Soltó una carcajada al ver que el fulgurante trueno de su voz me hacía dar un respingo. Diríase que era un auténtico señor, caprichoso.
– ¿Sabéis que en esta montaña nuestro sastre es el hombre que más lejos ha viajado? -nos preguntó uno de los porteadores.
– En mi juventud, incluso fui a Ya An, a doscientos kilómetros de Yong Jing -declaró el gran viajero, sin dejarnos contestar-. Mi maestro había colgado un instrumento de música como el vuestro, en la pared, para impresionar a los clientes.
Luego calló y su cortejo se alejó. Al acercarse a una curva, justo antes de desaparecer de nuestra vista, se volvió hacia nosotros y gritó de nuevo:
– ¡Vai-o-lin!
Sus porteadores y los diez campesinos que le acompañaban levantaron lentamente la cabeza y lanzaron un largo grito, tan deforme que más pareció un doloroso suspiro que una palabra en inglés:
– ¡Vai-o-lin!
Como una pandilla de chiquillos traviesos, rieron a carcajadas, como locos. Luego se inclinaron y se pusieron en marcha para proseguir su ruta. Muy pronto, la niebla devoró el cortejo.
Algunas semanas más tarde, penetrábamos en el patio de su casa. Un gran perro negro nos miró fijamente, sin ladrar, cuando entramos en la tienda. El viejo había salido de gira y pudimos conocer a su hija, la Sastrecilla, a la que pedimos que alargara cinco centímetros el pantalón de Luo, pues éste, aunque mal alimentado, presa de insomnios y angustiado con frecuencia por el porvenir, no podía evitar crecer.
Tras presentarse a la Sastrecilla, Luo le contó nuestro encuentro con su padre, entre niebla y lluvia, sin privarse de imitar, exagerándolo horriblemente, el mal acento del viejo. Ella soltó una carcajada jovial. En Luo, el talento de imitador era hereditario.
Advertí que, cuando reía, sus ojos revelaban una naturaleza primitiva, como la de las mujeres sencillas de nuestra aldea. Su mirada tenía el brillo de las piedras. preciosas en bruto, del metal no pulido, y el efecto era acentuado más aún por sus largas pestañas y los rabillos finos y levantados de sus ojos.
– No os enojéis con él-nos dijo-, es un viejo chiquillo.
De pronto, su rostro se ensombreció y bajó los ojos. Frotó con la yema del dedo la base de su máquina de coser.
– Mi madre murió demasiado pronto. Por eso sólo hace lo que le divierte.
El contorno de su rostro bronceado era neto, casi noble. Había en sus rasgos una belleza sensual, imponente, que nos hacía incapaces de resistir el deseo de permanecer allí, viéndola pedalear en su máquina de Shanghai.
La estancia servía al mismo tiempo de tienda, taller y comedor. El suelo de madera estaba sucio; se veían, un poco por todas partes, las huellas amarillas o negras de escupitajos que habían dejado los clientes y se adivinaba que no lo lavaban cada día. Los vestidos terminados estaban puestos en colgadores, suspendidos en una larga cuerda que atravesaba la estancia por el medio. Había también rollos de tejidos y vestidos doblados, amontonados en las esquinas, asaltados por un ejército de hormigas. El desorden, la falta de preocupación estética y una relajación total reinaban en aquel lugar.
Advertí un libro abandonado en una mesa, y me pasmó aquel descubrimiento en una región poblada por analfabetos; hacía una eternidad que no tocaba las páginas de un libro. Me acerqué enseguida, pero el resultado fue más bien decepcionante: era un catálogo de colores de tejidos, editado por una fábrica de tintes.
– ¿Lees? -le pregunté.
– No mucho -me respondió ella sin ningún complejo-. Pero no me toméis por idiota, me gusta mucho charlar con la gente que sabe leer y escribir, jóvenes de la ciudad. ¿No os habéis fijado? Mi perro no ha ladrado cuando habéis entrado, conoce mis gustos.
Parecía no desear que nos marcháramos enseguida. Se levantó de su taburete, encendió un fogón metálico instalado en el centro de la estancia, puso una marmita al fuego y la llenó de agua. Luo, que seguía con la mirada cada paso que daba, le preguntó:
– ¿Qué nos ofreces, té o agua hirviendo?
– Más bien lo último.
Era señal de que le gustábamos. En esta montaña, si alguien te invitaba a beber agua quería decir que iba a cascar unos huevos en el líquido hirviente y a añadir azúcar para hacer una sopa.
– ¿Sabes, Sastrecilla? -le dijo Luo-, tú y yo tenemos un punto en común.
– ¿Nosotros dos?
– Sí, ¿quieres que apostemos?
– ¿Que apostemos qué?
– Lo que quieras. Estoy seguro de que puedo demostrarte que tenemos un punto en común.
Ella reflexionó un instante.
– Si pierdo, te alargaré el pantalón gratuitamente..
– De acuerdo -le dijo Luo-. Ahora, quítate el zapato y el calcetín del pie izquierdo.
Tras un instante de vacilación, muy curiosa, lo hizo. Su pie, más tímido que ella, aunque muy sensual, nos reveló primero su línea bien recortada; luego, un hermoso tobillo y unas uñas relucientes. Un pie pequeño, bronceado, ligeramente diáfano, con venas azuladas.
Cuando Luo puso su pie, sucio, ennegrecido y huesudo, junto al de la Sastrecilla vi, efectivamente, una similitud: su segundo dedo era más largo que los demás.
Puesto que el camino de regreso era muy largo, partimos hacia las tres de la tarde para llegar a la aldea antes de que cayera la noche.
En el sendero, le pregunté a Luo:
– ¿Te gusta la Sastrecilla?
Prosiguió su camino, con la cabeza gacha, sin responderme enseguida.
– ¿Te has enamorado? -le pregunté de nuevo.
– ¡Es demasiado sencilla, al menos para mí!
Un brillo se desplazaba penosamente por el fondo de una larga galería exigua, de un negro intenso. De vez en cuando, el minúsculo punto luminoso oscilaba, caía, volvía a equilibrarse y avanzaba de nuevo. A veces, la galería descendía súbitamente y el fulgor desaparecía durante largo rato; entonces sólo se oía el chirriar de un pesado cesto arrastrado por el suelo pedregoso y unos gruñidos lanzados por un hombre a cada uno de sus esfuerzos; resonaban en la completa oscuridad, con un eco que llegaba a prodigiosa distancia. De pronto reapareció el fulgor, como el ojo de una bestia cuyo cuerpo, devorado por la oscuridad, caminase con paso flotante, como en una pesadilla.
Era Luo, que tenía una lámpara de aceite fijada en la frente con una tira de cuero, trabajando en una pequeña mina de carbón. Cuando el corredor era demasiado bajo, se arrastraba a cuatro patas. Iba completamente desnudo, ceñido por una correa de cuero que penetraba profundamente en su carne. Equipado con ese horrendo arnés, arrastraba un gran cesto en forma de barca, cargado con grandes bloques de antracita.
Cuando llegó a mi altura, lo relevé. Con el cuerpo desnudo también, cubierto de carbón hasta el menor pliegue de mi piel, empujaba el cargamento en vez de tirar, como él, con un arnés. Antes de salir de la galería había que trepar por una larga pendiente escarpada, pero el techo era más alto. Luo me ayudaba con frecuencia a subir, a salir del túnel y a veces a verter el contenido de nuestro cesto sobre un montón de carbón que había fuera. Una nube opaca de polvo se levantaba y nos envolvía cuando nos tendíamos en el suelo, completamente agotados.
Antaño, la montaña del Fénix del Cielo, como ya he dicho, era famosa por sus minas de cobre. (Tuvieron incluso el honor de entrar en la historia de China como generoso regalo del primer homosexual chino oficial, un emperador.) Pero aquellas minas abandonadas desde hacía tiempo estaban en ruinas. Las de carbón, pequeñas y artesanales, seguían siendo patrimonio común de todos los aldeanos, y eran explotadas aún, proporcionando combustible a los montañeses. Como los demás jóvenes de la ciudad, Luo y yo no pudimos escapar a esta lección de reeducación que iba a durar dos meses. Ni siquiera nuestro éxito en materia de «cine oral» nos sirvió para retrasar el plazo.
A decir verdad, aceptamos participar en aquella prueba infernal por deseo de «mantenernos en carrera», aunque nuestras posibilidades de regresar a la ciudad fuesen irrisorias y representasen sólo una probabilidad de «tres sobre mil». No imaginábamos que aquella mina iba a dejar en nosotros una huella tan oscura e indeleble, física y, sobre todo, moralmente. Hoy todavía, esas terribles palabras, «la pequeña mina de carbón», me hacen temblar de miedo.