Salió, bajó el pestillo de seguridad de la puerta y la cerró.
Los granjeros del otro lado de la carretera seguían abriendo cervezas al sol, mirando, y uno de ellos movió la cabeza para señalar, bromeando, con la visera de su gorra de tractorista. Intentaban alegrar una tarde de domingo en Saint Gabriel. Jack conoció a algunos granjeros en Angola que habían matado a algún tipo con una botella de cerveza, borrachos.
También había conocido a fulanos como el del rostro con gafas de sol y que le parecía criollo, que seguía delante del coche fúnebre, dándose la vuelta para mirarle a medida que se acercaba. Solían ponerse igual en el patio de recreo, esperando a que apareciese algún novato para dirigirle aquella mirada dura que significaba que no se iban a apartar. «Pasa por mi lado.» Pero sabía que quien lo hiciera podía cogerse las pelotas, porque ya las había perdido. Podía pasar al lado de éste; no pasaba nada por probarlo. Pero no había que pasar al lado de los del patio si podías pasar por encima de ellos, o bien si usabas la cabeza. Si ya sabías que intentaban pasarse contigo tenías que ser más listo que ellos, como mínimo más listo que el noventa y cinco por ciento de los prisioneros…
Más listo que aquellos dos gilipollas que le miraban de aquella forma tan familiar. Joder, esperaba serlo, si algo de valor había aprendido en aquellos treinta y cinco meses. Una buena regla era que siempre que uno estuviese con individuos de cuya intención dudaba, lo primero que tenía que hacer era buscar una forma de escaparse o algo con que pegarles.
Asintió y sonrió al tipo que parecía criollo, el de pelo alisado, al pasar junto a él.
– ¿Qué tal, colega?
Y luego se dirigió al de las gafas de sol, que se apartaba del coche:
– Esto no me había pasado nunca en todo el tiempo que llevo en este negocio.
Siguió andando hacia la gasolinera.
– ¿Eh, dónde va? -dijo el fulano. Detrás de él se acercaba también el tipo de aspecto criollo.
Jack se detuvo ante la puerta, se volvió y dijo:
– Necesito algo.
El de las gafas de sol se le acercó y dijo:
– No. No puede entrar ahí, mire. -Se adelantó a Jack e intentó girar el pomo de la puerta de cristal con marco de madera-. ¿Lo ve? No puede entrar.
– Sí, supongo que tiene razón -contestó Jack. Miró alrededor, frunciendo el ceño, y añadió-: Mierda, ¿y ahora qué hago? Tengo que ir al lavabo y la llave está ahí dentro. ¿Lo ve? Sobre la mesa. Está atada a un pedazo de madera para que nadie la robe. Como las llaves del lavabo son tan valiosas…
El rostro con gafas de sol dijo:
– Vaya a cualquier otro sitio. Para usted eso no es ningún problema.
Estaban cerca el uno del otro. Jack, con voz tranquila, dijo:
– Me parece que los dos tenemos un problema. Usted quiere la llave de mi coche, y yo quiero la llave del lavabo. Vaya par de desesperados, ¿no? Desesperados. ¿Entiende lo que le digo? -El rostro con gafas de sol le miraba sin contestar-. Sólo que yo estoy más desesperado que usted, colega. Si no lo cree, se lo demostraré.
Jack se dio la vuelta y se puso de cara a la puerta. Dio un paso corto para situarse, con los ojos fijos en el adhesivo de vidette alarm systems, y golpeó la superficie de una barra oscura que había al otro lado del cristal.
El sonido de la alarma antirrobo fue tan fuerte e inmediato que casi no tuvo tiempo de oír cómo se rompía el cristal. Sonaba incluso más fuerte de lo que esperaba. Miró alrededor y vio que el tipo de las gafas de sol se alejaba. El que parecía criollo no se movía, y el otro tuvo que llamarle con gestos. Jack vio cómo corrían, se dio la vuelta, y allí estaba la hermana Lucy, con el rostro pegado a la ventana, mirando. Y por detrás del coche fúnebre, los granjeros del otro lado de la carretera levantaban la cabeza para seguir al Chrysler negro cuyas ruedas chirriaban al arrancar, pasando de la sombra a la luz y desapareciendo en dirección a la interestatal. Jack también miró, pensando que habría otras carreteras para llegar a casa, con lavabos en el camino. No se había sentido tan bien desde… no podía recordar cuándo.
La hermana le miró con otros ojos cuando se volvió a sentar tras el volante. No exactamente con los ojos en blanco, pero como sorprendida, con los labios separados, mirándole con algo que a él le gustaba pensar que era sorpresa admirativa. No dijo ni una palabra. Él tampoco habló hasta que se hubieron alejado del sonido agobiante de la alarma y pudo mirarla con su sonrisa de buen chico:
– Por eso sólo entraba en habitaciones de hotel.
5
Nada más tomar la calle Camp, Jack vio el largo Cadillac blanco aparcado frente al sitio de la sopa.
Inmediatamente intentó hallar alguna salida ocurrente, un comentario ligero e improvisado. Si hubiera estado con Helene, habría dicho lo primero que se le ocurrió: «¡Vaya! Pues sí que cocina bien.» Pero con Lucy tenía que esforzarse más.
Pero entonces, cuando vio que ella miraba el coche sin sorprenderse en absoluto, la curiosidad le impidió concentrarse. Así que no dijo nada. Circuló por la calle de un solo sentido hasta dejar el coche fúnebre detrás del cochazo. Luego, justo al mismo tiempo que la hermana Lucy decía «Es mi padre», salió del coche un negro con traje marrón de chófer.
Eso le brindó a Jack otra oportunidad de improvisar una salida. Una era obvia. Pero se contuvo, pensando que si su padre se movía en un coche de aquel tamaño, la monja debía de pertenecer a una familia muy rica. Lo cual no sabía antes. Pero eso explicaba por qué había comprado aquel Volkswagen en Nicaragua, algo que no había dejado de preguntarse. Sólo que ella debía de haber hecho el voto de pobreza al mismo tiempo que los de castidad y obediencia… Y ya era demasiado tarde para pensar en alguna salida inteligente. La hermana Lucy había salido del coche y su padre había aparecido.
Se apeó de un salto del coche, rápido y ágil como esos hombres que llegan a los cincuenta y siguen teniendo un carácter muy infantil.
Jack advirtió su energía, y luego apreció su seguridad en su postura relajada: los brazos abiertos para recibir a su hija, la cabeza levantada, manteniendo la actitud mientras la llamaba. «Aquí está mi niña. Sor, tengo que decírtelo, estás maravillosa.» Parecía fácil de clasificar, viéndolo salir de aquel cochazo, con su chaqueta de piel de becerro, sus tejanos hechos a medida y sus botas de vaquero. Pero Jack no estaba muy seguro de si parecía una estrella del rodeo retirada o un productor de cine. Había visto productores de cine en Nueva Orleans, los había visto en el Quarter y había pensado, mierda, que eso era lo que él tenía que haber sido, actor.
Resultaba extraño ver a la hermana Lucy acogerse en los brazos de un hombre y besarle en la mejilla. Él la abrazó, palmeándole la espalda con sus manos, grandes para un hombre de su estatura, en las que brillaba un anillo que Jack observó para poderlo valorar. Ahora hablaban entre sí -ella no había heredado la nariz de él- y el padre la tomaba del brazo.
Jack se dio la vuelta para abrir la separación de cristal. Se veía la coronilla de Amelita, cuyo cuerpo seguía encajado en el saco de plástico.
– ¿Estás bien?
Ella murmuró algo y Jack vio que se movía.
– Aguanta, no queda mucho.
Amelita parecía una chica muy paciente. No tenía ojos de Bambi. Pero eran muy bonitos, de un castaño líquido.
El plan era dejar a Lucy para que pudiera coger su coche. Ella había dicho «mi coche», lo cual parecía extraño, no acorde con el voto de pobreza; ésa era otra de las muchas cosas que algún día tendría que preguntarle. Él llevaría a Amelita a la funeraria y la hermana Lucy llamaría más tarde para instruirle acerca del siguiente paso. Leo llegaría a las siete. En aquel momento eran las…
La hermana Lucy se estaba acercando a él, y su padre les miraba. Jack salió a su encuentro.