A excepción de la entrada, donde había un tramo de unos veinte metros cuyo techo bajo era aguantado por vigas y pilares hechos con groseros troncos de árbol, sumariamente escuadrados y rudimentariamente dispuestos, el resto de la galería, es decir, más de setecientos metros de corredor, no disponía de protección alguna. Las piedras podían, a cada instante, caer sobre nuestras cabezas, y los tres viejos campesinos mineros, que se encargaban de excavar las paredes del yacimiento, nos contaban sin cesar accidentes mortales que se habían producido en el pasado. Cada cesto que sacábamos del fondo de la galería se convertía, para nosotros, en una especie de ruleta rusa.
Cierto día, durante el ascenso habitual por la larga pendiente, mientras los dos empujábamos el cesto cargado de carbón, oí que Luo decía a mi lado:
– No sé por qué, desde que estoy aquí se me ha metido una idea en la cabeza: tengo la impresión de que voy a morir en esta mina.
La frase me dejó sin voz. Proseguimos nuestro camino, pero me sentí de pronto empapado en sudor frío. A partir de aquel instante, me contagió su miedo de morir allí.
Vivíamos con los campesinos mineros en un dormitorio, una humilde cabaña de madera adosada al flanco de la montaña, encajónada bajo una arista rocosa que sobresalía. Cada mañana, cuando despertaba, escuchaba las gotas de agua que caían de la roca sobre el tejado hecho de simples cortezas de árbol, y me decía con alivio que no había muerto aún. Pero cuando abandonaba la choza, nunca estaba seguro de que fuese a regresar por la noche. La menor ocurrencia, por ejemplo una frase fuera de lugar de los campesinos, una broma macabra o un cambio de tiempo, adquiría, a mi modo de ver, una dimensión de oráculo, se convertía en el signo anunciador de mi muerte.
A veces, trabajando, llegaba a tener visiones. De pronto, tenía la impresión de caminar por un suelo blando, respiraba mal y, en cuanto advertía que podía ser la muerte, creía ver desfilando mi infancia a una velocidad de vértigo por mi cabeza, como se decía siempre de los moribundos. El suelo, como de caucho, comenzaba a estirarse bajo mis pies, a cada uno de mis pasos; luego, estallaba por encima de mí un ruido ensordecedor, como si el techo se derrumbara. Como un loco, reptaba a cuatro patas mientras el rostro de mi madre se aparecía sobre fondo negro ante mis ojos, muy pronto sustituido por el de mi padre. La cosa duraba unos segundos y la visión furtiva desaparecía: yo estaba en el corredor de la mina, desnudo como un gusano, empujando mi cargamento hacia la salida. Miraba al suelo: a la luz vacilante de mi lámpara de aceite, veía una pobre hormiga que trepaba lentamente, impulsada por la voluntad de sobrevivir.
Cierto día, hacia la tercera semana, oí de pronto que alguien lloraba en la galería; sin embargo, no vi a nadie, ni la menor luz.
No era un sollozo de emoción, ni el gemido de dolor de un herido sino, más bien, llantos desenfrenados, derramados junto a cálidas lágrimas en la oscuridad. Repercutidos por las paredes, esos llantos se transformaban en un largo eco que ascendía del fondo de la galería, se fundía, se condensaba y acababa formando parte de la oscuridad total y profunda. El que lloraba era Luo, sin duda alguna.
Al finalizar la sexta semana, cayó enfermo. El paludismo. Cierto mediodía, mientras comíamos bajo un árbol ante la entrada de la mina, me dijo que tenía frío. En efecto, unos minutos más tarde, su mano comenzó a temblar tan fuerte que no conseguía ya sujetar sus palillos ni su bol de arroz. Cuando se levantó para dirigirse al dormitorio y tenderse en la cama, caminaba con paso oscilante. Había en sus ojos algo difuso. Ante la puerta de la cabaña, abierta de par en par, gritó a alguien invisible que le dejara entrar. Aquello provocó las carcajadas de los campesinos mineros que comían bajo el árbol.
– ¿Con quién hablas? -le dijeron-. No hay nadie.
Aquella noche, a pesar de varias mantas y del inmenso horno de carbón que caldeaba la choza, siguió quejándose de frío.
Se inició una larga discusión en voz baja entre los campesinos. Hablaron de llevarse a Luo a orillas de un río y lanzarlo al agua helada de improviso. Al parecer, el choque iba a producir un inmediato efecto saludable. Pero la proposición fue rechazada por temor a que se ahogara en plena noche.
Uno de los campesinos salió y volvió a entrar con dos ramas de árbol en la mano, «una de melocotonero, la otra de sauce», me explicó. Los demás árboles no servían. Hizo que Luo se levantara, le quitó la chaqueta y las demás ropas y le azotó la espalda desnuda con las dos ramas.
– ¡Más fuerte! -gritaban los demás campesinos, a su lado-. Si lo haces suavemente, nunca expulsarás la enfermedad.
Las dos ramas chasqueaban en el aire, una tras otra, alternativamente. La flagelación, que se había tornado maliciosa, abría surcos rojo oscuro en la carne de Luo.
Éste, que estaba despierto, recibía los golpes sin especial reacción, como si asistiera en sueños a una escena en la que azotaran a otro. Yo no sabía lo que pasaba por su cabeza, pero tenía miedo, y la frasecita que me había dicho en la galería, unas semanas antes, volvía a mi memoria, resonando entre los desgarradores ruidos de la flagelación: «Se me ha metido una idea en la cabeza: tengo la impresión de que vaya morir en esta mina.»
Fatigado, el primer azotador solicitó que lo relevaran. Pero no se presentó candidato alguno. El sueño había recuperado sus derechos, los campesinos habían vuelto a la cama y querían dormir. Entonces, las ramas del melocotonero y del sauce cayeron en mis manos. Luo levantó la cabeza. Su rostro estaba pálido y de su frente brotaban finas gotas de sudor. Su mirada ausente se cruzó con la mía:
– Vamos -dijo con voz apenas audible.
– ¿No quieres descansar un poco? -le pregunté-. Mira cómo te tiemblan las manos. ¿No sientes nada?
– No -dijo levantando una mano y poniéndola ante sus ojos para examinarla-. Es cierto, estoy temblando y tengo frío, como los viejos que van a morir.
Encontré una colilla de cigarrillo en lo más hondo de mi bolsillo, la encendí y se la tendí. Pero escapó enseguida de sus dedos y cayó al suelo.
– ¡Mierda! Cómo pesa… -dijo.
– ¿Realmente quieres que te pegue?
– Sí, eso me calentará un poco.
Antes de azotarle, quise recoger primero el cigarrillo y darle una buena calada. Me agaché y tomé la colilla, que no se había apagado aún. De pronto, algo blanquecino atrajo mi mirada; era un sobre que estaba a los pies de la cama. Lo cogí. El sobre, en el que habían escrito el nombre de Luo, no estaba abierto. Les pregunté a los campesinos de dónde procedía. Uno de ellos contestó desde su cama que un hombre lo había dejado hacía unas horas, cuando vino a comprar carbón.
Lo abrí. La carta, de apenas una página, estaba escrita a lápiz, con una caligrafía densa unas veces, espaciada otras. Los trazos de los caracteres estaban a menudo mal dibujados, pero de aquella torpeza emanaba cierta dulzura femenina, cierta sinceridad infantil. Lentamente, se la leí a Luo:
Luo, contador de películas:
No te burles de mi caligrafía. Nunca estudié en un colegio, como tú. Bien sabes que la única escuela cerca de nuestra montaña es la de la ciudad de Yong Jing, y son necesarios dos días para llegar. Mi padre me enseñó a leer y a escribir. Puedes colocarme en la categoría de «terminados los estudios primarios».
Hace poco he oído decir que contabas maravillosamente las películas, con tu compañero. He ido a hablar con el jefe de mi pueblo y está de acuerdo en enviar dos campesinos a la pequeña mina, para sustituiros durante dos días. Y vosotros vendréis a nuestra aldea para contarnos una película.