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– ¿Y a ti qué te gusta, Jack?

Jack no contestó. Se quedó mirando aquel trocar, que parecía una lanza, apoyada sobre el vientre de Buddy Jeannette, a unos pocos centímetros de su ombligo.

– ¿Te das cuenta? -dijo Leo-. No piensas en las cosas normales que tú mismo dirías que piensa la gente. Siempre tienes que pensar alguna locura, ¿no?

– No estaba pensando en nada. Pero, si no te importa que lo diga, Leo, creo que este negocio te hace envejecer antes de tiempo. Es tan serio… ¿Sabes?, hay pocos momentos tranquilos.

Vio, con alivio, que Leo aflojaba la presión del trocar.

– Tienes razón. Suelo precipitarme al sacar conclusiones. Oigo que estás con esa tía pelirroja e inmediatamente te veo entrando otra vez en esa rutina de bares de hotel.

– Sólo la invité a una copa.

– Ya, bueno, aun así… Después de lo que te hizo, tienes que estar loco si no le niegas hasta el saludo.

– Ella no me hizo nada Leo. Me lo hice yo mismo. El cerebro se lo plantea al deseo, ¿vale? Y el deseo dice «de ninguna manera» o dice «de acuerdo». Eso lo aprendimos en el colegio.

»Quiero decir que no hay que culpar a nadie cuando la jodes.

– Sólo espero que te des cuenta de que si empiezas a buscar otra vez ese tipo de diversiones sólo puedes acabar de dos maneras. Una de ellas ya la conoces, y la otra, Jack, está encima de esta mesa. Como la que ha encontrado tu amigo.

– Iré a Carville mañana.

– Te lo agradecería -dijo Leo. Miró hacia abajo y tocó el vientre de Buddy Jeannette con la punta aguda del trocar, a unos quince centímetros del ombligo.

Jack dijo:

– Espera. ¿A qué hora tengo que ir? -Vio que Leo se inclinaba sobre el instrumento e insistió-: Leo, espera. ¿Vale? -Y luego dijo-: Oh, mierda.

Y se dio la vuelta.

2

Uno de los camareros del Mandina, Mario, un tipo joven al que Jack Delaney conocía bastante, preguntó:

– ¿Le clavas la cosa a la persona, como si la estuvieras apuñalando?

– ¿De qué otra manera podría hacerse?

– ¿Y le pinchas por todo el cuerpo?

– No, una vez le has aplicado el trocar, lo dejas en el mismo sitio. Lo que cambia es el ángulo. O sea, lo que haces es aspirar las vísceras. Si le das al hígado y no se hunde, sabes que el fulano era un privilla, que tenía cirrosis.

– ¡Jesús! Yo nunca podría hacerlo.

– Te acabas acostumbrando.

– ¿Quieres otro?

– Sí, con tres aceitunas. Luego cambiaré.

– Tío, yo no podría hacerlo.

– Hay embalsamadores profesionales que trabajan por libre y sacan unos cien por trabajo. ¿Qué te creías? Son treinta o cuarenta de los grandes al año.

– Yo no -dijo Mario, alejándose.

Los sábados por la tarde, el café, sencillo, de techo alto, estaba casi vacío. Demasiado arriba de la calle Canal para los turistas. Mullen e Hijos estaba sólo a una manzana de distancia.

Después de los funerales, Jack y Leo solían ir al café, todavía ataviados con traje oscuro y pajarita de color gris perla, ocupaban una mesa y empezaban a hablar, tratándose el uno al otro con educación hasta que empezaba a entrarles la relajación que producía el primer martini con vodka helado. El de Jack, con aceitunas rellenas de anchoa; el de Leo, con una rodaja de limón. A Leo le brillaban los ojos cuando miraba al camarero negro con barba, uno que había salido en una película titulada Pretty Baby y que les llamaba «petimetres funerarios». Leo solía decir:

– Henry, ¿por qué no lo haces otra vez? Te aseguro que nos encantaría, Henry.

Luego se tomaban una crema de alcachofas y una ración de ostras.

Mario se acercó a la barra con el martini y lo dejó sobre el posavasos que había delante de Jack.

– Lo que no entiendo es cómo puedes hacer eso de jugar con muertos cada día de tu vida.

Jack cogió el martini, a punto de decir que al menos los muertos no se quejan ni plantean problemas. Pero esperó y pensó un momento. Luego contestó:

– No lo sé. Realmente no lo sé.

Bebió un trago, se puso una aceituna en la boca, la masticó y tomó otro trago. «Jesús, qué bueno.»

– Tengo entendido que no les ponéis bragas a las mujeres para meterlas en la caja.

– ¿Quién te ha dicho eso?

– No sé, lo oí una vez.

– Las vestimos hasta los pies. Los zapatos, depende; pero todo lo demás se lo ponemos.

Mario alzó el vaso de Jack para ponerlo sobre un posavasos nuevo.

– ¿Has tenido alguna vez una chica realmente guapa, quiero decir con un cuerpo perfecto, y… ya sabes, has tenido que hacerle todas esas cosas?

– Ahora ya no te parece tan mal, ¿eh?

– Aun así, sería incapaz de hacerlo.

– ¿Sabes lo que es peor? Cuando te llega un cadáver, lo miras, y de repente te das cuenta de que se trata de un individuo que era amigo tuyo.

– Eso impresiona, ¿no? Alguien conocido…

– Incluso si hace tiempo que no has visto a esa persona. Como el fulano de hoy. Lo veo allí tendido y no me lo creo. No sólo está muerto, sino que es ocho años más viejo que la última vez que lo vi. ¿Entiendes lo que quiero decir? Es otra persona. Lo miro, era un individuo que se llamaba Buddy Jeannette, lo conozco, pero no lo conozco. No sé qué ha hecho, ni dónde ha estado.

– ¿De qué ha muerto?

– Mira, el caso es que ese tipo era algo más que un amigo. Cuando lo conocí, la primera vez que lo vi, hizo que cambiara por completo mi jodida vida.

– ¿Qué era, una especie de cura?

– Era un ladrón de hoteles.

– ¡No jodas!

– Ya sabes que yo estuve preso.

– Sí, una vez lo mencionaste.

– Bueno, pues antes de eso, cuando conocí a ese tipo… Espera, antes tengo que explicarte algo. Justo cuando salí de la escuela trabajé en la Maison Blanche, y me sacaban en los anuncios. Decían que era la talla cuarenta perfecta, que tenía buena dentadura, que les gustaba mi pelo… Pero lo dejé porque era una mierda tener que estar allí, bajo todos aquellos focos. Luego, en esa época de que te hablo…

– ¿Cuando conociste al tipo?

– Sí, hace ocho años. Yo tenía entonces treinta y dos, y trabajaba para los hermanos Rivés. Apenas ganaba doscientos a la semana.

– Emile y su hermano. Vienen por aquí.

– Ya lo sé. Son mis tíos… De cualquier modo, aquella noche en concreto salí del Félix, allí en Iberville, me había tomado mis ostras y un par de cervezas, y me paró una mujer por la calle. Quería saber si alguna vez había hecho de modelo. «Sí, ¿le suena la Maison Blanche?» Supe que no era de la ciudad por su forma de hablar. Me dijo que habían venido de Nueva York para hacer un catálogo de ropa deportiva de Holanda -esa marca que lleva un tulipán pequeño en las camisas- y que me pagarían mil pavos por cuatro días. Así de simple. Los mil fijos, más horas extras. Pero, por la forma en que me miraba y me tocaba el pelo, tuve la sensación de que quería hacerme algo más que sacarme fotos.

– ¿Ah, sí? ¿Era guapa?

– Atractiva, con mucho estilo. Llevaba gafas oscuras constantemente y tenía la piel más blanca que he visto en mi vida. Debía de tener cuarenta y tres años.

– No está mal.

– Se llamaba Betty Barr, y era ejecutiva de publicidad. Sólo los demás modelos y el fotógrafo la llamaban Bettybarr, como si fuera una sola palabra. No sé por qué, pero a mí me costaba, así que no la llamaba de ninguna manera. Empezábamos por la mañana y trabajábamos todo el día, en exteriores, siempre en diferentes escenarios. La plaza Jackson, naturalmente, el parque Audubon, el faro de New Bassin Canal, los muelles de Lafitte, ¡Jesús!, con los enanos del Cajun allí, mirando. Allá nos tenías, todo el grupo posando, como si estuviésemos encantados de llevar aquella ropa: tobilleras, camisetas de rugby… A aquel tipo, Michael, que nunca me dijo una jodida palabra, parecía no importarle tener pinta de gilipollas. Veíamos cómo hacían comentarios los enanos. O las chicas, pero a ellos no les importaba, eran niñatos: dieciséis, diecisiete… -Tocó su vaso-. ¿Por qué no me lo vuelves a llenar? Vodka solo.