– A eso es a lo que voy -dijo Jack-. Tú eres un profesional.
– Sí, pero ya no me dedico a los bancos. Ahora tienen trucos, te pasan un montón de billetes atados vacío por dentro y con una tinta que lleva algo así como un temporizador. No sé cómo funciona. Me lo explicó un tipo. Aquí no, por Dios, en Angola. El cajero saca el montón de una bandeja de su cajón y dice el tipo ése que «empieza a pensar». Te metes el botín en la ropa o en una bolsa, y en cuanto sales, en unos veinte o treinta segundos, la cosa explota y te mancha todo de tinta. Y gas lacrimógeno, y mierdas de ésas. Es como si salieras de allí con un carteclass="underline" «Acabo de robar este jodido banco.»
– Cully -dijo Jack-, no hablo de robar ningún banco. Es algo mucho más grande que un banco.
– Pensaba que eras enterrador.
– Voy a pedir una excedencia, o lo voy a dejar. Todavía no lo sé.
– Tampoco me dedico a los coches blindados. Por Dios, si tengo sesenta y cinco años.
– Cully, estoy pensando en un plan que, si lo preparas con cuidado, como tú sabes hacer, sin ninguna sorpresa, nos dará cinco millones. En efectivo.
– Jack, ¿qué es el dinero? Tengo lo suficiente para lo que me queda de vida, si me muero el martes. -Cullen hizo una pausa-. No puedo hacer otros veintisiete años. Al salir tendría… ¡joder!, noventa y dos. Las tías dirían: «Mirad a Cullen. No ha echado un polvo desde hace cincuenta y cuatro años.»
– Me informaré mejor y entonces… creo que te podré hacer una propuesta. Si todo va bien. Pero creo que tienes cabeza para un negocio así.
– Hablando de eso… -dijo Cullen.
– ¿De qué?
– De la cabeza. A ver si Anna Marie me deja meterla en algún sitio. Parece que eso les gusta a las tías, a las que están buenas.
– Vas muy salido, ¿verdad?
Cullen se volvió para mirarle.
– Jack, sácame de aquí, ¿quieres?
Cuando se acercaba a la puerta trasera haciendo marcha atrás, la puerta de Mullen e Hijos se abrió y Jack vio que Leo le esperaba. Lo vio por el retrovisor. Leo gesticulaba para que entrase y se diera prisa. Cuando Jack hubo aparcado el coche, el rostro de Leo ya estaba pegado a la ventanilla, tenso, todo ojos.
– ¿Quieres salir de una vez?
– Lo haría, Leo, si pudiese abrir la puerta sin romperte la nariz. -Leo dio un paso atrás y Jack salió de detrás del volante-. ¿Qué pasa?
– Acaban de llegar dos individuos. Quieren ver a Amelita Sosa.
– No está.
– ¡Por Dios! Ya sé que no está.
– Cálmate, Leo. ¿Qué les has dicho?
– Que no estaba.
– ¿Y qué problema hay?
– Que no se lo creen. Quieren registrar.
– ¿Un par de latinos?
– No sé lo que son.
– Canijos y de pelo negro…
– Por Dios, ¿quieres entrar y hablar con ellos?
– Espera. Primero, ¿qué les has dicho? ¿Que no está y que no ha estado nunca? Espero que hayas dicho eso.
– Les he dicho que no sé nada, que ayer no estuve aquí. Que me había ido al lago. Que me fui el sábado por la tarde y no volví hasta ayer por la noche.
– ¿Has sudado mucho para decirles todo eso?
– ¿Te parece divertido? Podríamos meternos en un buen lío por hacer eso.
– ¿Por hacer qué? Ni siquiera hemos oído hablar de Amelita. ¿Amelita qué? No, lo siento, aquí no ha entrado nadie con ese nombre.
– A ti no te importa… Ése es el problema, por eso nos hemos metido en una locura como ésta. No te importa este negocio ni sientes nada por él.
– Leo, llevaba tres años intentando explicártelo.
Encontró al coronel Dagoberto Godoy en el velatorio de Buddy Jeannette. Lo vio de espaldas y luego de perfil, y supo que era él aun sin haberlo visto nunca antes. Fue por la manera de moverse, con gesto confiado, perezoso, como si estuviera revisando el local y tuviera que llevar una fusta bajo el brazo. Incluso su traje marrón, cortado a medida, su corbata negra y sus gafas de aviador tenían cierto aire militar.
Quieto allí, aquel hombre no parecía malo o malvado. En todo caso, se parecía a Harby Soulé, el marido de su antigua novia, Maureen, y Harby, con su fino cabello y su bigote recortado, siempre le había parecido a Jack más un camarero que un urólogo. El coronel debía de medir metro setenta y pesaría unos setenta quilos. Si una cosa había a su favor en aquella historia era que, de momento, los malos eran todos canijos.
En aquel momento, el coronel estaba examinando a Buddy Jeannette, mirando con renovado interés el interior del ataúd abierto. Estaba tan concentrado que dio un salto cuando Jack dijo:
– Un buen trabajo, ¿eh? Tenía que haberlo visto cuando lo trajeron. -Jack, mirando el rostro de cera de Buddy, se puso cerca del coronel-. Creo que le hemos quitado diez años de encima, por no mencionar cómo tuvimos que arreglarlo, ¿sabe?
Muy cerca de él, la voz del coronel dijo:
– ¿Es con usted con quien tengo que hablar?
– Su funeral es mañana por la mañana. Luego, al cementerio de Metarie para encontrar su descanso definitivo.
– Le he hecho una pregunta.
Jack se dio la vuelta y se fijó en un mechón de pelo brillante antes de bajar la vista hacia las gafas de sol con filtro rosa.
– Ya le he oído. Tiene que hablar conmigo si eso es lo que pretende. ¿De qué quiere hablar? ¿Algún muerto en su familia?
– Una amiga -dijo el coronel-. Usted mismo la trajo aquí ayer de Carville, del hospital de leprosos.
– ¿Yo? ¿No sería otro?
– Usted u otra persona. ¿Qué más da? Quiero verla. Amelita Sosa.
– Aquí no tenemos a nadie con ese nombre. Tenemos a este caballero y basta. No, lo retiro; también tenemos al señor Morrisseau. Pero no a Amelita Sosa. Lo siento.
El coronel le dirigió una mirada amenazadora y dijo:
– Si no lo siente, ya lo sentirá.
Cruzó la sala. Al llegar a la puerta abierta gritó un nombre que sonó como Frank y algo más. ¿Frank Lynn? Jack le siguió, sin estar seguro.
Al llegar al umbral vio al individuo con pinta de criollo de la gasolinera de Exxon, que salía de otro velatorio. «Mierda, seguro que era él.» El del pelo alisado que se había puesto el otro día delante del coche fúnebre y no había dicho nada.
El coronel volvió a llamarlo por su nombre. Era «Franklin». Y luego empezó a hablar deprisa en castellano, acabando con una pregunta. El tipo frunció el ceño sin cambiar mucho la expresión y dijo en castellano:
– ¿Cómo?
El coronel volvió a hablar en castellano y luego se interrumpió y dijo en inglés:
– ¿Es éste el que trajo a Amelita de Carville, o no?… Amelita, la chica, ayer.
Jack vio que aquel tipo fijaba los ojos en él y le sostenía la mirada, tan inexpresivo como el día anterior, cuando había salido del coche y había pasado junto a él, con aquella mirada muerta que no decía nada.
Franklin finalmente dijo:
– Sí, es el mismo que conducía el coche. Pero no sé si dentro iba la chica.
Había algo extraño. Aquel individuo tenía un acento distinto. Jack no abrigaba la menor duda de que era de algún lugar de Nicaragua. Pero ¿por qué le costaba entender al coronel en castellano, si ambos eran de allí?
– No nos dejó mirar dentro del coche para ver si estaba.
– ¡Ya basta! -El coronel le hizo callar y se encaró con Jack-. Usted fue a Carville. Recogió un cadáver. Bueno, ¿dónde está?
– ¿Quién dice que fui a Carville?
– Lo dice Franklin. Le acaba de oír.
– Creo que Franklin se equivoca. ¿De dónde es?
– ¿Cómo que de dónde es? De Nicaragua. ¿De dónde pensaba que era?
– No lo sé -dijo Jack-. Por eso se lo he preguntado. ¿Cuánto tiempo lleva aquí?