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Cullen y Jack Delaney andaban por un ancho pasillo, pasando junto a puertas abiertas de las que salía el ruido de la televisión, que llegaba hasta la sala del asilo. Cullen llevaba un albornoz aterciopelado encima de la camisa y los pantalones, e iba pasando la mano por la barandilla fijada a la pared; Jack se sentía tenso, reteniéndose para mantener el lento paso de Cullen. A Jack le pareció que el pasillo olía a retrete.

Se acercaron a una mujer postrada en una silla de ruedas. Jack vio que extendía la mano, una mano que parecía una garra en la que se marcaban las venas y manchas en la piel. Se deslizó junto a ella con un giro de cadera y vio a otra que esperaba, también en silla de ruedas.

– ¿Qué quiere decir «gente de tu edad»?

– Tengo sesenta y cinco. Mary Jo cree que eso ya es ser viejo.

Jack tocó la manga del albornoz aterciopelado de Cullen.

– ¿Para qué llevas esto?

– No me puedo arriesgar. Llevo el albornoz y me muevo despacio para parecer enfermo. A ti te concedieron la libertad condicional. A mí, un permiso médico. Lo llaman «descarcelamiento» en vez de fin de condena. Es para que suene oficial. Pero no sé si me pueden volver a encerrar si estoy bien.

– Cully, si te dieron un permiso firmado, estás fuera. ¡Por Dios, si tuviste un infarto!

– Sí, y me llevaron al Charity con grilletes en los pies y esposas en las manos y un cierre de seguridad sobre las esposas por si acaso intentaba abrirlas mientras estaba allí tumbado con la máscara de oxígeno, intentando recuperar la respiración. Mientras estuve en el hospital me tuvieron sujeto a la cama con cadenas y grilletes, hasta que me pusieron el marcapasos. Así es como lo hacen. No importa lo mal que estés.

Llegaron a la sala, que era como el atrio de una iglesia, con el suelo embaldosado, muebles desvencijados y carteles dibujados a mano pegados en la pared de cemento; un puñado de cabezas grises, algunas de ellas dormidas, y otras viendo la televisión.

– Hospital General -dijo Cullen-. Es su favorita. A mí me gusta El joven y el inquieto, porque se meten en historias.

Jack acompañó a Cullen hasta un sofá. A su lado había una mesa de arce, con un cenicero lleno de colillas. Cuando Jack sacó su paquete de cigarrillos, Cullen dijo:

– Dame uno. ¿Kool, eh? Tanto me da; mierda, tendría que dejarlo, pero de algo hay que morirse. Cuando me puse enfermo allí, escribí a Tommy. Le dije: «Prométeme que si me muero aquí me llevarás a Nueva Orleans, no quiero que me entierren en Point Lookout, ¡Jesús!, y que nadie me visite nunca.» Lo siguiente que supe fue que estaba en el Charity.

– ¿Viene Tommy a verte?

– Sí, viene. Sólo llevo aquí… mañana va a hacer un mes. Mary Jo no viene nunca. Creo que debe de estar rezando novenas para que yo no la joda aquí y tengan que volver a llevarme a casa. Con mis cigarrillos.

– ¿No puedes irte si quieres?

Cullen se lo pensó, desviando la mirada.

– No estoy seguro. Supongo que sí. Pero ¿adónde iba a ir?

Jack dudó antes de contestar:

– A lo mejor tengo algo que te podría interesar… El viejo profesional, ¿eh? No me pareces muy enfermo.

– No, me encuentro bastante bien. -Cullen se inclinó hacia Jack, bajando el tono de voz para seguir hablando-. Te diré una cosa. En un lugar como éste, hay más oportunidades de polvo de las que podrías aguantar.

Jack repasó la sala con la mirada y no vio más que viejecitas encorvadas de pelo gris, algunas de ellas postradas en sus sillas de ruedas.

– Me parece que estoy a punto de echar uno -dijo Cullen-. ¿Ves a esa que está justo al otro lado, la que está leyendo la revista? Es Anna Marie; está en una habitación individual. ¿Has visto cómo se sienta con las piernas abiertas y puedes ver el panorama? Eso es lenguaje corporal, Jack. He leído un libro sobre eso. Puedes mirar a la gente y saber lo que llevan en mente. Como si el cuerpo te hablara.

Jack miró a la pequeña Anna Marie, que debía de tener al menos setenta y cinco años.

– ¿Y qué te dice su cuerpo, Cully?

– ¿Estás de broma? Mira. Está diciendo: «Métemela, chaval, ya ha pasado mucho tiempo.» ¿Sabes cuánto tiempo hace que no echo un polvo?… La última vez fue el 22 de diciembre de 1958. Entré en el último banco el 3 de enero de 1959. Art Dolan, el muy cabrón, se rompió la pierna al saltar el mostrador (tenía que haberme dado cuenta de que ya estaba demasiado viejo) y me pasé los siguientes cinco meses en el depósito de detenidos, sin fianza. Sabían que me caerían entre cincuenta años y cadena perpetua, sin posibilidad de libertad condicional, y no se equivocaron. Bueno, eso es lo que me pasó por ayudar a un amigo.

Cullen exhaló un suspiro; parecía cansado. La barriga le llenaba la camisa bajo el abierto albornoz.

– A lo mejor tengo que hablarte de una cosa -dijo Jack-. Depende de si te interesa.

Cullen, mirando todavía a Anna Marie, empezó a sonreír y se inclinó otra vez hacia Jack.

– Hay una mujer, una nueva, que vino el otro día. Contó una historia de un joven que se coló en su casa, le robó diecisiete pavos que llevaba en el bolso y la violó tres veces en tres sitios distintos. O sea, en diferentes habitaciones; en el suelo, en la cama y en algún otro sitio. Esa mujer tiene setenta y nueve años. Yo las oía cuando hablaban de eso. Anna Marie dijo: «Bueno, por diecisiete pavos, merecía la pena.» ¿Entiendes lo que quiero decir? Lo tiene metido en la cabeza.

– Es interesante, Cully. No tengo la menor duda de que conseguirás que Anna Marie se pierda por ti. Tienes muy buena pinta.

– Bueno, intento no irle a la gente con mierdas. ¿Qué ganaría? -Su mirada se desvió y se detuvo-. ¿Sabes quién es ése? Mira, Jack. Ese tipo con la camisa de lana colgando. Es Maurice Dumas. Seguro que has oído hablar de éclass="underline" Mo Dumas, uno de los mejores trombonistas de todos los tiempos. Tocó con Papa Celestin, con Alphonse Picou, con Armand Hug… Los podrías ver a todos en el bar Caledonia, en Saint Philip. Ve después de un funeral y los verás a todos. ¿Sabes lo que hace ahora? Entra en las habitaciones, roba ropa y se la pone. Acércate y obsérvalo, seguro que lleva lo menos tres camisas y dos pantalones. Se cree que nadie se da cuenta.

– Busco a alguien más profesional, Cully. ¿Cuántos bancos habrás hecho en tu vida, unos cincuenta? Ya ves, es curioso, si no me hubiera parado delante y no te hubiese visto en la ventana…

– Creo que sesenta y pico. Cuando te mezclas con esta gente empiezas a olvidarte de las cosas. El hijo de un viejo viene a verlo y el viejo le mira y le pregunta: «¿Y tú quién coño eres?» «Soy yo, papá, Roger. ¿No me conoces?» Creo que ese hombre en concreto finge. Es una posibilidad. Si no, empiezas a excusar a tus hijos. Tommy Junior está vendido, está asustado por su mujer, una tía que se pasa la vida cosiendo botones por hacer algo. Pero yo no digo nada. ¿Qué ganaría? Se cree que me muero de ganas de ir allí y llenarle de humo la jodida casa.

– Tú conoces a la gente, Cully.

– Siempre supe salir por patas de un banco que no me gustaba. Y siempre parecí un cliente. Nada de eso de entrar con la pistola y una máscara de goma. Eso queda para los aficionados locos. Entran y se ponen a gritar y todo el mundo se gira. Los miran bien y luego los reconocen.