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Franklin iba mirando al uno y al otro.

– ¿De qué está hablando? ¿Qué más da?

– A lo mejor, ya sabe, todos le parecemos iguales. A lo mejor el fulano al que vio se parecía a mí.

Jack creía que al coronel le gustaría pegarle con algo.

– ¿Pretende que era un tipo igual que usted, pero en otro furgón, quien fue ayer a Carville?

– Bueno, ya sabe, todos lo furgones, como usted los llama, se parecen mucho. ¿Me equivoco? ¿Por qué no podía haber sido otro tipo que se pareciera a mí?

– Porque no lo era.

– Sin embargo, no está seguro.

– ¿Esto es Mullen e Hijos?

– Efectivamente.

– Entonces era usted, y no otro.

– Le diré una cosa, jefe: si hubiera ido a Carville, me acordaría. ¿Dice que fue ayer? No, me parece que estuve aquí todo el día.

– Está mintiendo.

Jack le dedicó su mirada de callejero, fría y dura, preparó su tono más grave y preguntó:

– ¿Qué ha dicho?

El coronel lo aguantó, no se inmutó, y le devolvió la mirada a través de sus cristales oscuros. Jack empezó a pensar si no habría equivocado la táctica con aquella mierda de estilo callejero. Cuando el coronel dijo: «Franklin, enséñale tu pistola», Jack comprobó que se había equivocado. Miró y vio la pistola de acero azulado en la mano tendida de Franklin.

– Bueno, me parece que será mejor llamar a la policía -dijo Jack.

– ¿Y cómo va a hacerlo? -preguntó el coronel.

A Jack no se le ocurrió ninguna respuesta, pero no importaba: el coronel estaba ansioso por repetir las palabras que le había dicho antes.

– Por si no me ha oído, he dicho que es un jodido mentiroso. ¿Qué le parece?

Eso no era estilo callejero; era otra cosa. No se trataba de hacer una demostración de virilidad. Lo que tenía que hacer era llevar el asunto con tacto, simplemente.

– Me parece -dijo Jack-, o sea, que tengo que asumir que está usted desolado por la muerte de esa persona. He visto a mucha gente en su estado, desesperada por una trágica pérdida, y puedo entenderlo. Al fin y al cabo, es mi trabajo. -Hizo una pausa-. ¿Le importaría decirme su nombre?

La mente suspicaz del tipo que se escondía tras las gafas rosadas no le iba a dejar salirse tan fácilmente con la suya.

– Si no le importa. Sé que éste es Franklin. ¿Qué tal, Franklin? -El hombre parecía no saber qué contestar. Jack se encaró con el coronel y siguió-: Y usted es…

– El coronel Dagoberto Godoy.

«Tío, y qué orgulloso está.» El tipo se estiró y se oyó un ruido débil pero seco, como si hubiera juntado los tacones. No había oído un saludo con entrechocar de tacones desde que salió de la escuela primaria. Eso le hizo pensar que aquellos individuos venían de un mundo del cual no sabía nada. Lo único que podía hacer era sacarlos de allí.

– Coronel -dijo Jack-, si su compañero aparta su pistola, le enseñaré el local, le dejaré mirar en todas las salas y si ve esa persona que ha dicho… ¿Cómo se llamaba?

El coronel no quería decirlo, pero lo hizo:

– Amelita Sosa -dijo, golpeando el nombre.

– Si la ve, será la primera vez en la historia funeraria que una muerta haya entrado por su propio pie. Si quieren hacer el favor de seguirme…

Leo había llevado al señor Morrisseau arriba y estaba trabajando sobre él en la sala de embalsamamiento, con la cabeza inclinada, concentrándose para encontrar la carótida en el cuello del viejo. Los dedos engomados de Leo hurgaban en la incisión que había hecho. Sorprendió la mirada del coronel. Se acercó a la puerta desde el pasillo, donde Jack y el que parecía criollo, Franklin, esperaban. Leo no levantó la mirada. Ni siquiera cuando el coronel le preguntó qué estaba haciendo y se lo explicó.

– Así que aspirando la sangre ¿eh? -comentó el coronel-. Siempre me he preguntado cómo lo hacen. No entiendo por qué no hacen más agujeros, sería más rápido.

Leo murmuró algo. El coronel dijo, al tiempo que se acercaba:

– ¿Qué? Veo que este hombre es muy viejo. Pero ayer hubo una chica muy joven, ¿no? Una muy guapa.

– Ayer no estuve aquí, ya se lo he dicho.

Seguía sin levantar la vista, con los hombros inclinados, y trabajando con los dedos enguantados.

– Pero a veces les traen chicas jóvenes que han muerto.

– De vez en cuando.

El coronel miró por encima del hombro a Franklin y le ordenó por gestos que se fuera al fondo del pasillo:

– Mira si está escondida en alguna habitación.

Jack se dio la vuelta para seguir a Franklin. Oyó que el coronel le decía a Leo:

– Cuando mete a una chica joven en la caja, no la viste del todo, ¿verdad?

– ¿Quieres guardar esa pistola, por favor? -le dijo Jack a la espalda de Franklin.

Se alegraba de que Leo no la hubiera visto. Podría haberse hundido y les habría contado cualquier cosa que quisieran saber. Observó a Franklin registrar con la mirada el despacho de Leo y volver por el pasillo, hacia su apartamento de dos habitaciones. La puerta estaba cerrada. Franklin se apartó para que Jack la abriese. Eso le sorprendió. Esperó en el umbral mientras Franklin miraba el viejo sofá y la nevera. Al entrar en el dormitorio, Jack se acercó a la nevera, la abrió y miró dentro. Luego esperó a que Franklin curioseara en el baño y saliera otra vez.

– ¿Quieres una bien fría?

El tipo le miró.

– Quiero decir cerveza. ¿Quieres una? ¿Te gusta la cerveza?

El tipo asintió, y Jack cerró la nevera. Aquel tío tenía un pelo verdaderamente raro. No muy alisado por arriba, redondeado en un estilo semiafro, le caía sobre las orejas como si llevara un casco, y no llevaba patillas. Parecía alguien a quien nada más desembarcar de un carguero de plátanos, le hubiesen dado un traje sin conocer su talla: un traje negro, con hombreras puntiagudas, que pretendía ser moderno y elegante, pero al cual le sobraba por lo menos una talla, así que los puños le llegaban casi a los nudillos. Aquel fulano tenía manos de albañil, y las uñas estaban rotas y arrugadas. Era difícil adivinar su edad, aparte de que a Jack, que entonces tenía tiempo para mirarle, le parecía distinto del día anterior, cuando se lo imaginó en plan callejero. Aquel tío parecía salir de la Edad de Piedra, con aquella camisa blanca abotonada hasta el cuello, pero sin corbata. Jack pensó en preguntarle quién le vestía, pero le salió una pregunta mejor:

– ¿Para qué llevas esa pistola?

– Me la han dado para que la use.

Aquel acento seguía sin encajar. Si aquel individuo tenía problemas con el castellano, ¿de dónde era? A lo mejor de Jamaica. Pero no era exactamente el mismo acento, y el coronel había dicho que era de Nicaragua.

– ¿Para usarla cómo?

– Usarla, dispararla.

– Ya, claro, eso es lo que pregunto. ¿A quién vas a disparar en Nueva Orleans?

– No lo sé. No me han dicho si tendré que hacerlo.

– Por Dios, ¿quieres decir que si el coronel Godoy te dijera que disparases a alguien, lo harías?

– Para eso me han dado la pistola. Tengo que usarla.

– Sí, pero eso va contra la ley. No puedes disparar a quien te dé la gana.

Pareció como si el tipo tuviera que pensárselo. Finalmente contestó:

– Si me dicen que dispare… Ya me entiendes, no es lo mismo que si disparo porque quiero, ¿eh? Sería sólo si tuviera que hacerlo.

– Si tuvieras que… Comprenderás que me es difícil entender eso que dices.

– ¿Por qué?

Una simple pregunta. El tipo esperaba una respuesta.

– Bueno, supongo que porque aquí las cosas son distintas que en Nicaragua.

– Sí, muy distintas. Pero me gusta.

– Bueno, eso está bien.

Aquel individuo parecía un conversador fácil, pero no lo era. Aquello no tenía sentido.

En aquel momento le estaba estudiando y empezaba a asentir:

– El de ayer eres tú.