Выбрать главу

– El hombre de piel cubana y trajes de quinientos dólares. Barrer su habitación, y ver si tiene alguna chapa o alguna pista antes de reemprender el negocio.

– Nada de eso.

– Jack, cuando vuelvas a la granja, dale recuerdos de mi parte a Smoke y a Too Good, y al pequeño cabrón de Minne Mo, si todavía está. Déjame pensar quién más…

Jack pasó por el vacío vestíbulo y cruzó uno de los jardines que daban al bar, de colores pastel bajo la suave luz, elegante y sin un alma. El camarero oriental volvió a la vida y le sirvió un vodka.

Si esto hubiera sido en la época en que se dedicaba a aquel negocio, habría echado un vistazo, se habría vuelto y se habría ido a buscar un hotel del centro, lleno de ruido, de turistas y de gente con placas con su nombre divirtiéndose en el bar. Se habría transformado al percibir el brillo, al respirar el perfume de las mujeres en traje de noche, aquellas chicas que seguían su propio juego mientras Jack buscaba mujeres que llevaran diamantes respetables, maridos que llevaran talonarios en la chaqueta o carteras con montones de billetes. Se tomaba un par de días para seleccionar: entonces subía en el ascensor con alguna pareja interesante, se bajaba un piso antes del que ellos hubieran indicado y subía corriendo la escalera para ver en qué habitación entraban. Una hora después comprobaba si ponían la cadena en la puerta. Al día siguiente entraba en la habitación mientras ellos sacaban fotos en Jackson Square, revisaba los armarios, las maletas y los neceseres, miraba en los zapatos y tanteaba entre las ropas colgadas en el lavabo. Luego se encargaba de la cadena. Si la pareja la ponía, la cambiaba por una suya, que tenía tres o cuatro eslabones más. Aquella noche, la pareja pondría la cadena sin advertirlo. Él volvería después, abriría la puerta con la llave maestra y podría meter la mano y descorrer la cadena. Luego, al salir, la volvía a poner si había obtenido un botín fuera de lo normal y estaba contento. Si no, la cortaba. Hacer todo eso, salirse con la suya, ¡y no poder decírselo a nadie!

Si oía a algún vendedor que vacilaba a las chicas e intentaba impresionarlas con la cantidad de ordenadores que había vendido, se sentaba a la barra o intentaba algo como: «¿Tú y yo no hicimos de modelos en un anuncio el año pasado?» O les decía que estaba aprendiendo inglés y hablaba con fingido y estúpido acento francés.

Lo intentó con Helene la primera vez que la vio en el bar del Roosevelt, impresionado por su perfil y sus piernas desnudas, cruzadas, dentro de una falda verde corta. Le dijo que era de «Paguís» y Helene contestó:

– ¿No estará cerca de Morgan City, por casualidad?

Entonces le dijo que no había sido un mal intento, que resultaba original, pero que hasta dónde podía llevarlo. ¿O acaso su vida era tan aburrida que tenía que pretender ser quien no era?

Él le dijo, sin el acento francés, que tenía la nariz y los ojos castaños -enfatizó lo de los ojos- más bonitos que había visto en su vida, y que su vida, su profesión, estaba muy lejos de ser aburrida.

– ¿A qué te dedicas?

– A ver si lo adivinas.

– ¿Vives aquí?

– Sí.

– ¿Tienes mucho dinero?

– Bastante.

– Vendes drogas.

– No vendo nada.

– Compras.

– No.

– Robas.

– Exacto.

Ella dudó.

– ¿Qué robas?

– Adivínalo.

– ¿Coches?

– No.

– Joyas.

– Exacto.

– Ya, seguro -dijo ella-. ¿De verdad? ¡Venga, hombre! ¿Y qué haces con ellas?

– Se las vendo a un tipo por cerca de una cuarta parte de su valor.

– No sé si creerte -dijo ella con un tono de voz diferente, más suave, dubitativo.

Jack se dio media vuelta en el taburete, miró hacia la sala y se volvió a Helene:

– ¿Qué haces mañana?

– Trabajo. Con una abogada.

– Pasa por aquí a la hora de comer. Estoy en la 610.

– ¿Y si no tengo apetito?

– ¿Ves a esa mujer con el traje azul de malla?

– De gasa.

– El tipo que está con ella lleva esmoquin.

– ¿Qué pasa con ella?

– ¿Ves el anillo que lleva?

Hacia la una y cuarto del día siguiente, en el silencio de la habitación, turbado sólo por los débiles ruidos de la calle, Helene movió su cabeza sobre la almohada y dijo:

– Me parece que me estoy enamorando de ti.

Buddy Jeannette le había dicho: «Ve siempre bien vestido y coge siempre el ascensor. Si te encuentras con alguien en la escalera te recordará, porque normalmente no se ve a nadie por las escaleras. Pero en un ascensor, tío, estás demasiado cerca de la gente para que se te pueda ver.»

Así que Jack subió en un ascensor vacío al quinto piso del hotel Saint Louis, con su traje de trabajo azul marino, salió y encontró la habitación 501 junto a la puerta del ascensor, invisible desde el jardín de la planta baja. Se acercó a la puerta y llamó tres veces, esperando, dándole tiempo al hombre por si estaba dentro. Entonces hizo uso de la llave y entró.

El recaudador de fondos había dejado todas las luces encendidas, incluso la del baño. Little One le había dicho a Roy que había llamado a las siete para ver si podía recoger la mesa de servicio y que no le habían contestado, pero que a las cinco y media, cuando les llevó champaña y licores, estaban él y otros dos latinos, y que entonces habían llegado dos blancas con pinta de putas.

El desorden resultante de la fiesta se notaba en la sala de estar de la suite, llena de botellas y vasos. Había una bandeja con unos cuantos canapés sobrantes, emparedados, huevos duros, un recipiente con hielo derretido y colas de gamba. Había colas de gamba en los ceniceros, servilletas en el suelo, manchas de humedad reciente en la moqueta roja… Varios sobres dirigidos al «Cor. Dagoberto Godoy / Hotel Saint Louis», con remite de Tegucigalpa, Honduras. Las cartas estaban escritas a máquina, en castellano. Al cruzar la sala para acercarse al teléfono, que estaba sobre la mesa, Jack se vio reflejado en el espejo que había encima del sofá. Recordó las cartas de su padre con el matasellos de Honduras. Había recortado los sellos y los había guardado. No había nada junto al teléfono, sólo unas cuantas colas de gamba.

Aquello era como en las visitas de preparación de la tarde, no tenía nada que ver con la viva sensación que provocaba entrar cuando sabías que había gente en la oscuridad, cuando oías su respiración y una cantidad inimaginable de variedades de ronquidos. Se lo había explicado a Helene:

– ¿Sabías que las mujeres roncan tanto como los hombres? Incluso he hecho un estudio. Las mujeres no resultan tan sonoras, pero son más originales. Algunas hacen «chit… chit», como un ligero estornudo. Otras al espirar, hacen «pisssssss».

– Eres fascinante -había dicho Helene, intensificando la mirada de sus ojos castaños, con el mentón apoyado sobre la mano en que estaba la piedra azul, el zafiro.

Jack le dijo que era la única persona del mundo, aparte de Buddy Jeannette, que sabía lo que él hacía. Eso le gustó a ella; alzó los hombros. Jack le dijo que había sabido que se lo iba a contar; que ya lo supo aquella misma noche en que empezaron a hablar. Ella contestó que desde el principio se había dado cuenta de que había algo distinto en él, algo misterioso.

– Tiene que dar mucho miedo hacer eso, ¿no? -preguntó Helene.

Jack le explicó que a veces, cuando todo estaba en silencio, se imaginaba que el hombre y la mujer estaban tumbados escuchándole y que eso era lo que daba miedo de verdad.

– Por eso lo haces, ¿eh? Porque da miedo.

Contestó que no pensaba demasiado en el porqué de lo que hacía. Pero sí pensaba, de vez en cuando, que a lo mejor si lo hubieran enviado al Vietnam no lo haría. Lo declararon inútil en las pruebas físicas: tenía mononucleosis. Luego no volvieron a llamarlo. Le explicó que a veces, cuando ya había salido de la habitación con su bolsa y tenía que esperar a que llegara el ascensor, le entraba más miedo que cuando estaba en la habitación. Lo mejor era cuando llegaba a su habitación y cerraba la puerta, o cuando salía del hotel, si no se alojaba allí. ¡Jesús, qué tranquilidad!