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Decepcionado por mi falta de éxito, añadí el detalle de la mano de la muchacha temblando, los billetes resbalando de sus dedos… Pero mi auditorio resistía.

De pronto, del interior de la mosquitera blanca brotó una voz que parecía salida del fondo de un pozo.

– El proverbio dice que un corazón sincero puede hacer que florezca una piedra -vibró la garganta de Luo-. Pero decidme, ¿acaso el corazón de la «chica de las flores» no era lo bastante sincero?

Me impresionó más el hecho de que Luo hubiese pronunciado demasiado pronto la frase final de la película que su brutal despertar. Pero qué sorpresa cuando miré a mi alrededor: ¡las cuatro brujas lloraban! Sus lágrimas brotaban, majestuosamente, derribando las presas, transformándose en torrente sobre sus rostros gastados, agrietados.

¡Qué talento de narrador el de Luo! Podía manipular al público sencillamente cambiando de lugar una voz en off, incluso cuando estaba abrumado por un violento acceso de paludismo.

A medida que el relato avanzaba, tuve la impresión de que algo había cambiado en la Sastrecilla, y advertí que sus cabellos no estaban ya peinados en una larga trenza, sino sueltos en una lujuriante melena, unas suntuosas crines que caían sobre sus hombros. Adiviné lo que Luo había hecho, al pasear su enfebrecida mano fuera de la mosquitera. De pronto, una corriente de aire hizo vacilar la llama de la lámpara de petróleo y, en el momento en que se apagaba, creí ver a la Sastrecilla levantando una esquina de la mosquitera, inclinándose en la oscuridad hacia Luo y dándole un furtivo beso.

Una de las brujas encendió de nuevo la lámpara y seguí, durante mucho tiempo aún, contando la historia de la muchacha coreana. Las efusiones lacrimosas de las mujeres, mezclándose con los mocos que brotaban de sus narices y el ruido que hacían al sonarse, no cesaron ya.

Segunda parte

El Cuatrojos tenía una maleta secreta, que ocultaba cuidadosamente. Era nuestro amigo. (Recordadlo, he mencionado ya su nombre al relatar nuestro encuentro con el padre de la Sastrecilla.) La aldea donde era reeducado estaba más abajo que la nuestra en la ladera de la montaña del Fénix del Cielo. A menudo, por la noche, Luo y yo íbamos a cocinar a su casa cuando encontrábamos un pedazo de carne, una botella de alcohol o conseguíamos robar buenas verduras en los huertos de los campesinos. Lo repartíamos siempre con él, como si hubiéramos formado una pandilla de tres. Por eso, que nos ocultara la existencia de aquella misteriosa maleta nos sorprendió mucho más.

Su familia vivía en la ciudad donde trabajaban nuestros padres; su padre era escritor y su madre poetisa. La reciente caída en desgracia de ambos ante las autoridades concedía «tres posibilidades sobre mil» a su amado hijo; ni más ni menos que a Luo y a mí. Pero ante esta situación desesperada, que él debía a sus progenitores, el Cuatrojos, que tenía dieciocho años, era casi constantemente presa del miedo.

Con él, todo adquiría el color del peligro. Reunidos en su casa, alrededor de una lámpara de petróleo, teníamos la impresión de ser tres malhechores tramando alguna fechoría. Tomemos las comidas como ejemplo: si alguien llamaba a su puerta mientras estábamos envueltos por el olor y el humo de un precioso plato de carne cocinado por nosotros mismos, y que sumía a los tres hambrientos que éramos en un voluptuoso placer, eso le producía siempre un pánico extraordinario. Se levantaba, escondía de inmediato el plato de carne en una esquina, como si fuera producto de un robo, y lo sustituía por un pobre plato de verduras adobadas, espumosas y hediondas; comer carne le parecía un crimen propio de la burguesía de la que su familia formaba parte.

Al día siguiente de la sesión de cine oral con las cuatro brujas, Luo se sintió algo mejor y quiso regresar a la aldea. La Sastrecilla no insistió demasiado para que nos quedáramos en su casa, imagino que estaba muerta de cansancio.

Tras el desayuno, Luo y yo reemprendimos el solitario camino. En contacto con el aire húmedo de la mañana, nuestros rostros ardientes sintieron un agradable frescor. Luo fumaba al caminar. El sendero descendía lentamente, luego volvía a subir. Ayudé al enfermo con la mano, pues la pendiente era empinada. El suelo estaba blando y húmedo; por encima de nuestras cabezas, se entrecruzaban las ramas. Al pasar ante la aldea del Cuatrojos, lo vimos trabajar en un arrozal; labraba la tierra con un arado y un búfalo.

No se veían surcos en el arrozal irrigado, pues un agua calma cubría el barro puro, muy abonado, de cincuenta centímetros de profundidad. Con el torso desnudo, en calzones, nuestro labrador se desplazaba hundiéndose hasta las rodillas en el barro, tras el búfalo negro que arrastraba penosamente el arado. Los primeros rayos del sol herían sus gafas con su brillo.

El búfalo era de un tamaño normal pero tenía una cola de insólita longitud que removía a cada paso, como si lo hiciera adrede para tirar el barro y otras suciedades al rostro de su amable dueño, tan poco experimentado. Y a pesar de sus esfuerzos por esquivar los coletazos, un segundo de descuido bastó para que la cola del búfalo le golpeara de lleno el rostro y mandara sus gafas por los aires. El Cuatrojos lanzó un taco, las riendas escaparon de su mano derecha y el arado de su mano izquierda. Se llevó las dos manos a los ojos, lanzó gritos y aulló algunas vulgaridades, como si bruscamente hubiera quedado ciego.

Estaba tan encolerizado que no oyó nuestras llamadas, llenas de afecto y alegría por encontrarle. Sufría una grave miopía y ni siquiera forzando los ojos era capaz de reconocemos a veinte metros de distancia ni de distinguirnos de los campesinos que trabajaban en los arrozales vecinos y le tomaban el pelo.

Inclinado sobre el agua, metió en ella las manos y palpó el barro a su alrededor, como un ciego. Sus ojos, que habían perdido toda expresión humana, saltones, como hinchados, me daban miedo.

El Cuatrojos había debido de despertar el instinto sádico de su búfalo. Éste, arrastrando el arado, giró y volvió sobre sus pasos. Parecía tener la intención de pisotear las arrancadas gafas, o de romperlas con la puntiaguda reja del arado.

Me quité los zapatos, arremangué mis pantalones y entré en el arrozal dejando a mi enfermo sentado junto al sendero. Y, aunque el Cuatrojos no quiso que me mezclara en su búsqueda, ya complicada, fui yo quien, tanteando en el barro, pisé sus gafas. Por fortuna, no estaban rotas.

Cuando el mundo exterior volvió a resultarle claro y neto, el Cuatrojos se sorprendió al ver en qué estado había dejado a Luo el paludismo.

– ¡Estás hecho polvo, palabra! -le dijo.

Puesto que el Cuatrojos no podía abandonar su trabajo, nos propuso descansar en su casa hasta que regresara.

Su vivienda estaba en medio del pueblo. Poseía tan pocas cosas personales y estaba tan preocupado por demostrar su total confianza en los campesinos revolucionarios, que nunca cerraba la puerta con llave. La casa, un antiguo almacén de granos, estaba construida sobre pilotes, como la nuestra, pero con una terraza sostenida por gruesos bambúes, en la que ponían a secar los cereales, las verduras y las guindillas. Luo y yo nos instalamos en la terraza para aprovechar el sol. Luego, éste desapareció detrás de las montañas y empezó a hacer frío. Una vez seco el sudor, la espalda, los brazos y las flacas piernas de Luo se volvieron glaciales. Encontré un viejo jersey del Cuatrojos, se lo puse en la espalda y le enrollé las mangas alrededor del cuello, como una bufanda.

Sin embargo, siguió quejándose de tener frío. Regresé a la habitación, me acerqué a la cama y cogí una manta, y, de pronto, se me ocurrió mirar si había otro jersey en alguna parte. Debajo de la cama, descubrí una gran caja de madera, como un embalaje para las mercancías de poco valor, una caja del tamaño de una maleta, aunque más profunda. Varios pares de zapatillas deportivas, pantuflas estropeadas, cubiertas de barro y suciedad, estaban amontonados encima. Cuando la abrí a la luz de los rayos en los que bailaba el polvo, resultó que estaba efectivamente llena de ropa.