Hurgando en busca de un jersey más pequeño que los demás, que pudiera sentar bien al cuerpo delgaducho de Luo, mis dedos dieron de pronto con algo suave, flexible y liso, que me hizo pensar enseguida en unos zapatos de mujer, de gamuza.
Pero no; era una maleta elegante, de piel muy gastada pero delicada. Una maleta de la que brotaba un lejano aroma de civilización.
Estaba cerrada con llave por tres lugares. Su peso era bastante asombroso con respecto a su tamaño, pero me resultó imposible saber qué contenía.
Esperé a que cayera la noche, cuando el Cuatrojos quedó liberado por fin de su combate contra el búfalo, para preguntarle qué tesoro ocultaba tan minuciosamente en aquella maleta.
Ante mi sorpresa, no respondió. Mientras estuvimos en la cocina, permaneció sumido en un desacostumbrado mutismo y se guardó mucho de pronunciar la menor palabra sobre su maleta.
Durante la comida volví a poner la cuestión sobre el tapete. Pero tampoco habló entonces.
– Supongo que son libros -dijo Luo rompiendo el silencio-. El modo como la ocultas y la aseguras con cerraduras basta para revelar tu secreto: sin duda contiene libros prohibidos.
Un fulgor de pánico pasó por los ojos del Cuatrojos, y desapareció enseguida tras los cristales de las gafas mientras su rostro se transformaba en una máscara sonriente.
– Estás soñando, amigo -dijo.
Acercó la mano a Luo y la posó en su sien:
– ¡Dios mío, qué fiebre! Por eso deliras y tienes visiones tan idiotas. Escucha, somos buenos amigos, nos divertimos mucho juntos, pero si empiezas a decir tonterías sobre libros prohibidos, la jodimos…
Tras aquel día, el Cuatrojos compró en casa de un vecino un candado de cobre y tomó siempre la precaución de cerrar su puerta con una cadena que pasaba por el aro metálico de la cerradura.
Dos semanas más tarde, los «trozos de cuenco roto» de la Sastrecilla habían acabado con el paludismo de Luo. Cuando se quitó la venda que rodeaba su muñeca, descubrió en ella una ampolla, grande como un huevo de pájaro, transparente y brillante. Fue arrugándose poco a poco y, cuando ya sólo quedó una cicatriz negra en su piel, las crisis cesaron por completo. Hicimos una comida en casa del Cuatrojos para festejar su curación.
Aquella noche dormimos todos allí, los tres apretados en su cama, bajo la cual seguía estando la caja de madera, como pude comprobar, aunque ya no la maleta de cuero.
La redoblada atención del Cuatrojos y su desconfianza para con nosotros, pese a nuestra amistad, acreditaban la hipótesis de Luo: la maleta estaba sin duda llena de libros prohibidos. Hablábamos a menudo de ello, Luo y yo, sin conseguir imaginar de qué tipo de libros se trataba. (Por aquel entonces, todos los libros estaban prohibidos, salvo los de Mao y sus partidarios, y las obras puramente científicas.) Establecimos una larga lista de libros posibles: las novelas clásicas chinas, desde Los Tres Reinos combatientes hasta el Sueño en el Pabellón Rojo, pasando por el Jin Ping Mei, conocido por ser un libro erótico. Estaba también la poesía de las dinastías Tang, Song, Ming y Qin. Y también las pinturas tradicionales de Zu Da, de Shi Tao, de Tong Qicheng… Hablamos incluso de la Biblia, Las palabras de los cinco ancianos, un libro supuestamente prohibido desde hacía siglos, en el que cinco grandes profetas de la dinastía Han revelaban, en la cima de una montaña sagrada, lo que iba a suceder en los dos mil años por venir.
A menudo, después de medianoche, apagábamos la lámpara de petróleo en nuestra casa sobre pilotes y nos tendíamos, cada cual en su cama, para fumar en la oscuridad. Algunos títulos de libros brotaban de nuestras bocas; había en aquellos nombres mundos desconocidos, algo misterioso y exquisito en la resonancia de las palabras, en el orden de los caracteres, al modo del incienso tibetano, del que bastaba pronunciar el nombre, «Zang Xiang», para sentir su perfume suave y refinado, para ver los bastones aromáticos comenzar a transpirar, a cubrirse de verdaderas gotas de sudor que, bajo el reflejo de las lámparas, parecían gotas de oro líquido.
– ¿Has oído hablar de la literatura occidental? -me preguntó un día Luo.
– No demasiado. Ya sabes que mis padres sólo se interesan por su profesión. Al margen de la medicina, no conocen gran cosa.
– Con los míos pasa lo mismo. Pero mi tía tenía algunos libros extranjeros traducidos al chino antes de la Revolución cultural. Recuerdo que me leyó unos pasajes de un libro que se llamaba Don Quijote, la historia de un viejo caballero bastante chusco.
– ¿Y dónde están ahora esos libros?
– Se hicieron humo. Fueron confiscados por los guardias rojos que los quemaron en público, sin compasión alguna, justo al pie de su edificio.
Durante unos minutos, fumamos en la oscuridad, tristemente silenciosos. Aquella historia de literatura me deprimía profundamente: no teníamos suerte. A la edad en la que por fin habíamos podido leer de corrido, no quedaba ya nada para leer. Durante varios años, en la sección de «literatura occidental» de todas las librerías, sólo había las obras completas del dirigente comunista albanés Enver Hoxaa, en cuyas cubiertas doradas se veía el retrato de un anciano con corbata de colores chillones, el pelo gris impecablemente peinado, que te clavaba, bajo sus párpados entornados, un ojo izquierdo marrón y un ojo derecho más pequeño que el izquierdo, menos marrón y provisto de un iris rosa pálido.
– ¿Por qué me hablas de eso? -le pregunté a Luo.
– Bueno, estaba diciéndome que la maleta de cuero del Cuatrojos podía muy bien estar llena de libros de este tipo: literatura occidental.
– Tal vez tengas razón, su padre es escritor y su madre poetisa. Debían de tener muchos, del mismo modo que en tu casa y en la mía había muchos libros de medicina occidental. Pero ¿cómo habría podido escapar de los guardias rojos una maleta llena de libros?
– Bastaría ser lo bastante pillo para ocultados en alguna parte.
– Sus padres han corrido un riesgo enorme confiándoselos al Cuatrojos.
– Igual que los tuyos y los míos siempre han soñado que fuéramos médicos, tal vez los padres del Cuatrojos deseen que su hijo se haga escritor. Y creen que, para ello, tiene que estudiar a escondidas estos libros.
Una fría mañana de comienzos de primavera, grandes copos cayeron durante dos horas y, rápidamente, unos diez centímetros de nieve se amontonaron en el suelo. El jefe de la aldea nos concedió un día de descanso. Luo y yo fuimos enseguida a ver al Cuatrojos. Habíamos oído decir que le había sucedido una desgracia: los cristales de sus gafas se habían roto.
Pero yo estaba seguro de que no por ello dejaría de trabajar, para que la grave miopía que sufría no fuera considerada por los campesinos «revolucionarios» un desfallecimiento físico. Tenía miedo de que le tomaran por un holgazán. Seguía teniendo miedo de ellos, pues ellos decidirían algún día si estaba bien «reeducado», ellos eran quienes, teóricamente, tenían el poder de determinar su porvenir. En aquellas condiciones, el menor fallo político o físico podía serle fatal.