Quería subir a la mina para anunciaros la noticia, pero me han dicho que allí los hombres van desnudos y que es un lugar prohibido para las muchachas.
Cuando pienso en la mina, admiro vuestro valor. Sólo espero que la galería no vaya a derrumbarse. Os he conseguido dos días de descanso, es decir, dos días menos de riesgo.
Hasta pronto. Saluda a tu amigo el violinista.
La Sastrecilla
8-07-1972
He terminado ya mi nota, pero pienso en algo divertido que debo contarte: desde vuestra visita, he visto a varias personas que tienen también el segundo dedo del pie más largo que el pulgar, como nosotros. Me decepciona, pero así es la vida.
Decidimos elegir la historia de La pequeña florista.
De las tres películas que habíamos visto en la cancha de baloncesto de la ciudad de Yong Jing, la más popular era un melodrama norcoreano cuyo personaje principal se llamaba «la chica de las flores». Se la habíamos contado a los campesinos de nuestra aldea y, al finalizar la sesión, cuando pronuncié la frase final imitando la voz en off, sentimental y fatal, con una ligera vibración en la garganta: «Dice el proverbio: un corazón sincero podría lograr que incluso una piedra floreciese. Y sin embargo, ¿no era bastante sincero el corazón de la chica de las flores?», el efecto fue tan grandioso como durante la auténtica proyección. Todos nuestros oyentes lloraron; ni siquiera el jefe del poblado, por muy duro que fuera, pudo contener la cálida efusión de las lágrimas que brotaban de su ojo izquierdo, marcado aún por las tres gotas de sangre.
Pese a sus recurrentes accesos de fiebre, Luo, que se consideraba ya convaleciente, partió conmigo hacia la aldea de la Sastrecilla con el ímpetu de un auténtico conquistador. Pero, por el camino, tuvo una nueva crisis de paludismo.
A pesar de los rayos del sol, que le cubrían el cuerpo con su fulgor, me dijo que sentía que el frío lo invadía de nuevo. Y cuando estuvo sentado junto al fuego que conseguí encender con ramas de árboles y hojas muertas, el frío, en vez de disminuir, se le hizo insoportable.
– Sigamos -me dijo levantándose. (Sus dientes rechinaban.)
A lo largo del sendero, oímos el rumor de un torrente, gritos de monos y otros animales salvajes. Poco a poco, Luo conoció la enojosa alternancia del frío y el calor. Cuando lo vi caminar vacilando hacia el profundo acantilado que se extendía bajo nuestros pies, cuando vi algunos terrones desprenderse a su paso y caer a tanta profundidad que era preciso esperar mucho tiempo antes de percibir el ruido de su caída, lo detuve e hice que se sentara en una roca para esperar a que su fiebre pasara.
Cuando llegamos a casa de la Sastrecilla, supimos que, por fortuna, su padre estaba otra vez de viaje. Como la visita precedente, el perro negro vino a olisquearnos sin ladrar.
Luo entró con el rostro más colorado que un fruto bermejo: deliraba. La crisis de paludismo había causado en él tales estragos que la Sastrecilla quedó impresionada. Hizo anular, de inmediato, la sesión de «cine oral» e instaló a Luo en su alcoba, en su lecho rodeado por una mosquitera blanca. Se enrolló la larga trenza en lo alto de la cabeza haciéndose un gran moño. Luego se quitó los zapatos rosados y, con los pies desnudos, corrió afuera.
– Ven conmigo -me gritó-. Conozco algo muy eficaz para eso.
Era una planta vulgar que crecía a orillas de un pequeño arroyo, no lejos de su aldea. Parecía un arbusto de apenas treinta centímetros de altura, con flores de un rosa vivo cuyos pétalos, que evocaban los de las flores del melocotonero, aunque más grandes, se reflejaban en las aguas límpidas y poco profundas del riachuelo. La parte medicinal de la planta eran sus hojas angulosas y puntiagudas, en forma de patas de ánade, y la Sastrecilla recogió muchas.
– ¿Cómo se llama esta planta? -le pregunté.
– «Trozos de cuenco roto.»
Las majó en un mortero de piedra blanca. Cuando estuvieron reducidas a una especie de pasta verdosa, untó con ella la muñeca izquierda de Luo que, aunque deliraba aún, recobró cierta lógica de pensamiento. Permitió que la Sastrecilla le vendase la muñeca, enrollándole una larga tira de lino blanco.
Al anochecer, la respiración de Luo se apaciguó, y se quedó dormido.
– ¿Tú crees en esas cosas…? -me preguntó la Sastrecilla con voz vacilante.
– ¿En qué cosas?
– Las que no son del todo naturales.
– A veces sí, a veces no.
– Parece que tienes miedo de que te denuncie.
– En absoluto.
– ¿Y entonces?
– A mi entender, no podemos creerlas por entero, ni negarlas por completo.
Pareció satisfecha de mi posición. Lanzó una ojeada a la cama donde dormía Luo y me preguntó:
– ¿Qué es el padre de Luo? ¿Budista?
– No lo sé. Pero es un gran dentista.
– ¿Qué es un dentista?
– ¿No sabes lo que es un dentista? El que cuida los dientes.
– ¿De verdad? ¿Quieres decir que puede quitar los gusanos ocultos en las muelas que duelen?
– Eso es -le respondí sin reírme-. Te diré incluso un secreto, pero debes jurar que no vas a contárselo a nadie.
– Te lo juro…
– Su padre -le dije bajando la voz- quitó los gusanos de las muelas del presidente Mao.
Tras un instante de respetuoso silencio, me preguntó:
– Si hago que vengan unas brujas para velar esta noche por su hijo, ¿se enojará?
Vistiendo largas faldas negras y azules, con los cabellos salpicados de flores y pulseras de jade en las muñecas, cuatro ancianas llegadas de tres aldeas distintas se reunieron, hacia medianoche, alrededor de Luo, cuyo sueño seguía siendo agitado. Sentada cada una de ellas en una esquina de la cama, lo observaban a través de la mosquitera. Era difícil decir cuál era la más arrugada, la más fea, la que asustaría más a los malos espíritus.
Una de ellas, sin duda la más retorcida, tenía en las manos un arco y una flecha.
– Te garantizo -me dijo- que el mal espíritu de la pequeña mina que ha hecho sufrir a tu compañero no se atreverá a venir aquí esta noche. Mi arco procede del Tíbet y mi flecha tiene punta de plata. Cuando la lanzo, es semejante a una flauta voladora, silba en el aire y atraviesa el pecho de los demonios, sea cual sea su poder.
Pero su avanzada edad y la hora tardía no ayudaron mucho. Poco a poco, comenzaron a bostezar. Y pese al té fuerte que nuestra anfitriona les hizo beber, el sueño se apoderó de ellas. La propietaria del arco se durmió también. Dejó su arma en la cama y luego sus párpados fláccidos y maquillados se cerraron pesadamente.
– Despiértalas -me dijo la Sastrecilla -. Cuéntales una película.
– ¿De qué clase?
– No tiene importancia. Sólo debemos mantenerlas despiertas…
Comencé entonces la sesión más extraña de mi vida. Ante la cama donde mi amigo había caído en una especie de sopor, conté la película norcoreana para una hermosa muchacha y cuatro viejas brujas iluminadas por una lámpara de petróleo que vacilaba, en una aldea encajonada entre altas montañas.
Me las arreglé como pude. En pocos minutos, la historia de la pobre «chica de las flores» captó la atención de mis oyentes. Hicieron incluso algunas preguntas; cuanto más avanzaba el relato, menos parpadeaban.
Sin embargo, la magia no fue la misma que con Luo. Yo no era un narrador nato. Yo no era él. Al cabo de media hora, «la chica de las flores», que se había deslomado para conseguir algo de dinero, llegaba corriendo al hospital, pero su madre había muerto ya, tras haber gritado desesperadamente el nombre de su hija. Una verdadera película de propaganda. Normalmente era el primer punto culminante del relato. Ya fuera en la proyección del film, ya en nuestra aldea, cuando la habíamos contado, la gente lloraba siempre en ese instante preciso. Tal vez las brujas estuvieran hechas de otra pasta. Me escuchaban atentamente, con cierta emoción, advertí incluso que un pequeño estremecimiento les recorría el espinazo, pero las lágrimas no acudieron a la cita.