar voluntariamente, fue más larga que la de un vejestorio desdentado. Pero, a medida que la carne disminuía en mi plato, mi esperanza se esfumó. Los pillastres de la ciudad, más pobres o más agarrados que yo, no pusieron los pies en el restaurante. Durante dos días, mi acecho ginecológico resultó infructuoso. El único hombre con el que conseguí hablar del tema fue el vigilante nocturno del hospital, un ex policía de treinta años, expulsado de su profesión un año antes por haberse acostado con dos chicas. Permanecí en su garita hasta medianoche, jugando al ajedrez y contándonos nuestras hazañas de aventureros. Me pidió que le presentara hermosas muchachas reeducadas de mi montaña, de la que yo afirmé ser un buen conocedor, pero se negó a echarle una mano a mi amiga que «tenía problemas con la regla».

– No me hables de eso -me dijo con espanto-. Si la dirección del hospital descubriera que me mezclo en este tipo de cosas me acusaría de reincidencia y me mandaría directamente a la cárcel, sin vacilación alguna.

Al tercer día, hacia las doce, convencido de que la puerta del ginecólogo era inaccesible, estaba dispuesto a regresar a la montaña cuando, de pronto, el recuerdo de un personaje me vino a la memoria: el pastor de la ciudad.

No conocía su nombre pero, cuando habíamos asistido a las proyecciones cinematográficas, sus largos cabellos plateados flotando al viento nos habían gustado. Había en él algo de aristocrático, incluso cuando limpiaba la calle vestido con una gran bata azul de basurero, con una escoba de larguísimo mango de madera, y todo el mundo, incluso los chiquillos de cinco años, lo insultaban, lo golpeaban o le escupían. Desde hacía veinte años, le prohibían ejercer sus funciones religiosas.

Cada vez que pienso en él, recuerdo una anécdota que me contaron: cierto día, los guardias rojos registraron su casa y encontraron un libro oculto bajo la almohada, escrito en una lengua extranjera que nadie conocía. La escena no dejaba de parecerse a la de la pandilla del cojo en torno a El primo Pons. Fue preciso enviar el botín a la Universidad de Pequín para saber, finalmente, que se trataba de una Biblia en latín. Le costó muy caro al pastor pues, desde entonces, estaba obligado a limpiar la calle, siempre la misma, de la mañana a la noche, ocho horas diarias, hiciera el tiempo que hiciese. Acabó así convirtiéndose en un adorno móvil del paisaje.

Ir a consultar al pastor sobre un aborto me parecía una idea descabellada. ¿No estaría perdiendo los papeles por culpa de la Sastrecilla? De pronto, advertí con sorpresa que desde hacía tres días no había visto ni una sola vez la melena plateada del viejo limpiador de calle, con sus gestos mecánicos.

Pregunté a un vendedor de cigarrillos si el pastor había terminado con su tarea.

– No -me dijo-. Está a dos dedos de la muerte, el pobre.

– ¿De qué está enfermo?

– Cáncer. Sus dos hijos regresaron de las grandes ciudades donde viven. Lo han ingresado en el hospital del distrito.

Corrí sin saber por qué. En vez de atravesar lentamente la ciudad, me lancé a una carrera que me hizo perder el aliento. Llegado a la cima de la colina donde se levantaba el edificio de las hospitalizaciones, decidí probar suerte y arrancarle un consejo al pastor moribundo.

En el interior, el olor de los medicamentos mezclado con la hediondez de las letrinas comunes, mal limpiadas y con el humo y la grasa, me subió a la nariz y me asfixió. Aquello parecía un campamento de refugiados de guerra: las habitaciones de los enfermos servían también de cocinas. Cacerolas, tablas para cortar, sartenes, verduras, huevos, botellas de salsa de soja, de vinagre, de sal esparcidos anárquicamente por el suelo junto a las camas de los pacientes, entre los orinales y los trípodes de los que colgaban las botellas de transfusión sanguínea. A la hora de comer, algunos pacientes, inclinados sobre humeantes cacerolas, metían dentro sus palillos y se disputaban los fideos; otros salteaban tortillas, que chisporroteaban y chasqueaban en el aceite hirviendo.

Aquel paisaje me desconcertaba. Ignoraba que en el hospital del distrito no hubiese cantina y que los pacientes tuviesen que arreglárselas solos para alimentarse, aunque estuvieran impedidos por sus enfermedades, por no hablar de aquellos cuyos cuerpos estaban quebrantados, deformes, incluso mutilados. Era un espectáculo tumultuoso, sin pies ni cabeza, el que ofrecían aquellos cocineros apayasados, coloreados por los emplastos rojos, verdes o negros, con sus apósitos medio deshechos que flotaban en el vapor sobre el agua hirviendo en las cacerolas.

Encontré al pastor agonizante en una habitación de seis camas. Llevaba un gota a gota, y estaba rodeado de sus dos hijos y sus dos nueras, todos de unos cuarenta años, y una mujer anciana que lloraba mientras le preparaba la comida en un hornillo de petróleo. Me deslicé junto a ella y me agaché.

– ¿Es usted su mujer? -le pregunté.

Inclinó la cabeza afirmativamente. Su mano temblaba tanto que cogí los huevos y los casqué por ella.

Sus dos hijos, vestidos con chaquetas Mao azules, abotonadas hasta el cuello, tenían jeta de funcionarios o de empleados de pompas fúnebres, y sin embargo se daban aires de periodista, concentrados en la puesta en marcha de un viejo magnetófono chirriante y oxidado cuya pintura amarilla estaba muy desconchada.

«De pronto, un sonido agudo, ensordecedor, brotó del magnetófono, resonó como una alarma y estuvo a punto de hacer caer los boles de los demás pacientes de la habitación, que comían cada cual en su cama.

El hijo menor consiguió apagar aquel ruido diabólico, mientras su hermano acercaba un micrófono a los labios del pastor.

– Di algo, papá -suplicó el primogénito.

El pastor había perdido casi por completo su pelo plateado y su rostro era irreconocible. Había adelgazado tanto que sólo le quedaba la piel sobre los huesos, una piel delgada como una hoja de papel, amarillenta y apagada. Su cuerpo, robusto antaño, se había encogido considerablemente. Acurrucado bajo la manta, luchando contra el sufrimiento, acabó abriendo sus pesados párpados. Aquel signo de vida fue recibido con un asombro lleno de alegría por el entorno. Volvieron a acercarle el micrófono a la boca. La cinta magnética comenzó a girar con un chirrido de cristal roto, pisoteado por unas botas.

– Papá, haz un esfuerzo -dijo su hijo-. Grabaremos tu voz por última vez, para tus nietos.

– Si pudieras recitar una frase del presidente Mao, sería ideal. Una sola frase o una consigna, ¡vamos! Sabrán que su abuelo ya no es un reaccionario, que su cerebro ha cambiado -gritó el hijo reconvertido en ingeniero de sonido.

Un imperceptible temblequeo recorrió los labios del pastor, pero su voz no era audible. Durante un minuto, susurró palabras que nadie captó. Incluso la anciana reconoció, desamparada, su incapacidad para comprenderlo.

Luego cayó de nuevo en coma.

Su hijo hizo retroceder la cinta y toda la familia escuchó de nuevo el misterioso mensaje.

– Es latín -declaró el primogénito-. Ha dicho su última plegaria en latín.

– Eso es muy suyo -dijo la anciana, secando con un pañuelo la frente empapada en sudor del pastor.

Me levanté y me dirigí hacia la puerta, sin decir una palabra. Por casualidad había descubierto la silueta del ginecólogo, en bata blanca, pasando ante la puerta, semejante a una aparición. Como a cámara lenta, lo había visto aspirar la última bocanada de su cigarrillo, exhalar el humo, arrojar la colilla al suelo y desaparecer.

Atravesé precipitadamente la habitación, golpeé una botella de salsa de saja y tropecé con una sartén vacía que estaba en el suelo. Aquel contratiempo me hizo llegar demasiado tarde al pasillo: el médico ya no estaba allí.

Lo busqué, puerta tras puerta, preguntando a todos los que se cruzaban conmigo. Por fin, un paciente me señaló con el dedo la puerta de una habitación, al final del pasillo.