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– No lo haré. Pero me gustaría sacar a Amelita de aquí esta noche, si es posible. Hay un vuelo a Los Ángeles tarde, con escala en Dallas. Pero tendría que salir de aquí a las nueve y media.

– Ya nos las arreglaremos. Te llamaré a las ocho.

Jack tomó un par de cervezas y unas ostras y habló con Mario de todo y de nada, mientras seguía pensando en aquel fulano, Franklin, con su automática de acero azulado. Era un tipo muy raro. Jack terminó de comer y se fue al centro.

Roy Hicks estaba preparando una bandeja de bebidas de color pastel, detrás de la barra, poniéndoles guindas, rodajas de naranja y parasoles en miniatura. Jack le miró desde el principio de la barra, junto a la entrada del Salón Internacional. «Hoy: Danzas Exóticas del Mundo.»

Por la forma en que se concentraba Roy, con una mueca en los labios, a Jack no le hubiera extrañado ver que, al acabar de preparar las bebidas, las lanzaba a lo largo de la barra con uno de sus peludos brazos. Roy siempre llevaba camisas de manga corta, incluso con la pajarita negra y la faja roja de satén. El dueño del club, Jimmy Linahan, le había dicho a Roy que tenía que llevar manga larga con gemelos, pero Roy no lo hacía; siguió yendo a trabajar con manga corta. Jimmy Linahan le dijo: «No quiero tener que decírtelo otra vez.» Y Roy le contestó: «Pues no me lo diga», y siguió preparando bebidas.

Jack recordó aquel día. Él estaba sentado en aquel mismo taburete cuando llegó Jimmy Linahan. Se conocían desde que tenían quince años y se bañaban en el estanque del parque Audubon y se peleaban con los negros, o con los italianos, o con el primero que pasara por allí. Jimmy Linahan dijo: «¿Qué hay de ese tipo?» Roy había dado el nombre de Jack como referencia.

Aquella vez, Jack le dijo: «Jimmy, yo de ti le dejaría llevar un sostén con lentejuelas si es lo que se quiere poner. En un local como éste, necesitas más a Roy de lo que él te necesita a ti. Y no lo digo porque haya sido policía y sepa cómo utilizar una porra, sino porque tiene cierto gancho para hacer que la gente esté de acuerdo con él.»

Jimmy Linahan acabó apreciando a Roy: nunca recibía quejas ni tenía que hacer devoluciones. Roy podía preparar una bebida de la que nunca hubiera oído hablar sin necesidad de recurrir a la Guía del Barman. Y si el cliente decía: «Esto no es un green hornet», Roy le miraba y contestaba: «Así es como los preparo yo, colega. Bébaselo.» Y el cliente veía los ojos de Roy, las piedras oscuras que había en su mirada, y decía: «Mmmm, es distinto, pero está bueno.» O si el cliente le pagaba a una de las bailarinas de las Danzas Exóticas del Mundo una copa de champaña y luego montaba un escándalo cuando le llegaba la nota de sesenta y cinco dólares, Roy le miraba y decía: «Apuesto a que es capaz de sacar el dinero, más la propina, antes de que yo salga de la barra, ¿verdad?»

Jack oía a los asistentes a una convención divertirse detrás de él, en varias mesas llenas de hombres de mediana edad y mujeres con grandes placas de identificación. Había unos miles más en la calle Bourbon y todavía no eran las ocho. Aquella semana Roy hacía el turno de día y salía a las ocho.

Una de las chicas del Salón Internacional cogió el taburete que estaba al lado de Jack, diciéndole:

– Eh, ¿qué tal? -Su acento la convertía en bailarina exótica de la parte del mundo que queda al este de Tejas-. Me llamo Darla. ¿Quieres besarme el felpudo?

Roy estaba junto a la caja registradora, apretando teclas. Miró por encima del hombro y dijo:

– Eh, Darla, quítale la mano del nabo. Es un amigo mío.

Apretó unas cuantas teclas más, sacó el ticket de la caja y fue hacia la zona de servicio, alejándose de la barra.

– Es un viejo monísimo, ¿eh?

Le sonrió al decírselo. La había visto actuar, en el escenario del fondo del bar, la «Exótica Darla», desnuda, cubierta sólo por un tanga plateado y unos emplastes rosa sobre aquellos pechos fatigados, impersonales, que parecían demasiado viejos para ella. La pobre chica intentaba ganarse la vida.

– Siempre le digo a la gente -explicó Jack- que si está detrás de Roy en un semáforo y ve que no arranca al ponerse verde, no toque la bocina.

– ¿Ah sí? -preguntó Darla, y esperó a que continuase.

– Una vez íbamos en un 747 hacia Las Vegas, con uno de esos billetes que lo incluyen todo, el vuelo, el hotel… Habíamos estado bebiendo unas dos horas. Roy decide que tiene que ir al servicio, así que yo, al levantarme, pienso que bueno, que yo también podría ir. Vamos hacia la parte posterior del avión y vemos esa señal pequeña que hay en todos los baños: «Ocupado.» Roy va al otro extremo del avión, donde hay otros tres, pero también están ocupados, así que vuelve. Yo estoy allí y sabe que los tres baños están ocupados, puede ver el signo, pero intenta abrir igualmente. Mueve el pomo durante medio minuto, y de repente le da una patada a la puerta junto a la que estoy yo. Le da una patada y grita: «Venga, dése prisa.» La puerta se abre sólo unos segundos después. Sale el tipo, un tío enorme, y me dirige la mirada más sucia que hayas podido ver en tu vida. A mí, no a Roy, porque soy yo quien está al lado de la puerta. Se va andando por el pasillo y Roy dice: «¿Y a éste que le pasa?»

La «Exótica Darla» dijo:

– ¿Ah, sí?

– Aquí se acaba la historia.

– No me vas a pagar una copa, ¿verdad?

– No -contestó Jack-. ¿Quieres oír otra historia de Roy?

Se lo pensó un momento. Al menos, eso le pareció a Jack, aunque no estaba muy seguro.

– No, gracias -dijo finalmente.

Giró sobre el taburete, echando un vistazo al local, levantó los brazos para ajustarse el sujetador que le sostenía los fatigados pechos, y se fue.

Roy llegó a la barra llevando una botella de vodka por el cuello. Vertió un chorro en el vaso de Jack, luego otro, mientras éste decía:

– Darla tiene cardenales en el brazo, ¿te has dado cuenta?

– Por liarse con quien no debe. Es un saco de cardenales.

– Leí en el periódico que en Estados Unidos, creo que es sólo en este país, se pega a una mujer o se abusa físicamente de ella cada dieciocho segundos.

– ¡No me digas! -contestó Roy.

– Alguien ha hecho un estudio.

– No te creerás que muchas mujeres también se pasan, ¿no?

Y se fue.

Jack contempló a Roy mientras preparaba una bebida al fondo de la barra. Se preguntó por qué recordaría un suelto del periódico sobre los abusos que se cometen con las mujeres y prácticamente nada sobre Nicaragua.

Al volver, Roy le dijo:

– Delaney, ¿sabes lo que hacen las mujeres cuando se marean? No falla, vomitan en la papelera. Nunca en el retrete, como debe hacerse.

– Muy interesante -dijo Jack-. ¿Por eso les pegan?

– ¿Quién sabe por qué? Todas son distintas y todas son iguales.

– Sigues odiando a las mujeres, ¿eh?

– Me encantan. Pero no me fío de ellas.

– He conocido a una de la que puedes fiarte.

– ¿Sí? Mejor para ti.

– Y he oído una historia muy curiosa que no te vas a creer.

– Pero aun así me la vas a contar.

– Te sentaría mal si no lo hiciera. Harías pucheros y probablemente no volverías a hablarme en la vida. Es la historia de una oportunidad, una de esas que sólo se presentan una vez en la vida.

– ¿Es sobre dinero?

– Cinco millones, pavo más, pavo menos.

– Ya es dinero, ya. ¿Dónde está?

– Estás llegando a la mejor parte. Pertenece a una clase de persona, Roy, que si puedes robárselo no sólo no tendrás que volver a trabajar en tu vida sino que además le harás un servicio a la humanidad. Es de esa clase de cosas que te hacen sentir bien.

– Comprenderás que yo me paso ocho horas al día sirviendo a la humanidad, y eso no me hace sentir mejor que una mierda. Viene un tipo que quiere un Sazerac. No tiene ni la menor idea de lo que es un Sazerac, pero está en Nueva Orleans. Le pongo algo con muchas cosas amargas. Llega otro tipo, mira alrededor y me susurra: «¿Tiene absenta? En la Casa de la Absenta no tienen, me han dicho que está prohibido servirla.» Y yo le digo al tipo: «¿Y cómo sé que no es un poli?» Me demuestra que es de Fort Wayne, Indiana. Repaso la barra con la mirada, saco cualquier botella haciendo como que tiene Pernod y se lo cree como un tonto. El gilipollas se bebe cinco, a cinco billetes la copa. Servir a la humanidad… Yo les sirvo cualquier chorrada que quieran.