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– ¿Eso crees?

– Sí, el del furgón. Eras tú.

Como un simple hecho, nada más que eso, sin cambio alguno en su expresión… El tipo de aspecto criollo se le quedó mirando y luego se fue.

Jack esperó. Miró hacia el teléfono, que estaba sobre la mesa que había junto al sofá. Se acercó, puso la mano en el auricular y lo descolgó. No se le ocurría nadie a quien pudiera llamar para pedir ayuda. Pensó en los trocares de Leo, en la cabina de la sala de preparación.

El día anterior había estado muy bien, muy espabilado. Pero en esta ocasión había fallado. Estaba lento. No conseguía pensar. «Bueno -decidió-, será mejor empezar ahora, rápido. Pensar. Cógelos. Cógelos y jódelos, eso es todo. Cuando los veas, golpea. Primero al tipo de la pistola. Salvo que los dos vayan armados. Mierda.» Tendría, pues, que volver a empezar, prepararse… El silencio era enorme, hasta que le llegó el ruido desde el pasillo, los pasos que se apresuraban en dirección a él.

– ¡Eh! -dijo Leo. Se paró de repente y alzó los brazos al entrar en la habitación-. ¿Qué te pasa?

– ¿Dónde están?

– ¿Qué ibas a hacer, pegarme?

– Leo, ¿dónde están?

– Un taxi les esperaba. Se han ido. ¿Cómo se llamaba el coronel? Parecía simpático.

8

Lucy dijo:

– Creo que están vigilando la casa. Hemos estado sentadas junto a la ventana casi todo el día. Dolores y yo nos turnamos. Ahora está ella, escribiendo lo que pasa. No hay mucha… la calle no lleva a ningún sitio. El problema es que todos los coches parecen iguales. Son todos nuevos.

– El de ayer era un Chrysler Fifth Avenue. Estoy seguro. Pero tienes razón, parecen todos iguales. Era negro.

– ¿Estás trabajando?

– Ya no. Ahora estoy en el Mandina. Quería llamarte antes, pero Leo no me soltaba. ¿Conoces el Mandina, en Canal?

– He pasado por ahí. Espera un momento.

Oyó la voz de Lucy, separada del teléfono, llamando a Dolores. Y luego oyó unos pasos fuertes sobre el suelo de madera. Dolores les había abierto la puerta la noche anterior, cuando llevó a Amelita: era una negra delgada, que llevaba un vestido estampado de flores y tacones altos. No parecía en absoluto un ama de llaves. Cuando Lucy les presentó, dijo: «Jack Delaney, Dolores Wilson.» Y Dolores le saludó con la cabeza, cerrando los ojos, y luego miró con extrañeza a Lucy. «¿Qué está pasando aquí?» Sin duda, era la primera vez que le presentaban a las visitas. Volvió a oír pasos sobre la madera y otra vez la voz de Lucy:

– ¿Jack? El Chrysler negro. Ha pasado dos veces y luego ha aparcado al final de la calle, hacia el río.

– ¿Cuánta gente iba dentro?

– Dolores cree que sólo uno.

– Podrías decírselo a la policía.

– No creo que sea una buena idea. Si monto una escena no estoy segura de lo que podría pasar. No quiero que el tipo del coche piense que, bueno, ya sabes, que estoy pegada a la ventana. ¿Y tú? ¿Ha ido alguien a la funeraria?

– Sólo el coronel en persona. Es canijo, ¿eh?

– ¿De verdad, Jack? ¿Qué le has dicho?

– Estaba allí cuando he vuelto de recoger un cadáver. Oye, creo que podría conseguir otro tipo…

– Jack…

– Le he dicho que no teníamos a ninguna Amelita Sosa. Y me ha contestado: «¿Pero qué dice? Recogió usted mismo su cadáver ayer en Carville.» Yo le he dicho que no, que no éramos nosotros. Que tenía que haber sido otra funeraria.

– Pero ¿pusiste la nota en el periódico?

– No, mira, eso sería admitir que la tienes, o que la has tenido. Entonces quieren saber qué has hecho con el cadáver. Si dices que lo has incinerado o que lo has enviado a algún sitio, lo pueden comprobar. Hay muchos controles de por medio. He descubierto que es mejor hacerlo así, abrir mucho los ojos y hacerte el idiota. No sabes nada. ¿Amelita Sosa? No, lo siento, se equivoca de sitio.

– Pero si lo comprueban en Carville…

– Bueno, una de las hermanas se equivocó al apuntar el nombre de la funeraria. Son humanas, ¿no? Y pueden equivocarse. Yo nunca he conocido a ninguna hermana que lo hiciera, pero debe de ser posible.

– ¿Qué ha dicho el coronel?

– Iba con un tío. ¿Te acuerdas del otro de ayer, el que no decía nada?

– Se quedó delante del coche.

– Sí, ¿lo miraste bien?

– Lo vi, eso es todo.

– Es un tipo muy raro. ¿No te fijaste en su pelo? ¿Como si fuera medio negro?

Hubo una pausa por parte de Lucy.

– Sí, me di cuenta. Parecía distinto.

– Se llama Franklin. ¿Has oído alguna vez de un nicaragüense que se llame Franklin?

– Claro, es posible. -Volvió a esperar-. O a lo mejor es indio. Viven en la costa del este, cerca de Honduras.

– Parecía más negro.

– Bueno, hay criollos caribeños mezclados con indios. Y algunos tienen nombres poco corrientes, que vienen de los misioneros moravos. En el hospital había un misquito que se llamaba Armstrong Diego. Pero, cuando le has dicho al coronel que ella no estaba allí, ¿qué ha hecho?

– Bueno, no me ha creído. Sobre todo cuando aquel fulano, Franklin, ha dicho que había sido yo, que me había visto. Pero no ha hecho nada.

– ¿Que quieres decir?

– Le he dicho que bueno, que lo mirasen. Hemos subido, el coronel ha visto a Leo preparando un cadáver y se ha olvidado de Amelita.

– No se ha mareado…

– No, le ha encantado. Pero sólo ha durado unos minutos. Luego se ha ido. Le ha dicho a Leo que tenía una cita. Mira, cuando he llegado he pensado que a Leo le iba a dar un infarto. Había hablado por teléfono con la hermana Teresa Victor esta mañana, y luego ha venido a hablar conmigo, y no sabía cómo llevar el asunto. Cuando ha llegado el coronel, Leo se ha llevado un susto de muerte. Hasta le daba miedo mirarle. Se va el coronel y Leo dice: «Parece simpático.»

– No le…

– Tienes que entender que cualquiera que desee ver un embalsamamiento se convierte en amigo de Leo para toda la vida.

– ¿Y eso ha sido todo? ¿Se han ido?

– Supongo que tendría que ir a algún sitio. Pero ese tipo, Franklin, es tan estrambótico…

– Tengo que aprender a mentir -dijo Lucy.

– Hay que soltarlas muy gordas. Cuanto más gorda sea una mentira, más posibilidades tienes de que te crean.

– Pero si creen que está viva y no está allí, entonces tiene que estar aquí. Bertie y los suyos. Me parece menos peligroso si pienso en él como Bertie. Me he enterado de que está en el Saint Louis. ¿Sabes dónde queda?

– En el Quarter. Un hotel muy bonito, pequeño.

– ¿Has… robado joyas allí alguna vez?

– Creo que entonces no era hotel. -Se imaginaba los pasillos abiertos en cada piso, encaminados hacia un vestíbulo central. ¿Por qué no habría escogido aquel tipo el Roosevelt?-. Has hablado con tu padre, ¿eh?

– Le he llamado esta mañana y le he pedido perdón. Probablemente es la mayor traición que me he hecho a mí misma en la vida.

– Ya, ¿pero has estado convincente?

– Me ha dicho: «No lo pienses más, sor.» Y yo le he contestado: «Si decidiese pedirte una de tus armas para pegarle un tiro al hijo de puta, ¿dónde podría encontrarle?» Lo ha encontrado gracioso, su hija monja convertida en revolucionaria. O en lo que sea, no sé. Le descalifico, critico sus negocios, su política; pero usé su dinero para comprar el coche en León.

– Eso no debería crearte problemas. No tiene que gustarte porque sea tu padre.

– Pero me gusta, es un tipo simpático… Sólo que tiene los valores retorcidos.

– Pues verás cuando conozcas a Roy Hicks.

Hubo un silencio al otro lado del teléfono.

– Si dudas, puedo entenderlo.

– No; quiero conocerle.

– También podría conseguir otro. El único problema es que no tiene dónde vivir. Pero podemos hablar de eso más adelante. Si el tipo del Chrysler aparece en la puerta, no la abras.