Выбрать главу

– Exactamente, y el local de apuestas que llevaba tampoco era tan grande. Pero me llevé el dinero a casa y lo escondí en un buen sitio, porque se me había ocurrido una idea tremenda. Poner el dinero a trabajar, en cuanto tuviera ocasión, en mi continua lucha contra el crimen. Como usar un coche confiscado para vigilar. Usar algo de la pasta para pagar a los confidentes. Hacer que aquellos gilipollas se pelearan entre ellos para pasarme la información.

– ¿No te mentían?

– Claro, por naturaleza. A los chivatos hay que apretarlos, ponerlos contra la pared. Si el tipo quiere evitar una caída, te canta dónde va a estar el otro colega, cargado de droga, sólo que luego resulta que no está allí. Entonces le dices al tipo: «La próxima vez que no esté donde me hayas dicho, gilipollas, te empapelaré y te enviaré a Angola.» El caso es que corrió la voz de que pagaba, mierda, y hacían cola como si yo fuera un confesor. Oye, recibía llamadas por teléfono a medianoche, a las que contestaba Rosemary porque su jodido carácter amargo la mantenía despierta. Y si era una tía, lo tenía claro, porque Rosemary ni siquiera me miraba durante una semana. Casi todo eran fantasmadas, pero no todo.

– ¿Tienes hijos, Roy?

– Mis niñas crecieron y se largaron. Dos buenas chicas, pero no vienen a verme.

Se refería a Angola.

– Sigue con la historia.

– Hablábamos de soplones… Trabajé una vez en un caso de asalto a la Wells Fargo en Jackson, Misisipí, en que apareció parte del dinero en Nueva Orleans. Los federales tenían ya la pista de cuatro tipos de aquí, y los estaban vigilando. Pero los federales no tienen experiencia como policías. Usan ordenadores, y el ordenador no vale ni una mierda para obtener información en la calle. Tienes que bajar a meterte en el fregado con los gilipollas, y hablar con ellos de hombre a hombre. Uno de mis confidentes me dijo que fuera a ver a un tipo que estaba internado en el Charity con una herida de bala que según él era de un accidente de caza. Los federales le preguntan si caza con balas del 38, de un revólver Smith & Wesson. O sea, ellos sabían que uno de los tipos del atraco de la Wells Fargo había recibido un disparo en la huida. El fulano del hospital tenía una herida de entrada y salida, pero no lo sabía. O sea, no tenían el cartucho, sólo estaban intentando joderle. Cuando fui a verle era demasiado tarde. Por la noche, un tipo había entrado, le había puesto una almohada sobre la cabeza y le había disparado cinco tiros a través de la almohada. Dejó la pistola y se largó. El tío de la cama de al lado lo vio todo. La enfermera me dijo que tenían que cambiarle las sábanas cada vez que entraba en la habitación algún desconocido. Yo me dije: «Eh, esta enfermera se enrolla.» Empiezo a pensar en ella, y una semana después quedo con la tía para tomar algo, en un sitio que está cerca de Gravier, al acabar su turno. Utilicé lo que llamamos técnica de trabajo policial ACPL (Aproximación Científica en Plan Loco). Nos sentamos, pedimos manhattans, llegan las bebidas y le digo: «Oye, ¿cómo va tu amigo Dickie Duschene?» Casi se le atraganta la guinda, no podía creérselo. La enfermera enrollada ya no se enrolla. Llegamos a un trato cuando ya iba por el cuarto manhattan y me comenta que el tipo que se cargaron en el hospital ya se lo esperaba, lo veía venir, mientras se enamoraba de ella y le cantaba que había escondido ciento cincuenta de los grandes en una consigna del aeropuerto. Ella no sabía qué hacer con esos billetes, así que se los dio a su amigo Dickie, para que los guardase. ¿Entiendes lo que viene ahora? Te lo juro por Dios. Dickie le dio a Nola los treinta para mantener la paz en la familia. Como ella me los dio a mí, resultó que yo estaba utilizando parte del botín del mismo crimen que estaba investigando.

– Una historia curiosa.

– Todavía no he terminado. Me di cuenta de dónde me había metido, y de que tenía que salir rápidamente de en medio de toda aquella mierda en que estaba. Pero la enfermera enrollada que ya no se enrollaba se fue inmediatamente a los federales, que ya habían entrado en contacto con ella, y la pescadilla se muerde la cola. Dickie canta. Nola grita que ella no hizo nada, que se lo dio a la policía, a mí. Los federales y la poli vienen a mi casa. Preguntan dónde está el dinero. Sí lo admito, he pisado mierda. Nadie va a creer que lo he usado sólo para pagar a los confidentes. Esos gilipollas administrativos no comprenden el valor de los confidentes. Y quieren cogerme de todos modos, porque nunca les he informado de lo que hacía y eso hiere el orgullo que sienten por su situación de dominio. Así que contesto: «¿Qué dinero?»

– Te hiciste el tonto.

– Claro; ¿pero sabes lo que hicieron? Se llevaron a Rosemary aparte y la interrogaron. Yo no le había dicho nada del dinero, de modo que pensé que estaba seguro. Pero entonces, joder, le explicaron mi relación con Nola, los sucios bastardos, que era Nola quien me había dado el dinero. Rosemary dijo: «Ah, ¿de verdad?» Le explicaron que eran treinta mil. Podían haber sido trescientos, hubiera dado lo mismo. Rosemary abre su caja de costura y saca un puñado de envoltorios de paquetes de banco, los que yo tiraba a la basura cada vez que abría un paquete para pagar a los chivatos. Y cada vez, Rosemary los recogía. Luego esperó el momento oportuno para refregármelo por la cara. El momento oportuno fue cuando se enteró de lo de Nola. Pudieron relacionar los paquetes de dinero con el atraco de la Wells Fargo y me juzgaron por acusaciones secundarias, posesión de dinero robado, mierda, y me echaron de diez a veinticinco años. Rosemary tenía lágrimas en los ojos durante el juicio. Una mujer del telediario le preguntó cómo se sentía. Rosemary se frotó los ojos y contestó: «Llevo trece años casada con ese hijo de puta y apenas me hablaba. Veamos si le gusta, ahora que nadie le hablará a él.» Se refería a aquí -le explicó Roy a Jack en Angola-. Un poli intentando sobrevivir en el talego.

Llegó Roy apareciendo por detrás de la fuente iluminada. Se sentó al otro lado de la mesa, bebió un trago de su whisky e inclinó el cuerpo hacia delante, apoyando los brazos en la mesa.

– ¿Tienes llave maestra de este hotel?

Jack negó con la cabeza, sentado cómodamente en la silla del jardín.

– Cuando yo trabajaba, esto no era un hotel. No recuerdo qué era; creo que lo han transformado hace poco. Es bonito, ¿eh? Agradable.

– Pues si no tienes llave, ¿cómo pretendes entrar en la habitación de ese hombre?

– A lo mejor no nos hace falta.

– Entonces ¿para qué necesitamos a un ladrón? -preguntó Roy-. ¿Cuál es tu parte en el trato?

– ¿Temes tener que hacer tú todo el trabajo?

– De momento, así ha sido.

¿Hablaba en serio? Jack no estaba seguro. Sacó un cigarrillo y raspó una cerilla para encenderlo. El tono de voz de Roy era siempre el mismo, salvo que estuviera en un atasco o ante una puerta de lavabo, de modo que era difícil decirlo. ¿Pero hablaba en serio en aquel momento, o no?

– Yo seguiré a ese tipo -dijo Jack- y lo averiguaré todo sobre él. Desde dónde ingresa su dinero hasta qué toma para cenar… Si tengo que entrar en su habitación ya encontraré la manera, así que no te preocupes, ¿vale?

– No me preocupo -contestó Roy-. Ya te he encontrado la manera. -Tomó un trago, sin apartar la mirada de Jack, y luego esgrimió una sonrisa para seguir-: ¿Empiezas a ponerte nervioso?

Eso le confirmó a Jack que Roy había hablado en serio un momento antes y comenzó a darle vueltas a la cuestión. Roy era un amigo, pero había que llevarlo con cuidado, con un par de guantes como los de Leo.

– Has encontrado a algún conocido que trabaja aquí -dijo Jack, y vio que Roy ensanchaba su sonrisa.

– Adivina quién es.

– ¿Hombre o mujer?

– Hombre.

– ¿Blanco o negro?

– Marrón oscuro. Te daré una pista… un negro enorme.

– ¿Lo conozco?

– Podría haberte matado si no hubiera sido por mí.

Roy estaba manteniendo su protagonismo. Jack dijo:

– Me sorprendería que yo hubiera sabido hacer la o con un canuto antes de conocerte, Roy. Estás hablando de cuando estábamos en la granja. Déjame pensar… Aquella vez que estaba viendo la tele y llegaron aquellos cerdos y cambiaron el canal.

Vio que Roy asentía. Había sido una de las primeras noches en la prisión. Las luces se apagaban a las diez y media en el dormitorio, pero la televisión podía quedar encendida en la sala de las sillas plegables hasta las doce.

Aquel mismo día, justo antes de que a las seis abandonasen el trabajo y se fuera cada uno a donde fuese, el preso negro se le había acercado haciendo ruido de besos y diciendo:

– Eh, putón, me parece que tú eres mi tipo, desde luego.

Y repitió el sonido de besos y Jack le pegó en la fruncida boca, se dio media vuelta y le lanzó el golpe con todo el peso de su cuerpo. Cogió al individuo por sorpresa y le pegó tal como hacía cuando tenía quince o dieciséis años y peleaba a la orilla del río, aunque entonces era por diversión, no por librarse del acoso de un tipo cuando las luces se apagan. Había oído a unos con otros en la oscuridad, ¡Jesús!, y no podía creerlo. Inmediatamente después de golpear al tipo y de que le rodease una multitud, Roy se destacó y dijo:

– ¿Piensas pelearte con cualquiera que te quiera como compañero?

Jack tenía toda la adrenalina a mano y contestó:

– ¿Quieres comprobarlo?

– Me necesitas, Delaney -dijo Roy. Y sabía su nombre-. Ellos son setenta y uno y nosotros dieciocho. -Se refería a blancos y negros en el dormitorio-. Si no te importa formar parte de un matrimonio mixto diles que eres del círculo de Roy Hick. ¿Entiendes? Que eres amigo mío de la vida civil. Eso te librará de romperte las manos o de morir, una de dos.

Sentado a la mesa del jardín del hotel, Roy le dijo:

– Estabas viendo «Vidas de ricos y famosos», y aquellos tres cerdos aparecieron y cambiaron de canal para ver Bugs Bunny o cualquier otra gilipollez.

– «Vidas de ricos y famosos» el programa preferido de todos los ladrones, todavía no lo hacían. Estaba viendo una película, te diré cuál era, era The Big Bounce, una película horrible, pero salía Lee Grant y entonces yo estaba enamorado de ella. Esa mujer tiene una nariz maravillosa. Y aquellos cerdos vinieron y lo cambiaron por «Vacaciones en el mar», que yo no soportaba. Así que me levanté y lo volví a cambiar.

– Entonces llegué yo -dijo Roy-. ¿Y quién fue el que volvió a poner «Vacaciones en el mar»?

– El negro más grande que haya visto en mi vida, incluso contando cuando el Refrigerator jugaba con los bears en la Superbowl. ¿Pretendes decirme que Little One trabaja en este hotel?

– Es camarero -le explicó Roy-. Lo acabo de ver metiendo una mesa en el ascensor. Little One… Aquella noche volvió a cambiar el canal y tú no sabías qué hacer.

– ¿De qué estás hablando? Yo iba a cambiar en cuanto se sentara. Tú entraste, me miraste y dijiste: «¿Por qué estás viendo esta mierda?» Yo no la estaba viendo, yo estaba viendo la película.

– Te hubiera matado.

– Podía haberlo intentado.

– Le dije: «Little One, siéntate», ¿te acuerdas? Le dije: «Si no te portas bien, no te dejaré entrar en Dale Carneggie Club.» Joder, yo estaba en el comité ejecutivo y Little One lo sabía. Se moría de ganas por entrar en el club, porque ya sabes que le encantaba hablar. Pero no le dejaban porque era un mamón.

– Recuerdo que intentaste que me apuntara yo.

– Tendrías que haberlo hecho. El Dale Carneggie cambió la vida de Little One. Incluso le dejaron entrar en algunos grupos de Angola.

– ¿Le has hablado del recaudador de fondos?

– Claro que sí. Lo conoce. Dice que ese tipo está amontonando una cuenta increíble, pero que no da una jodida propina.

– Me pregunto cuándo volverá.

– El recepcionista piensa con el culo. Ese tío no ha salido. Está sentado ahí mismo, en el bar. -Roy asintió-. En aquella puerta de la esquina. El comedor y el bar.

Jack no se movió.

– ¿Ha dicho Little One que está allí?

– La última vez lo ha visto.

– ¿Me lo ibas a decir, o te lo ibas a guardar para ti?

– Te lo acabo de decir, ¿no? -Roy se recostó en la silla y siguió hablando-. Jack, si no nos divertimos, no vale la pena hacerlo. Pensaba que estábamos de acuerdo en eso.

Jack se sentía descentrado, tenso, pero pensaba que no se le notaba. Dio una chupada al cigarrillo, exhaló un fino chorro de humo y dijo:

– Lo olvidaba. Hagámoslo fácil.

– Como jugamos con los dos tipos del coche. Sin problemas.

– Está en el bar, ¿eh?

– Creo que no deberías meter la cabeza ahí dentro y dejar que te viese -dijo Roy-. No tendría mucha gracia, ¿verdad? Podríamos tomarnos otra copa y esperar a que salga. Es imposible que te reconozca, con esta mierda de luz. Aunque podrías poner tu silla un poco más atrás, detrás del árbol.

– Buena idea -dijo Jack.

Roy le sonrió:

– Sabía que te gustaría.