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– Lo he visto entrar allí, en la habitación individual -dijo-. Al parecer, a un obrero de la fábrica de mecánica de la Bandera Roja una máquina le ha cortado cinco dedos.

Al acercarme a la habitación, oí los doloridos gritos de un hombre, a pesar de la puerta cerrada. La empujé suavemente y se abrió sin resistencia, con silenciosa discreción.

El herido, al que el médico vendaba, estaba sentado en la cama, con el cuello rígido, la cabeza echada hacia atrás, apoyada en la pared. Era un hombre de unos treinta años, con el torso desnudo, musculoso, atezado y el cuello vigoroso. Entré en la habitación y cerré la puerta a mis espaldas. Su mano ensangrentada estaba apenas velada por una primera capa de apósito. La gasa blanca estaba empapada en sangre, que caía en grandes gotas a una jofaina de esmalte, puesta en el suelo junto a la cama, con un ruido de reloj estropeado, tictaqueando entre sus gemidos.

El médico tenía el aspecto fatigado de un insomne, como la última vez que lo había visto en su consulta, pero se mostraba menos indiferente, menos «lejano». Desplegó un gran rollo de gasa, con la que vendó la mano del hombre sin prestar atención a mi presencia. Mi chaqueta de piel de cordero no le causó efecto alguno, la urgencia de su trabajo prevalecía.

Saqué un cigarrillo y lo encendí. Luego me acerqué a la cama y, con gesto casi desenvuelto, coloqué el cigarrillo en la boca, no, entre los labios del médico, como un eventual salvador de mi amiga. Me miró sin decir palabra y comenzó a fumar mientras seguía vendando. Encendí otro y se lo tendí al herido, que lo tomó con su mano derecha.

– Ayúdame -me dijo el médico pasándome un extremo de la venda-. Aprieta fuerte.

Cada cual a un lado de la cama, tiramos de la venda, como dos hombres empaquetando un bulto con una cuerda.

El flujo de la sangre se hizo más lento y el herido ya no gimió. Dejando caer el cigarrillo al suelo, se durmió de pronto por efecto de la anestesia, según el médico.

– ¿Quién eres? -me preguntó mientras enrollaba la venda alrededor de la mano herida.

– Soy el hijo de un médico que trabaja en el hospital provincial -le dije-. Bueno, ahora ya no trabaja.

– ¿Cómo se llama?

Quise decir el nombre del padre de Luo, pero el del mío brotó de mi boca. Un molesto silencio siguió a esta revelación. Tuve la impresión de que no sólo conocía a mi padre, sino también sus sinsabores políticos.

– ¿Y qué quieres? -me preguntó.

– Es por mi hermana… Tiene un problema… Dificultades con su regla, desde hace casi tres meses.

– No es posible -me dijo con frialdad.

– ¿Por qué?

– Tu padre no tiene hijas. ¡Vete ya, mentiroso!

No gritó estas dos últimas frases, no me señaló la puerta con el dedo, pero advertí que estaba realmente enojado; estuvo a punto de tirarme a la cara la colilla del cigarrillo.

Con el rostro ruborizado por la vergüenza, me volví hacia él, tras haber dado unos pasos, y me oí diciendo:

– Le propongo un pacto: si ayuda usted a mi amiga, ella se lo agradecerá toda su vida y yo le daré un libro de Balzac.

Fue una conmoción para él oír este nombre mientras vendaba una mano mutilada en el hospital del distrito, tan alejado, tan lejos del mundo. Acabó abriendo la boca, tras un instante de desconcierto.

– Ya te he dicho que eras un mentiroso. ¿Cómo es posible que tengas un libro de Balzac?

Sin responder, me quité la chaqueta de piel de cordero, le di la vuelta y le mostré el texto que había copiado en la parte sin pelo; la tinta estaba un poco más pálida que antes, pero seguía siendo legible.

Mientras comenzaba su lectura o, más bien, su examen de experto, sacó un paquete de cigarrillos y me tendió uno. Recorrió el texto fumando.

– Es una traducción de Fu Lei -murmuró-. Reconozco su estilo. Es como tu padre, el pobre, un enemigo del pueblo.

Aquello me hizo llorar. Hubiera querido contenerme, pero no pude. Berreé como un crío. Creo que aquellas lágrimas no eran por la Sastrecilla, ni por mi misión ya cumplida, sino por el traductor de Balzac, a quien yo no conocía. ¿No es ése el mayor homenaje, la mayor gracia que un intelectual puede recibir en este mundo?

La emoción que sentía en aquel instante me sorprendió a mí mismo y, en mi memoria, eclipsa casi los acontecimientos que siguieron a aquel encuentro. Una semana más tarde, un jueves, día fijado por el médico polivalente aficionado a la literatura, la Sastrecilla, disfrazada de mujer de treinta años con una cinta blanca en la frente, cruzó el umbral de la sala de operaciones mientras yo, no habiendo regresado aún el autor de la preñez, permanecía tres horas sentado en un pasillo, atento a todos los sonidos detrás de la puerta: ruidos lejanos, difusos, apagados, el chorro de agua del grifo, el grito desgarrador de una mujer desconocida, las voces inaudibles de las enfermeras, unos pasos precipitados…

La intervención fue bien. Cuando me autorizaron por fin a entrar en la sala de operaciones, el ginecólogo me aguardaba en una estancia empapada de olor a carbón, al fondo de la cual la Sastrecilla, sentada en una cama, se vestía con la ayuda de una enfermera.

– Era una niña, por si quieres saberlo -me susurró el médico.

Y, encendiendo una cerilla, comenzó a fumar.

Además de lo que habíamos acordado, es decir, Úrsula Mirouët, también regalé al médico Jean-Christophe, mi libro preferido por aquel entonces, traducido por el mismo señor Fu Lei.

Aunque la operada tenía ciertas dificultades para caminar, su alivio al salir del hospital se parecía al de un detenido amenazado con la cadena perpetua y que, reconocido inocente, abandona el tribunal.

Negándose a descansar en la posada, la Sastrecilla insistió en ir al cementerio donde el pastor había sido enterrado dos días antes. A su entender, él me había llevado al hospital y había arreglado, con su invisible mano, mi encuentro con el ginecólogo. Con el dinero que nos quedaba, compramos un kilo de mandarinas y las depositamos como ofrenda ante su tumba de cemento, anodina, casi mezquina. Lamentábamos no saber latín para dedicarle una oración fúnebre en esta lengua que había hablado en el momento de su agonía, para orar a su Dios o maldecir su vida de limpiador de calle. Casi juramos, ante su tumba, aprender latín un día u otro y volver para hablarle en esta lengua. Pero, tras una larga discusión, decidimos no hacerlo, pues ignorábamos dónde encontrar un manual (tal vez hubiera sido necesario perpretar un nuevo robo con fractura en casa de los padres del Cuatrojos) y, sobre todo, porque era imposible encontrar un profesor. Salvo él, ningún chino a nuestro alrededor conocía esta lengua.

En la losa sepulcral estaban grabados su nombre y dos fechas, sin referencia alguna a su vida ni a su función religiosa. Sólo habían pintado una cruz, en un rojo vulgar, como si hubiera sido farmacéutico o médico.

Juramos que, si algún día éramos ricos y las religiones no estaban ya prohibidas, volveríamos para erigir en su tumba un monumento en relieve y de colores, en el que estaría grabado un hombre con los cabellos plateados, coronados de espinas como Jesús, pero no con los brazos en cruz. Sus manos, en vez de tener las palmas clavadas, sujetarían el largo mango de una escoba.

La Sastrecilla quiso, después, dirigirse a un templo budista, cerrado y precintado, para lanzar algunos billetes por encima de la cerca, en agradecimiento por la gracia que el Cielo le había concedido. Pero no nos quedaba ni un céntimo.

Y ya está. Ha llegado el momento de describirles la escena final de esta historia. La hora de hacerles oír el chasquido de seis cerillas en una noche de invierno.

Fue tres meses después del aborto de la Sastrecilla. El débil murmullo del viento y los ruidos de la pocilga circulaban en la oscuridad. Luo había regresado, hacía tres meses, a nuestra montaña.