El aire estaba cargado de olor a hielo. El ruido seco del frote de una cerilla chasqueó, resonante y frío. La negra oscuridad de nuestra casa sobre pilotes, petrificada a pocos metros de distancia, se vio turbada por aquel brillo amarillento, y tembló en el manto de la noche.
La cerilla estuvo a punto de apagarse a medio camino y ahogarse en su propio humo negro, pero recuperó el aliento, vacilando, y se acercó a Papá Goriot que yacía en el suelo, ante la casa sobre pilotes. Las hojas de papel, lamidas por el fuego, se retorcieron, se acurrucaron unas contra otras y las palabras se lanzaron hacia el exterior. La pobre muchacha francesa fue despertada de su sueño de sonámbula por este incendio; quiso huir pero era demasiado tarde. Cuando encontró a su amado primo, estaba ya sumida en llamas, con los fetichistas del dinero, sus pretendientes y su millón de herencia convertidos todos en humo.
Tres cerillas más encendieron, simultáneamente, las hogueras de El primo Pons, de El coronel Chabert y de Eugenia Grandet. La quinta alcanzó a Quasimodo que, con sus abultamientos óseos, huía por los adoquines de Notre-Dame de París, con Esmeralda a cuestas. La sexta cayó sobre Madame Bovary. Pero la llama tuvo de pronto un momento de lucidez en el interior de su propia locura, y no quiso comenzar por la página donde Emma, en la habitación de un hotel de Ruán, fumando en la cama con su joven amante acurrucado a su lado, murmuraba: «Me abandonarás…» Aquella cerilla, furiosa pero selectiva, decidió atacar el final del libro, la escena en la que Emma cree, justo antes de morir, escuchar a un cantor ciego:
Precisamente cuando un violín comenzaba a tocar una fúnebre melodía, una ráfaga de viento sorprendió a los libros que ardían; las recientes cenizas de Emma emprendieron el vuelo, se mezclaron con las de sus compatriotas carbonizados y se elevaron, flotando, en el aire.
Cenicientas, las crines del arco resbalaban por las brillantes cuerdas, en las que se reflejaba el fuego. El sonido de aquel violín era mío. El violinista era yo.
Luo, el incendiario, el hijo del gran dentista, el amante romántico que había reptado a cuatro patas por el peligroso paso, aquel gran admirador de Balzac, estaba ahora ebrio, agachado, con los ojos clavados en el fuego, fascinado, hipnotizado incluso por las llamas en las que palabras y seres que antaño anidaban en nuestros corazones danzaban antes de quedar reducidos a cenizas. Unas veces lloraba, otras se reía a carcajadas.
Ningún testigo asistió a nuestro sacrificio. Los aldeanos, acostumbrados al violín, prefirieron sin duda quedarse en sus lechos calientes. Habíamos querido invitar a nuestro amigo, el molinero, para que se uniera a nosotros con su instrumento de tres cuerdas y cantara sus «viejos estribillos» lúbricos, haciendo ondular las innumerables y finas arrugas de su vientre. Pero estaba enfermo. Dos días antes, cuando le habíamos hecho una visita, tenía ya la gripe.
El auto de fe prosiguió. El famoso conde de Montecristo, que antaño había conseguido evadirse del calabozo de un castillo situado en medio del mar, se resignó a la locura de Luo. Los demás hombres o mujeres que habían habitado la maleta del Cuatrojos tampoco pudieron escapar.
Aunque el jefe del poblado hubiera aparecido ante nosotros en aquel preciso momento, no hubiésemos tenido miedo de él. En nuestra embriaguez, tal vez lo habríamos quemado vivo, como si hubiese sido también un personaje literario.
De todos modos no había nadie, salvo nosotros dos. La Sastrecilla se había marchado y nunca regresaría.
Su partida, tan súbita como fulminante, había sido una sorpresa total. Habíamos tenido que hurgar durante mucho tiempo en nuestras memorias debilitadas por el impacto para encontrar ciertos presagios, a menudo en su indumentaria, que insinuasen que estaba preparándose un golpe mortal.
Unos dos meses antes, Luo me había dicho que ella se había confeccionado un sujetador, de acuerdo con un dibujo que había encontrado en Madame Bovary. Yo le hice observar que aquélla era la primera lencería femenina en la montaña del Fénix del Cielo, digna de entrar en los anales locales.
– Su última obsesión es parecerse a una chica de la ciudad -me había dicho Luo-. Fíjate, ahora cuando habla imita nuestro acento.
Atribuimos la confección del sujetador a la inocente coquetería de una muchacha, pero no sé cómo pudimos olvidar las otras dos novedades de su guardarropa, ninguna de las cuales podían servirle en aquella montaña. Primero, había recuperado la chaqueta Mao azul, con tres botoncitos dorados en las mangas, que yo había llevado una sola vez, en nuestra visita al viejo molinero. La había retocado, acortado, y la había convertido en una chaqueta de mujer, que conservaba sin embargo cierto estilo masculino, con sus cuatro bolsillos y su pequeño cuello. Una obra encantadora pero que, por aquel entonces, sólo podía ser llevada por una mujer que viviera en la gran ciudad. Luego, le había pedido a su padre que.le comprara en la tienda de Yong Jing un par de zapatillas deportivas blancas, de un blanco inmaculado. Un color incapaz de resistir más de tres días el omnipresente barro de la montaña.
Recuerdo también el Año Nuevo occidental de aquella temporada. No era realmente una fiesta, sino un día de descanso nacional. Como de costumbre, Luo y yo habíamos ido a su casa. Estuve a punto de no reconocerla. Al entrar, creí estar viendo a una joven colegiala de la ciudad. Su larga trenza habitual, sujeta por una cinta roja, había sido sustituida por unos cabellos cortos, a ras de oreja, que le daban una belleza distinta, la de una adolescente moderna. Estaba terminando sus retoques a la chaqueta Mao. A Luo le alegró esa transformación que no esperaba. La ceguera de su gozo llegó al colmo durante la sesión de prueba de la deslumbrante obra que ella acababa de concluir: la chaqueta austera y masculina, su nuevo peinado, las zapatillas inmaculadas que sustituían a los modestos zuecos le conferían una extraña sensualidad, un aire elegante que anunciaba la muerte de la hermosa campesina algo torpe. Viéndola así transformada, Luo se zambulló en la felicidad de un artista al contemplar su obra concluida. Susurró a mi oído:
– Esos meses de lectura no han sido inútiles. El desenlace de esa transformación, de esa reeducación balzaquiana, resonaba ya inconscientemente en la frase de Luo, pero no nos puso en guardia. ¿Nos adormecía, acaso, la autosuficiencia? ¿Sobreestimábamos las virtudes del amor? ¿O, sencillamente, no habíamos captado lo esencial de las novelas que le habíamos leído?
Cierta mañana de febrero, la víspera de la enloquecida noche del auto de fe, Luo y yo, cada cual con un búfalo, labrábamos un campo de maíz recién convertido en arrozal. Hacia las diez, los gritos de los aldeanos interrumpieron nuestros trabajos y nos devolvieron a nuestra casa sobre pilotes, donde nos aguardaba el viejo sastre.
Su aparición, sin la máquina de coser, nos pareció ya de mal agüero, pero cuando estuvimos frente a él, su rostro, fruncido y surcado por nuevas arrugas, sus pómulos, que se habían vuelto salientes y duros, y sus enmarañados cabellos nos dieron miedo.
– Mi hija se ha marchado esta mañana, al amanecer -nos dijo.
– ¿Se ha marchado? -le preguntó Luo-. No comprendo.
– Tampoco yo, pero eso es lo que ha hecho.
A su entender, su hija había obtenido en secreto del comité director de la comuna todos los papeles y certificados necesarios para emprender un largo viaje. Sólo la víspera le había anunciado su intención de cambiar de vida, para ir a probar suerte en una gran ciudad.
– Le pregunté si vosotros dos estabais al corriente -prosiguió-. Me dijo que no y que os escribiría en cuanto se hubiera instalado en alguna parte.