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– ¿Para qué?

– Quiero decir que no era necesario. Ya había cambiado. Has dicho que parecía distinta. Lo soy; no soy la misma persona que era hace años, o esta tarde, ni la misma persona que voy a ser desde ahora.

Estaba lo suficientemente cerca como para tocarla; no parecía tan alta como por la tarde, con tacones. Dijo:

– Creo que tomaste una decisión adecuada. Así es como tiene que ser el cabello, natural. -Pensó un instante y siguió-: El día en que salí de Angola y volví a casa, lo primero que iba a hacer era vestirme y acercarme al bar del Roosevelt, como si no me hubiese ido. Pero no lo hice. Me concedieron la libertad condicional al mismo tiempo que a un amigo mío llamado Roy Hicks. -Jack notó que empezaba a sonreír-. Roy tenía una forma de mirar, con frialdad, como si nada le importara, pero como si te estuviera preguntando si querías morir. Tampoco es que fuese muy fuerte.

Lucy empezó a sonreír porque lo hacía él, pero la sonrisa no le llegaba a los ojos.

– Pensaba que habías dicho que erais amigos.

– Lo éramos. Roy me enseñó a vivir en la cárcel. No, a mí no me miraba de aquella manera, era a quienes se le echaban encima o le ponían nervioso… ¿sabes qué quiero decir?

– Creo que sí.

Empezó a sonreír otra vez, porque sabía lo que iba a explicar a continuación y estaba seguro de que Lucy le iba a devolver la sonrisa. Eso le daba valor: no estaba mal hacer una pequeña demostración, asumir con ella un papel cómodo, natural; experimentar la sensación de que podía decirle lo que quisiera.

– Llegamos a Nueva Orleans y Roy me dijo que tenía que atender unos negocios y que quería que le acompañase. Cogimos un taxi hasta la zona de viviendas, ¿sabes?, la de Rampart. Llegamos a una puerta, Roy golpea con el puño… Me olvidaba de explicar que Roy Hicks había sido policía de Nueva Orleans, pero eso es otra historia.

– ¿Y qué hacía en la cárcel?

– A eso me refiero cuando digo que es otra historia: una buena historia. Estábamos en esa zona de viviendas. Me pareció reconocer al negro que abrió la puerta. No nos invitó a entrar, pero nos conoció y nos dejó pasar y vi que había otros tres negros sentados dentro. Aquel lugar, como supe luego, era un centro de venta de drogas. Estaba pensando qué hacía yo allí dentro cuando Roy le dijo al negro que lo llevaba: «Choca esos cinco, colega.» Pero el tipo no quería. Entonces estuve seguro de que lo conocía: había estado en Angola y lo habían soltado unos seis meses antes que a nosotros. Tenía un alambique dentro de la prisión y hacía un brebaje casero con una mezcla de frutas, arroz, pasas, y todo lo que encontrara. Era horrible. Lo vendía y le daba una parte a Roy, algo así como la mitad, porque Roy le había dado permiso para hacerlo. -Vio que Lucy fruncía el ceño y siguió explicando-: Roy dirigía nuestro dormitorio, en Big Stripe, una penitenciaría de seguridad media. -No sabía qué más decirle-. Así es como funciona, es parte de la estructura social.

»… De cualquier forma, Roy le dijo: “Choca esos cinco, colega.” Lo dijo un par de veces más, y al final el tipo alargó la mano. Roy la coge, le hace una llave y le saca un revólver de los pantalones, un treinta y ocho, con los otros tres allí sentados, mirando. Roy le dijo al tipo que tenía sujeto con la llave que se había ido debiéndole dinero y que, con los intereses, ya eran dos mil dólares. El tipo le dijo que estaba loco, ¿no se daba cuenta de que ya estaban fuera? Aquel trato ya se había acabado. Roy le dijo: “No se acabará hasta que yo lo diga. Paga, colega”, sin levantar la voz para nada, ni amenazarle, y aquel tío al final le dio el dinero. -Lucy le estaba mirando.

– Increíble.

– ¿Entiendes? el tipo podía deberle unos cuantos pavos, pero aquello era un chantaje. O, por la pistola, podría decirse que era un atraco ligeramente disimulado. Nos metemos en el taxi y le pregunto a Roy si se ha vuelto loco. Va y dice: «Es como cuando te caes de una bicicleta. Tienes que volver a montarte enseguida.» Y yo le dije: «Sí, nos hemos caído, pero no me parece que atracar un centro de venta de drogas sea volver a lo que hacíamos antes.» Porque ninguno de los dos, estrictamente hablando, había participado antes en ningún atraco a mano armada. Roy dijo: «¿Qué más da que el artículo que quebrantes sea el B o el E, o el que prohíbe ir armado? ¿Crees que vas a poder vivir como un ciudadano normal?» Le dije que había tomado la firme decisión de intentarlo. Y dijo: «Bueno, pues toma, para empezar.» Contó la mitad del dinero, unos mil pavos, y me lo pasó.

– Increíble -repitió Lucy.

– Estaba pensando que basta una escena como ésa para que se te rice el pelo si no quieres pagar una permanente.

Lucy alzó los ojos.

– Ahora lo llevas bastante estirado.

– Sí, bueno, es de trabajar en la funeraria y ver cosas inesperadas; eso te lo va estirando.

– ¿Qué hace ahora tu amigo Roy?

– Es camarero. Trabaja en el Quarter.

Ella le cogió el vaso y le sirvió otro vodka antes de volver a mirarle.

– Sentémonos. Quiero explicarte algo.

– Cuando mi padre levantó su nuevo edificio de oficinas en Lafayette, me lo ha explicado en la comida, le iba a costar poco más de tres millones de dólares. Pero tenían que talar un roble vivo que contaba ciento cincuenta años. Así que mi padre cambió los planos. Construyó el edificio con una planta angular, alrededor del árbol, y le costó medio millón más… ¿Qué crees que dice eso de él?

La habitación estaba silenciosa. Jack notaba el vodka, una agradable sensación bajo aquella luz. Le gustaba aquella silla de mimbre con amplios almohadones; uno podía quedarse dormido en ella. Lucy esperaba, no muy lejos de él, en el extremo del sofá que había junto a su silla, con las piernas cruzadas. Se inclinó hacia delante para coger su jerez, él pensó distintas contestaciones, movió el brazo lentamente, levantó el vaso y se quedó mirando un plátano antes de dar un trago.

– Que le gusta la naturaleza.

– ¿Y por eso está contaminando el golfo?

– Creía que vendía helicópteros.

– Está metido en el negocio del petróleo. Lo ha estado toda su vida. Mi madre le llama «El Crudo de Tejas». Los hombres de su familia vestían trajes de lino blanco y eran dueños de plantaciones de caña de azúcar en Plaquemines.

– No sé mucho de medio ambiente -dijo Jack. Podía haberse quedado dormido tan sólo cerrar los ojos-. O… ¿cómo es esa otra palabra? Ecología. Estoy un poco flojo en esas materias.

– Tú consideras a mi padre un buen tipo.

– Creo que intenta serlo. Ésa es la impresión que quiere dar, la de que es un chico más.

– Al menos sabes que no es sólo el bueno del viejo Dick Nichols. Él es la empresa Dick Nichols. Canta canciones Cajun, come ardillas y cola de cocodrilo, pero también ha ido a la Casa Blanca a almorzar, dos veces. Le encanta la naturaleza, siempre que él y sus amigos puedan sacarle petróleo, y el árbol le importa un comino. Lo utilizará. Será el tipo del Club del Petróleo que tiene un árbol que le costó medio millón de dólares. No un yate, o un avión. Eso lo tienen todos, incluso mi padre. Pero él tiene también un árbol.

– Bueno, ser rico está bien.

– Y poder comprarte lo que quieras -añadió Lucy-. Mi padre vino a visitarme a Nicaragua, hace siete años. Llega un cochazo de la embajada, un Cadillac negro enorme, y sale mi padre, la última persona que hubiera esperado ver allí. Sólo que le encanta sorprender y actuar de modo casual. «Eh, sor, ¿cómo estás? Hace buen día, ¿no?» Sabe que es espontáneo, o sea, que es divertido. Le enseñé el hospital y pareció interesado, estuvo cordial. Pero hizo como que no veía a los leprosos, a los que estaban inválidos o desfigurados.