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– Por eso te lo digo a ti, Roy, porque eres una persona sensible, comprensiva. Cuando ese tipo consiga reunir sus cinco millones, es muy probable que se meta en su avión privado y abandone el país con el dinero. Nosotros nos quedaríamos con la mitad de la pasta, a repartir entre tres.

– ¿Quiénes somos nosotros?

– Tú y yo, y tal vez Cullen.

– ¿Cullen? ¿Le han soltado?

– Permiso médico, para que pueda echar un polvo.

– ¿Cuánto tiempo ha estado a la sombra, veinticinco años?

– Veintisiete.

– Por Dios, a mí me hubieran tenido que echar por encima de la verja.

– Bueno, ha salido y se encuentra bien.

– Por el amor de Dios, ¿de qué estamos hablando, de un banco?

– Nada de eso.

– ¿Entonces para qué necesitas a Cullen?

– Creo que se divertiría. ¿Por qué no?

– Tu sí que te lo estás pasando bien, ¿no?

– He vuelto a nacer. Desde ayer tengo una nueva forma de vida.

– Dices que ese tipo va a reunir unos cinco kilos, más o menos… ¿Estamos hablando de dinero en efectivo, en fajos de banco?

– Es algo que no habrás oído nunca, Roy. Algo que no se ha hecho jamás.

– Tendrá algo que ver con las pompas fúnebres.

– No, a no ser que le peguen un tiro a alguien.

– Eso no es muy propio de ti, Delaney.

– Ya te he dicho que ahora soy una persona diferente. ¿Quieres saber de qué se trata, o prefieres adivinarlo?

– Conozco cualquier clase de palo o de atraco que hayan intentado hacer hombres maduros, aunque se hayan dejado el culo en él.

– Todos menos éste.

– ¿Has visto al tipo? ¿Sabes quién es?

– Lo he conocido hoy.

– ¿Sí?… Bueno, ¿y cómo es?

– Es un coronel nicaragüense.

Roy se quedó mirando a Jack. Luego se dio la vuelta, caminó hasta el otro extremo de la barra, preparó una bebida, la entregó y volvió.

– Así que has conocido a una mujer de la cual dices que puedes fiarte y que te ha largado un rollo que no me voy a creer, cómo conseguir cinco kilos.

– Más o menos.

– ¿Y cómo es que ella se lleva la mitad? ¿Acaso ese tío es su marido?

– Lo necesita para construir un hospital para leprosos.

Roy hizo una pausa y luego asintió:

– Ya, una leprosería. Es una buena idea. ¿Sabes por qué los leprosos nunca acaban una partida de cartas?

– Porque la dejan cuando ganan una mano -dijo Jack. Miró a Roy con gesto inexpresivo, porque sabía que ya le había ganado y que esa partida la iban a ganar juntos y a lo mejor hasta se lo pasaban bien jugándola-. De momento, lo que necesito es un oficial de policía. O alguien que sepa cómo hablar de esa manera desagradable, obscena, que utilizan ellos para dirigirse a los delincuentes.

9

La mirada de asesino de Roy no servía de nada en las puertas de los lavabos ni en los atascos de tráfico, así que se dedicó a dar patadas y a machacar el tablero del Volkswagen Scirocco de Jack con el puño. Era un Scirocco marrón del setenta y ocho, un poco deslucido pero todavía imponente, que Jack Delaney había comprado de segunda mano y tenía ya doscientos veinticinco mil kilómetros en el contador. No le preocupaba que Roy pudiese dañarlo con sus golpes, pero dio un salto cuando éste gruñó «muévelo, maldita sea» con aquella impaciencia que brotaba de él inesperadamente, a borbotones; luego se quedaba tranquilo durante un rato. Jack salió de las estrechas calles del Quarter, cruzó Canal y se metió en el centro nuevo, que parecía otra gran ciudad. Se dirigían hacia la parte alta por la avenida Saint Charles, otra vez en Nueva Orleans. Mientras, Jack le explicaba a Roy el asunto, el porqué aquel tipo estaba reuniendo los cinco millones de dólares. Roy decía de vez en cuando: «Oye, espera un momento», y le hacía preguntas. Jack las contestaba o le decía: «¿Es que no lees los periódicos? ¡Por Dios! ¿Nunca has oído hablar de los sandinistas?» Lucy le había dado un libro titulado Nicaragua con fotografías en color en las que aparecían unos individuos jóvenes con camisetas de deporte y gorras de béisbol que llevaban máscaras, capuchas con agujeros, o pañuelos atados a la cara, y toda clase de armas: Saturday Night Specials, rifles del veintidós. Un ejército mercenario que luchaba contra tropas bien armadas y uniformadas que llevaban cascos. Era impresionante ver aquellas fotografías de tipos en camiseta y enmascarados como bandoleros. Jack se veía a sí mismo como uno de ellos si hubiera sido nicaragüense y hubiera estado allí en el setenta y nueve. También había fotos de cadáveres, muerte y destrucción, incendios, refugiados que corrían y multitudes de personas mostrando banderas rojas y blancas. Había una foto del tío al que odiaban y al que finalmente expulsaron del país, Somoza, con traje blanco y fajín. Viendo a Somoza, Jack podía decir que era el tipo de persona que tiene los días contados y no se entera.

Roy dijo que una vez había tenido un soplón que era de Nicaragua, cuando trabajaba de paisano en la brigada criminal. Dijo también que Nueva Orleans estaba lleno de nicaragüenses. Llevaban las ventanillas bajadas y tuvieron que dejar de hablar cuando Jack adelantó a un ruidoso y traqueteante tranvía que circulaba por la avenida Saint Charles. Era su calle favorita, llena de robles y toda clase de arbustos y palmeras en los jardines de las casas. Cuando era pequeño se subía al tranvía por diversión. Los raíles recorrían todo el camino hasta el dique y luego subían por la avenida Carrollton hasta un punto en que el conductor cambiaba la posición de los respaldos de los asientos, se dirigía al otro extremo del coche y lo conducía de vuelta hacia Canal.

– Espero que algunos tíos que conozco no se enteren de lo que pretende ese nicaragüense -dijo Roy-. Harían cola para darle un bocado. ¿Es realmente tan malo como dices ese tipo?

– Pregúntaselo a Lucy. Ella te lo contará.

– Quiero decir que ese tipo es malo.

– Por eso es bueno robarle el dinero.

– Pero si es malo…

– ¿Sí?

– Entonces, ¿por qué no se queda con el dinero? ¿Es que es malo sólo en ciertos aspectos?

– Yo también he estado pensando sobre eso -dijo Jack-. A lo mejor tiene todo el dinero que necesita.

– ¿Y para qué necesita volver y arriesgarse a que lo maten?

– ¿Tú por qué eras policía?

– No era por dinero, eso seguro.

– Pues entonces -contestó Jack.

Hizo circular el Scirocco en segunda por la calle Audubon, llena de árboles y oscurecida por las sombras de las casas grandes, en cuyas ventanas brillaba de vez en cuando alguna luz. También las luces de algunos porches podían verse a través de los setos y arbustos.

– Ahí, a la izquierda. Esa es la casa de Lucy, de su madre.

– Pídele a Lucy que te compre un silenciador. Creo que puede permitírselo -dijo Roy.

– Ahí está el coche. ¿Qué hago?

– Sigue.

– Es el mismo, el Chrysler… ¡Jesús!, ese tipo del volante es el que se llama Franklin. El negro, o lo que sea. Criollo, yo qué sé.

– Baja hasta al final y da la vuelta.

– El otro tipo me parece que no es el coronel. -Jack tenía ganas de hablar-. Pero Franklin, joder, es el que estaba con él y me puso la pistola encima.

– Ésos me encantan -dijo Roy-. Venga, da la vuelta.