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– Buscaré algo.

Oyó sonar el teléfono, el de su habitación, no el de la empresa.

– Te estás metiendo en algo, ¿no?

Jack no contestó. Se dirigió deprisa a su apartamento, se sentó en un sofá que se había pasado treinta años en un velatorio antes de ir a parar allí, y cogió el teléfono.

La voz de Cullen dijo:

– Jack, me van a echar de aquí, dicen que tengo que irme. En cuanto localicen a Tommy Junior tendrá que venir a buscarme. Han hablado con Mary Jo y ella les ha dicho que llamen a la cárcel, porque no piensa aceptarme en su casa.

– ¿Qué has hecho?

– No he hecho nada. No sé qué está pasando.

– ¿Qué te han dicho?

– Un fulano, uno de los ayudantes, ha venido a mi habitación esta mañana y me ha dicho que haga las maletas porque me voy. Yo le he dicho: «¿Qué dice, que me voy?» Y me ha contestado que Miz Hollenbeck le ha ordenado que me lo diga. Es esa tía que dirige el local. Voy a su oficina, para averiguar qué pasa. Salta y dice: «No entre. Quédese donde está.» Y le dice a su secretaria: «Evelyn, llama a Cedric.» Es el tipo que me ha dicho que tenía que hacer las maletas. Uno de los negros que hace el trabajo sucio aquí. Yo he dicho: «¿Qué es esto? ¿No ha recibido el cheque de la asistencia médica, o qué?» Miz Hollenbeck parecía asustada de que pudiera acercarme a su mesa, y me decía que me quedara donde estaba, que no me moviera.

– ¿Tiene esto algo que ver con Anna Marie? -preguntó Jack.

– Bueno, sí, más o menos. Pero en ese momento sólo me ha dicho que Tommy Junior firmó un contrato en el cual consta que, de observar una conducta impropia, tengo que irme, y que están intentando localizarle. Ya sabes que es pintor a domicilio. Sólo que últimamente ha tenido algún problema con la bebida, y no siempre está donde dice que va a estar. Creo que la culpa es de estar siempre entre el olor a pintura y de estar casado con Mary Jo.

– ¿Qué le has hecho a Anna Marie?

– ¿Cómo que qué le he hecho? Nada que ella no estuviera deseando.

– ¿Cuándo fue, anoche?

Oyó el timbre de la escalera. Eso significaba que había entrado alguien.

– Hice que el negro, Cedric, me trajera una botella de vino; es bueno, cuesta cuatro dólares, y le di un pavo a Cedric. Me tomé un par de vasos y luego pasé por la habitación de Anna Marie, a ver si le apetecía un vaso.

Jack encendió un cigarrillo con las cerillas del hotel, escuchando, contemplando un grabado enmarcado colgado en la pared, encima de la nevera: dos chicas jóvenes en un bosque primaveral, jugando en un columpio, en una época que Jack no podía ni imaginar. No había nada en la habitación que fuera suyo: podía recogerlo todo en una bolsa y salir de Mullen e Hijos en cinco minutos.

– Le dije que su habitación era muy bonita. Anna Marie dijo que bueno, que si me gustaba… Miró arriba y abajo del pasillo y yo entré. En cuanto serví el vino, sacó el álbum. «Éste es Robbie, y éstos son Rusty, Laurie y Timmy», me enseña sus niños, sus nietos, sus biznietos, y me dice todos sus nombres. Yo le dije: «Anna Marie, eres demasiado joven para tener biznietos, ¿eh? Venga.»

– Cully, no sé si quiero oír esa historia -dijo Jack.

– De verdad. No aparenta la edad que tiene. Aparenta setenta… tal vez setenta y dos. ¡Qué diablos, yo tengo sesenta y cinco! ¿Dónde está la diferencia? Le dije: «Anna Marie, es una familia excelente y tú eres una mujer muy guapa.» Estábamos sentados uno al lado del otro en aquellas dos sillas que había juntas. Vi que eso le gustaba, lo que le había dicho. Así que me incliné y le di un besito en la oreja. Pegó un salto, yo me cagué de miedo, y lanzó un grito. Lo que había pasado es que le había dado el beso en el audífono. Le dije: «Anna Marie, eso no te hace falta, quítatelo.» Lo hizo. Le di otro beso y le dije: «Vaya, qué guapa estás» y toda esa mierda. Y luego le dije: «¿Por qué no nos sentamos en la cama? Estaremos más cómodos.» A todo lo que yo decía, ella contestaba «¿Qué? ¿Qué?» La rodeé con el brazo, la levanté y la acerqué a la cama. Nos sentamos al borde de la cama, ¿sabes? y no se movió ni dijo una sola palabra. O sea que no puso objeciones a nada de lo que yo hacía.

Jack no quería preguntar, pero algo le impulsó a hacerlo:

– ¿Como qué?

– Como besarla. ¿Sabes?, la rodeé con el brazo… Le abrí la bata, y llevaba un camisón de franela debajo. La besé un poco más. Ella se quedó sentada. Yo pensaba: «Joder, hace demasiado tiempo y ya no se acuerda de lo que ha de hacer. Pero no tengo prisa.

Cuando te pasas veinticinco años sin echar un polvo, ¿qué más da unos minutos más cuando ya estás a punto?» ¿Verdad? Pero no sé, pensaba que o hacía demasiado tiempo o era frígida. Metí la mano bajo la bata…

Jack notó que se ponía tenso.

– Le toqué una teta. No, primero tuve que buscarla. No estaba donde suelen estar. Puse la mano encima y Anna Marie se puso como si se hubiera vuelto de piedra, con los ojos muy abiertos, mirando directamente hacia delante. Así que lo envié todo al diablo, ésa no era mi noche.

Jack notó que se relajaba.

– No hiciste nada.

– Ya te lo he dicho.

– Entonces, ¿por qué te echan? -Vio a Leo en el umbral de la habitación, con la misma expresión que Jack imaginaba en la cara de Anna Marie cuando se volvió de piedra, y dijo-: Espera un momento Cully.

– Hay un hombre abajo que pregunta sobre la visita que hiciste el domingo a Carville.

– ¿Quién es?

– No lo sé. Le he dicho que el domingo tuve el día libre, pero que ya me enteraría. No sabía qué decirle.

– ¿Qué pinta tiene?

– Parece… No sé qué parece. Una persona normal y corriente.

– Tranquilo, Leo. ¿Es norteamericano o latino?

– Norteamericano -contestó Leo sorprendido.

– ¿Te ha enseñado alguna identificación?

– No se la he pedido.

– De acuerdo, ya me encargaré yo.

– Está en el salón… ¿Hablarás con él?

– Sí, en cuanto acabe.

Jack esperó con la mano sobre el auricular. Vio que Leo agitaba la cabeza antes de irse. Se llevó el teléfono al oído.

– Cully, ¿dónde estábamos? Ah, sí, ¿por qué te echan?

– ¿Recuerdas que te he dicho que se quitó el audífono?

– Sí.

– Lo puse en un bolsillo de mi bata mientras estábamos allí sentados. Al irme, me olvidé de devolvérselo, y esta mañana le ha dicho a Miz Hollenbeck que le robé el jodido aparato.

– ¿Eso es todo?

– Eso es lo que le he dicho a Miz Hollenbeck: «¿Habla en serio? ¿Para qué coño necesito yo un audífono? Puedo oír mejor que usted y le doblo en edad.» Eso no le ha gustado.

– ¿Has hecho las maletas?

– Todavía no.

– Bueno, pues prepárate. Te recogeré.

– Jack, creo que aquí no se puede echar un polvo.

– No, supongo que no.

– Jack, no quiero vivir en una funeraria.

– ¿Y quién sí? -contestó Jack.

El hombre que esperaba en la sala de Mullen e Hijos era el mismo que había abandonado el hotel con Dagoberto Godoy. Jack se dio cuenta al llegar por el pasillo y verlo desde la misma distancia, aproximadamente, que la noche anterior, con las mismas gafas de montura gruesa y el mismo traje oscuro, pero esta vez con corbata. Desde cerca, el hombre era como había dicho Leo: normal y corriente. No exactamente de la misma estatura que Jack, unos centímetros más bajo, pero con unos doce kilos más bajo la chaqueta abrochada.

– ¿Puedo ayudarle en algo? -dijo Jack.

El hombre inclinó la cabeza hacia un lado, recibiéndole con una sonrisa agradable, pero con la mirada fija tras las gafas. Contestó:

– ¿Me preguntas si puedes hacerlo? Creo que sí, Jack. Y añadiría que si lo hicieras sería en tu propio interés.

Jack inclinó la cabeza con el mismo ángulo que el hombre y le devolvió la mirada con su propia sonrisa, pensando que Roy tenía razón: aquel fulano debía de ser la ley, pero no la local, sino de alguna agencia del gobierno, con iniciales. Los policías de Nueva Orleans podían venirte con mierdas, pero nunca lo harían en plan simpático, Jack también pensaba que podía vencer al hombre en ese juego, y tenía razón.