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– ¿No te gustaría añadirles un poco de peso?

– Creo que tendríamos que darles una oportunidad.

Quien se puso a hablar fue Crispín Reyna, diciendo que eran unos cabrones locos y que sería mejor que llamaran a sus superiores inmediatamente.

– Ya les he dicho que tenemos permiso para estar aquí.

– O cambiando de idea… -dijo Jack-, ¿qué tal si los tiramos al Outlet Canal? Llegarían al golfo antes del amanecer.

Vio que Roy, más alto que Franklin de Dios, asentía:

– A no ser que quieras llevarlos al cementerio de los desconocidos.

– ¿Dónde está eso?

– En la parroquia de San Juan Bautista, en el pantano. Dicen que si algún día se levantasen la mitad de los cadáveres de ahogados que hay allí, habría gente suficiente para llenar el Superdome.

– Es duro, ¿no? -dijo Jack.

Lo que no podían hacer era simplemente soltarlos. Lucy necesitaría poco más o menos una hora libre de preocupaciones y sin tener que mirar hacia atrás. Así que metieron a Franklin de Dios y a Crispín Reyna en el maletero del Chrysler, entre las protestas bilingües de Crispín. Finalmente consiguieron apretar al uno contra el otro, como si fueran dos amantes del gran dormitorio de Angola, mientras Roy les decía que perdonasen y que los sacaría al cabo de un rato.

Durante un rato hablaron de las armas, dos pistolas Beretta de nueve milímetros. Roy comentó que eran bonitas, mejores que aquellas Smith de seis tiros que tenían que llevar los polis cuando él estaba en el cuerpo. Metieron las pistolas bajo el asiento delantero del coche de Jack y luego discutieron el mejor sitio donde dejar el Chrysler con la llave puesta. Jack mencionó el City Park, en West End. Roy dijo: «Bueno, ¿y luego adónde vamos?» Jack dijo que creía que también podían empezar el espectáculo. Aparcar junto al hotel Saint Louis, averiguar en qué habitación se alojaba el recaudador de fondos y comprobar cómo estaba el escenario. Roy dijo: «Bueno, mierda, soltaremos a los tipejos por el camino.»

Y eso hicieron. Roy condujo el Chrysler y Jack le siguió. Lo dejaron en Tchoupitoulas, cerca de Callicope, donde solían aparcar los coches de la Feria Mundial. Cuando Roy entró en el Scirocco, Jack sonreía, esperándole para decir:

– Es una pena que no podamos quedarnos a mirar. Vendrá algún tipo, se llevará el Chrysler, e irá por la calle preguntándose qué diablos será ese ruido procedente del maletero. Un ruido como si alguien golpeara para salir. U oirá una voz que le llamará como si viniera de muy lejos: «¡Socorro, señor, socorro!»

– Delaney, eres un loco cabrón, ¿sabes?

Jack no dijo nada. Se sentía muy bien, contento de cómo iban saliendo las cosas.

10

Aparcaron en una parada de taxis en Bienville. Roy, que no podía olvidar que había sido policía, dijo que no pasaba nada; conocía a los taxistas, y si no les gustaba, que se jodiesen. El hotel Saint Louis estaba justo enfrente.

Jack se sentó a una mesa y pidió un vodka con whisky cuando por fin apareció el camarero. Le preguntó si la noche estaba floja. El camarero dijo que eso parecía. ¿Dónde estaba la gente? El camarero dijo que debía de haber salido a divertirse.

Fuera, en la calle Bourbon, entrechocando, un montón de gente sin dirección alguna, probablemente pensando «Así que es esto, ¿eh?». La calle, un camino sembrado de exhibiciones de carne y de tiendas de novedades decoradas con colores estridentes. Los pobres tíos del Preservation Hall y los demás desgraciados que tocaban dixieland, interpretando temas como When the Saints una y otra vez para los turistas que se quedaban en la puerta. Había algo de buena música si Al Hirt estaba en la ciudad, o si encontrabas un grupo con el que Bill Huntington tocara su contrabajo, o si estaba por ahí Ellis Marsalis. Su hijo Wynton había abandonado la ciudad para irse a tocar por el mundo.

No importaba, había bastante que ver, y siempre se podía comer. Tal vez porque vivía allí, Jack no entendía por qué a la gente le interesaba la calle Bourbon. Si él fuera de otra ciudad, se sentaría allí mismo y miraría las luces de la fuente mientras bebía algo, tranquilo, con todo el jardín bañado por la luz naranja.

Si fuera de otra ciudad, miraría hacia los pisos altos, a los toldos de los porches blancos, que ocupaban los cuatro lados, y se fijaría en las puertas de las habitaciones y en las persianas que decoraban las ventanas. Todos los recibidores daban al patio central. Se sentaría allí tal como estaba ahora, y decidiría que no necesariamente tenía que verle nadie si se metía en alguna habitación, pero que podía provocar una sensación extraña, estar así expuesto, dando la espalda a todo.

La habitación del recaudador de fondos era la 501, último piso, una suite en el rellano inmediato a la salida del ascensor. El recepcionista le había dicho que no estaba.

Roy estaba comprobando si conocía a alguien que pudiera ayudarles. De no ser así, sería el único hotel en que eso sucediera. Roy decía que era bueno tener amigos. Sobre todo si te debían algo. Había tenido una amiga que vivía en Bienville, justo al lado del Arnaud, una chica que se llamaba Nola. Roy decía que cocinaba mejor que los del restaurante. Decía que era una belleza y que fue dulce hasta que la vida se cerró sobre ella. Ése era el problema con las tías. Por un lado, eran las mejores confidentes, habían nacido para informar, sobre todo las putas. Pero, por otro lado, se emocionaban y no sabían cuándo tenían que callarse. «¿De qué coño me sirve saberlo ahora que estoy aquí?», le había dicho a Jack cuando se conocieron en Angola y se hicieron amigos y le contó su historia.

– Te estoy hablando de una monada de niña. No parecía una puta en absoluto. Era un bombón, con una voz suave. «Oh, Roy, si no te tuviera como amigo, estaría colgada las veinticuatro horas del día.»

– ¿Sólo erais eso?

– Eh, los amigos pueden irse a la cama juntos, ¿no? Dos personas liaban la cosa. Mi vieja mujer, Rosemary, no hacía más que protestar porque yo nunca estaba en casa. Si la vieras sabrías por qué. Y Nola estaba casada con un tipo de medio pelo que se dedicaba a las apuestas. Probablemente lo conocerás, Dickie Duschene, a veces le llamaban Dudu, tenía un local en Dauphine. Él apostaba y ella hacía la calle, así que no tenían eso que llaman vida familiar. El trato era que yo pasara a verla y entonces ella me contaba sus problemas o cualquier cosa que hubiera oído que pudiera interesarme, ¿sabes?, historias que sacaba de la calle, o de Dickie. Y mi parte del trato era protegerla y no molestar a ninguna de ellas, dejarlas que siguieran con su trabajo. Un día, cuando llegué, la encontré temblando y muy nerviosa, como si estuviera histérica o se hubiera muerto alguien. Le pregunto: «¿Qué pasa, preciosa?» Nola saca una bolsa de basura del lavabo, con treinta de los grandes dentro, todo en billetes de cien y de cincuenta. Le digo: «Vaya, has estado moviendo mucho la cola, ¿no?» Y ella dice que se lo había dado Dickie, pero que le daba miedo guardarlo en el apartamento. A veces tenía clientes que curioseaban sus cosas. Dijo que algún tipejo era capaz de robarle, así que era mejor que se lo guardase yo. Dijo que el dinero era de las apuestas y partidas de cartas de Dickie en aquel local de Dauphine que parecía cerrado. De acuerdo, pero algo no olía bien. ¿Cómo le iba a dejar él que guardara treinta de los grandes en una habitación donde entraban y salían tipos desconocidos? Le dije: «Eh, Nola, y una mierda.» Ella dijo que lo había hecho, de verdad. Pero también dijo algo más. Se había enterado de que Dickie iba a dejarla por una enfermera del Charity, y le había dado un ataque. Había empezado a romper cosas en su local, hasta que él le dio los treinta de los grandes para que se calmara. Sólo que funcionó al revés, la puso aún más nerviosa.

– Si le dio treinta, debía de tener mucho más.