Parecía fascinada por la tela plisada de la almohada.
Jack hizo una pausa. Luego dijo:
– Amelita, pero ahora, según tengo entendido, quiere matarte.
– Eso le dijo ella, ¿verdad? Sí, estaba tan enfadado que se creía que iba a coger la lepra, pero no la cogerá. No se pega de esa forma, ¿sabes?, como esa enfermedad que ahora es tan popular, o como el chancro. Alguien tiene que explicarle a Bertie que no la cogerá. Aunque he oído que el comandante Edén Pastora, que también está con los contras, tiene la lepra de montaña, pero no sé qué clase es ésa. A lo mejor es sólo por picaduras de insectos.
– Espera, ¿vale? -dijo Jack-. Ese individuo te raptó. Quiero decir, antes. Te desapareció, llegó por la noche y se te llevó a la montaña. ¿No es verdad?
– Sí, claro. -Se volvió hacia él con mirada de sorpresa-. Quiere que esté con él. -Su mirada se suavizó al seguir hablando-. Cuando te gusta mucho una chica, ¿no quieres que esté contigo? Tú tienes novias, me juego algo a que tienes varias. -Sonrió, acercándose-. Un tipo guapo, que lleva ropa cara… -Cogió la corbata rayada de siete dólares entre sus dedos, para apreciarla-. He visto tus bonitas habitaciones, con una gran nevera en la que hay cerveza y una botella de vodka. Seguro, me juego algo a que traes chicas por la noche. A lo mejor se quedan a dormir… Oh, pareces sorprendido. En Managua conocí a algunos chicos norteamericanos que hacían eso, que abrían mucho los ojos. «¿Quién, yo?» Como niños pequeños. Creo que eso sólo lo hacen los norteamericanos, pero no estoy segura. Quieren hacerte creer que siempre son muy buenos. Pero tú traes chicas aquí, ¿no? Dime la verdad.
– Alguna vez lo he hecho.
– Dime otra cosa, ¿vale? ¿Te has metido alguna vez en uno de éstos con una chica?
– ¿Lo dices en serio? -preguntó Jack.
– Me lo preguntaba. Es tan bonito y suave…
Volvió a tocar el interior de beige leonado.
– Amelita, eso es un ataúd.
– Ya sé lo que es. Pero nunca había visto uno por dentro, ni lo había tocado. Es como una cama pequeña, ¿eh?
– ¿Por qué no vamos a sentarnos, con un poco de calma?
Ella le dedicó una mirada maliciosa por encima del hombro.
– ¿En tu habitación? Sí, creo que no estaría mal.
Se quedó pensativo un momento y dijo:
– Si fuera yo quien te hubiese sacado de la situación en que estabas…
– ¿Qué?
– Pensaría muy seriamente en devolverte.
Ella frunció el ceño.
– ¿Estás enfadado conmigo? ¿Por qué?
No, en realidad no lo estaba. Pero sólo dijo:
– Vamos.
Y apagó las luces de la habitación de selección de ataúdes. Fueron por el vestíbulo, pasaron por delante de su habitación y de la sala de preparación y llegaron al despacho de Leo.
– La hermana Lucy se pondrá en contacto con nosotros en cuanto esté libre. Si no, tendrás que dormir ahí.
Señaló un sofá desvencijado, tan viejo como Mullen e Hijos. Amelita se sentó en él y dijo:
– ¿Por qué la llamas así?
– ¿Qué? -dijo Jack, contemplando el desorden que había en la mesa de Leo, llena de cartas, facturas y papeles para recados telefónicos, intactos. Nada nuevo.
– Digo que por qué la llamas hermana Lucy. Ya no es hermana. Es sólo Lucy. O Lucy Nichols, si quieres utilizar el nombre completo.
Jack alzó la vista y se quedó mirando a la chica, que estaba sentada en el desvencijado sofá de Leo. Tardó un tiempo en reaccionar.
– ¿De qué estás hablando? ¿Que ya no es hermana? Yo la he llamado así… -Se tomó otro instante para pensarlo-. Sí, seguro que la he llamado así y no ha dicho que no lo fuera.
– A lo mejor es porque está acostumbrada.
– Y todos los tipos de la misión, cuando he ido a recogerla, la llamaban hermana. Y Leo, el fulano para quien trabajo…
Jack hizo una pausa. No estaba seguro de que pudiera contar a Leo. A lo mejor había dado por hecho que era una monja porque había estado en una misión de Nicaragua.
– No sé de quién me hablas, pero sí sé que ya no es monja. Lo dejó. ¿Crees que puede ser una hermana, vestida así, con esos pantalones Calvin? Yo me compraré unos cuando vaya a Los Ángeles.
– Ya me extrañaba a mí.
– Seguro, en cuanto llegue.
– ¿Cómo lo sabes? ¿Te lo dijo?
– Cuando salimos de Nicaragua en el coche. Me dijo: «No voy a seguir siendo monja. No puedo más.»
– ¿Eso dijo?
– Te acabo de decir que lo dijo.
– Quiero decir… ¿estás segura?
Amelita se encogió de hombros.
– Pregúntaselo a ella, si no me crees. -Repasó el despacho con la mirada, hasta llegar a la licencia funeraria de Leo, colgada en la pared, y luego volvió a mirar a Jack, que estaba de pie junto a la mesa-. Cuando era monja era muy buena. Era la mejor de todo Sagrada Familia.
– ¿Y ahora piensas que no lo es?
– Sí, pero es distinta. Creo que le pasa algo.
Cuando por fin llamó, dijo:
– ¿Jack? Soy Lucy.
Él esperó, y ella volvió a preguntar:
– ¿Jack?
– ¿Que tal la comida?
– Me gustaría explicárselo.
– ¿Camarones hervidos y cerveza?
– Puede ser que no vuelva a ver a mi padre. ¿Cómo está Amelita?
– Está bien. ¿Qué ha pasado?
– De verdad que me gustaría explicárselo. -Era su misma voz, pero sonaba distinta, más tensa, aunque la controlaba-. Si pudiera traer a Amelita aquí… Estoy en casa, en casa de mi madre, en el número 101 de la calle Audubon, en la parte de arriba del parque.
– Sí, sé dónde está. ¿Está sola?
– El ama de llaves está aquí, Dolores… Si pudiese venir enseguida… Pero no con el coche fúnebre. Por si acaso…
– No, tengo un coche -contestó él.
Esperó un momento, y por primera vez dijo:
– ¿Lucy?
– ¿Qué?
– Ahora vamos.
6
Lo condujo a través de un recibidor lleno de retratos deslucidos y fotografías enmarcadas de bailes de carnaval, y luego por el cuarto de estar y por el comedor, oscuros y serios, hasta una sala brillante cuya atmósfera resultaba súbitamente tropical al mirar las paredes, empapeladas con fulgor de plátanos verdes y dorados. La luz de la lámpara se reflejaba en una fronda verde y en los almohadones verdes del sofá, e iluminaba un ventilador en el techo, las macetas con helechos y un mueble bar lleno de botellas que reposaban sobre un cristal de color. En la mesita de café, de mimbre, había un vaso de jerez. Lucy se mostraba tranquila, cortés. Llevaba una blusa blanca, pantalones marrones y sandalias. Le dijo que se sirviera algo si quería, y le preguntó sí estaba seguro de no tener hambre -mientras él se servía un vodka con hielo-, porque Dolores estaba preparando algo para Amelita y no habría ningún problema. Negó con la cabeza. Le dijo que Dolores acababa de llegar de la iglesia. Le explicó que Dolores iba a la Iglesia Bautista Africana de Esplanade desde siempre. También que Dolores solía ensayar himnos y que a su madre le molestaba oír cánticos protestantes en su casa.
Jack bebió un trago, la miró y dijo:
– Tú ya no eres monja.
– No, no lo soy -contestó ella.
– Te llamé «hermana».
– Una o dos veces.
– Pareces distinta.
Ella pareció sonreír.
– Quiero decir, desde esta tarde.
Concentrándose en su bebida, ella dijo:
– Déjame probarla. -Bebió un trago de vodka y le miró, con el labio inferior temblándole al tragar. Luego agitó la cabeza-. Sigue sin gustarme.
– ¿Estás volviendo a probar cosas distintas?
– El día en que volví a Nueva Orleans llamé a mi madre para que me diera el nombre de un peluquero. Después de dudarlo durante un año, había decidido hacerme la permanente. Rizarme el pelo y cambiar de imagen. Sentía que lo necesitaba para animarme. Así que pedí hora… Pero cuando estuve sentada en la silla y me miré en el espejo, me di cuenta de que una permanente no bastaba.