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– Usted también los tocaba, ¿no? -prosiguió Jack-. No sólo a los borrachos del sitio ese de la sopa, quiero decir, también a los leprosos, en ese hospital donde trabajaba.

Ella detuvo el coche y paró el motor antes de mirarle con aquellos ojos tranquilos y despiertos.

– Eso es lo que hay que hacer, Jack, tocar a la gente.

Se quedaron sentados en el coche fúnebre a la sombra de un viejo roble, mientras ella fumaba un cigarrillo y Jack pensaba que eso no era más extraño en una monja que su forma de vestir. Le había ofrecido uno, un Kool con filtro. Le dijo que había dejado de fumar tres años atrás.

– ¿En la cárcel?

– Cuando salí. Mientras estuve dentro no paré de fumar.

Antes de encenderlo le preguntó si le importaba, y él pensó en Buddy Jeannette en la suite del hotel, la noche en que cambió su vida: «¿Le importa si fumo?» Y se preguntaba si podía ocurrir lo mismo con una monja, después de haber visto la semana anterior dos películas en televisión en las que salían tipos con monjas en situaciones extrañas…

– Le he interrumpido. Ver esto me impresiona.

– Es mucho mayor de lo que uno cree que puede ser.

– Lo que debo recordar es que también es un hospital público.

– ¿Y por qué ha de recordar eso?

– Lo dirige el gobierno federal. Cualquiera que tenga un enchufe puede averiguar ciertas cosas.

– ¿Y…? -dijo él. Y esperó.

– No ve la relación, ¿verdad?

– Al principio usted creía que yo sabía cosas que en realidad desconocía. Bueno, pues si sigue bajo esa impresión, lo siento, pero no puedo ayudarla. Yo sólo soy el conductor, y ni siquiera estoy haciendo eso. -Quería mostrarle su irritación. ¿Por qué no? Era una hermana, pero no iba a dejar que le dejaran fuera para limpiar las huellas-. Quiere hacer creer al coronel que está muerta, eso puedo entenderlo; pero ¿por qué montar semejante bollo si él está en Nicaragua?

– No está en Nicaragua -contestó la hermana Lucy con voz tranquila, controlada-. Está en Nueva Orleans.

– ¿Ese tipo está luchando en la guerra y lo deja todo para venir a buscar a la chica que le… cómo lo ha dicho antes, le deshonró?

– Jack, era el agregado militar de la embajada de Nicaragua en Washington. Vino en el setenta y nueve a Miami, cuando cayó el gobierno de Somoza, y sabemos que estuvo en Nueva Orleans antes de volver a Nicaragua. Tiene amigos por aquí. Usted ya sabrá que están obteniendo toda clase de ayuda de Estados Unidos. -Hizo una pausa, y continuó-: ¿No lo sabía? -Frunció un poco el ceño. Soltó una bocanada de humo y volvió a hablar-. Lo que sabemos es que el coronel nos siguió hasta México y luego hasta aquí. Ahora está aquí, y ha investigado acerca de Amelita. No ha enviado flores, Jack; quiere matarla.

«Vaya con la monja.» Jack la vio aplastar el cigarrillo en el cenicero y cerrarlo.

– Hay un médico de aquí, del hospital, que pasó unos años en Nicaragua y entabló amistad con Rodolfo Meza…

– Aquel al que disparó el coronel…

– Al que asesinó. Cuando llegué con Amelita le conté toda la historia. Así que él conocía la situación, y se puso en contacto conmigo en cuanto se enteró de que el coronel había llamado preguntando por ella. Poco después vino un visitante, no el mismo coronel, sino un nicaragüense. La hermana Teresa Victor le dijo que no podía ver a nadie.

– ¿Y el hospital entero está metido en esto? ¿En lo que estamos haciendo?

– No, la administración no; parte del equipo médico. Creo que unos cuantos médicos y por supuesto las hermanas. No habrá certificado de defunción. Pero si alguien pregunta, las hermanas dirán que no pueden dar información sobre los fallecidos, aparte de que se la llevaron a una funeraria.

– Un momento…

– Entonces, todo lo que usted tiene que hacer es publicar un anuncio en la prensa dando a conocer que Amelita Sosa ha sido incinerada. Ella no conoce a nadie aquí, así que cualquiera que pregunte algo tiene que ser el coronel o alguno de los suyos.

– ¿Tengo que poner un anuncio en la prensa?

– ¿No es eso lo que suele hacerse? Yo lo pagaré.

– ¿En qué lío me está metiendo?

– No creo que haya ninguna posibilidad de que sufra daño físico -dijo ella.

– No es el daño físico lo que me preocupa.

– La hermana Teresa Victor habló con el señor Mullen… -Pero de repente no se sintió tan segura a ese respecto-. O al menos dijo que lo haría.

– ¿Le contó toda la historia a Leo?

– Quizá sin muchos detalles.

– O quizá sin detalle alguno. Eso que me está proponiendo, ¿no le parece que es ilegal?

– Un hombre ha jurado matar a una joven inocente y usted quiere discutir la legalidad, si le he entendido bien, de publicar una nota de defunción en el periódico.

Eso le gustaba, aquella oratoria inexpresiva.

– Bueno, no creo que te puedan meter en la cárcel por eso -dijo Jack.

– ¿Quién se iba a enterar?

– Tiene razón -asintió.

¿Qué más puedo decirle?

Pensó durante un momento y le preguntó, devolviéndole el tono inexpresivo:

– Si viera al coronel en este mismo momento, ¿qué le haría?

Ella le contestó, con la mínima insinuación de una sonrisa:

– Se lo está pasando bien, ¿verdad?

– No es eso -dijo Jack, con la misma sonrisa que ella-. ¿Cómo se llama el tipo ése, el coronel?

– Dagoberto Godoy.

– ¿Es más bien gordo y lleva un bigote estrecho?

– Lleva bigote, pero tiene buen tipo. Podría decirse que es guapo.

– Oh -dijo Jack.

Sacó a Amelita en un saco de plástico sobre una camilla mortuoria con ruedas, pasando junto a los coches vacíos que había en la parte trasera del edificio de la enfermería hasta llegar al coche fúnebre, que tenía la puerta de detrás abierta. Con la camilla pegada al estribo, dobló primero las patas anteriores, luego las posteriores, y la empujó hacia dentro. Bajó el pestillo de seguridad de la puerta y la cerró.

Jack miró a la hermana Lucy, con sus pantalones Calvin y sus tacones, que hablaba con el médico que había estado en Nicaragua y con dos hijas de la caridad una de las cuales, que tenía las piernas arqueadas, era la hermana Teresa Victor, que llevaba allí unos cincuenta años. Jack se quedó mirando unos instantes, con las manos unidas por detrás del traje oscuro, en actitud de paciente director de funeraria, pensando que la chica que había metido dentro del saco era bastante atractiva, no como las leprosas que había visto en algunas películas. La había tocado al subir la cremallera del saco, asegurándose de que no se enganchase con su camisa de flores. No había visto ninguna mancha en la cara ni en los brazos. Volvió a mirar a la hermana Lucy antes de dirigirse al lado del conductor y entrar en el coche. Cuando lo hubo puesto en marcha y calentado un poco, se abrió la puerta del lado derecho y entró la hermana Lucy.

– No quisiera meterle prisa, pero Amelita está ahí detrás, dentro del saco de plástico.

– ¡Oh, Dios mío!

La hermana Lucy se dio la vuelta.

– Todavía no. Cuando hayamos salido.

– ¿Puede respirar?

– Lo suficiente, supongo.

Apareció un coche que venía de la parte delantera de la enfermería y se puso detrás de ellos. Había tres coches aparcados en línea cuando pasaron junto a la puerta de entrada. Jack los miró por el retrovisor.

– Vale, ahora.

La hermana Lucy se dio la vuelta para abrir la separación de cristal y luego se giró del todo y se puso arrodillada.

– ¿Llega?

– Casi.

– Tire de la camilla.

– Ahora -dijo ella.

Entonces empezó a hablar en castellano con Amelita, inclinada sobre el asiento trasero, con la chaqueta levantada y la curva de su cadera dentro de los apretados tejanos muy pegada a él. Eso era distinto, desde luego. Echó un vistazo a su cadera, a su ajustada redondez, sin mirar abiertamente. Era ella quien le tocaba. ¿Qué haría si fuera él quien la tocase? Había formas y formas de tocar. Él podría tocar a las chicas que conocía cuando se inclinaban en el asiento y ninguna de ellas pensaría nada especial. Alguna quizá diría «¡Eh!», pero ninguna se sorprendería. No significaría nada. Un palmeo cariñoso. Tal vez un pellizquito.