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– Como si no hubieses robado a nadie -dijo Helene.

Y él contestó que, bueno, tenía que haber algo que ganar: no ibas a jugarte el cuello sólo por la emoción. Eso era lo bueno, hacerlo. Sí, porque él nunca pensaba en eso como, bueno, como un robo. ¿Tenía sentido, todo eso?

– Quiero ir contigo. ¡Sólo una vez, por favor! -imploró Helene.

Durante unas cuantas semanas no quiso ni oír hablar de eso. Después se pasó los siguientes treinta y cinco meses preguntándose cómo podía haber sido tan jodidamente loco. Cuando se lo explicó a Roy, éste le dijo:

– Jesús, te tienes merecido el estar aquí. Has caído simplemente por estúpido.

Entraron en la suite a las tres de la madrugada y ni siquiera había cruzado la sala cuando Helene tropezó con algo y gruñó. «¡Por Dios!», y una voz preguntó desde la cama «¿Quién hay ahí?», y se encendió una luz y huyeron bajando por las escaleras desde la decimoquinta planta, y los agentes de seguridad del hotel les esperaban en el vestíbulo. Jack abrió mucho los ojos y dijo «¿De qué va esto?», haciéndose el sorprendido. «Se están equivocando.» Puso cara de ofendido y dijo: «Nosotros nos alojamos aquí.» Y el tipo de la bata insistió: «Sí, estoy seguro de que son ellos». Jack le dijo a los de seguridad del hotel que ya oirían a su abogado. El único abogado a quien oyeron fue el de Helene, el tipo para quien trabajaba, un abogado especialista en divorcios que no sabía ni una mierda sobre cómo negociar con la justicia en cuestiones de derecho criminal. Pero eso es lo que hizo, meter la nariz, y les ofreció un trato cuando no tenía que haberlo hecho, la inmunidad para Helene si ella declaraba contra Jack Delaney, y los polis del fiscal del distrito pudieron engancharlo. Consiguieron una orden judicial de registro y encontraron sus llaves maestras y un maletín con las iniciales RDB que había robado unos meses antes y que había olvidado que estaba en su lavabo. Querían endosarle los treinta robos cometidos en los dos últimos años, así que Jack y su abogado de Broad Street propusieron su propio trato.

De acuerdo, confesaría los treinta y podrían cerrar esos casos a cambio de una acusación de allanamiento, unos cinco años y la posibilidad de salir a los tres si se portaba bien. Helene dijo: «Jack, lo siento muchísimo».

Había toallas mojadas en el suelo del cuarto de baño, y un par de calzoncillos, ambos de color rojo vivo; cinco billetes de cien dólares enrollados y un carrete de treinta y cinco milímetros lleno de cocaína en el neceser del coronel. Su cama estaba deshecha, parecía devastada, con las sábanas y la almohada tiradas por el suelo. Había al menos una docena de calzoncillos, todos del mismo rojo vivo, en el armario. Escondida entre las camisas, una Beretta automática.

Lo más interesante estaba en la mesa de la habitación, junto al teléfono. Resguardos de depósitos bancarios, un montón de ellos en diferentes tonos pastel… Un momento. Algunos eran resguardos de reintegros. Aparecía la misma cantidad ingresada, reintegrada y vuelta a ingresar en fechas distintas… y Jack advirtió que se trataba de operaciones en cuatro o cinco sucursales distintas de Whitney e Hibernia. Aquel tipo no lo estaba metiendo todo en la misma cuenta. Jack copió los datos, con sus signos más y menos en un papel del hotel. En otro papel del hotel había un nombre y un teléfono: «Alvin Cromwell (601) 682-2423.» Jack lo anotó también, extrañado por el prefijo de Misisipí. En una carpeta había una docena o más hojas grapadas, con nombres de personas y empresas, la mayoría de ellas de Nueva Orleans, Lafayette y Morgan City. R. W. Nichols, Nichols Enterprises, era uno de los nombres señalados con una marca… Y había una hoja en la carpeta que Jack empezó a leer al ver impreso en la cabecera «La Casa Blanca, Washington, D.C.».

Era una carta para el coronel, de… ¡Jesús!, de Ronald Reagan. Decía:

Querido coronel Godoy:

Para apoyarle en su misión de llevar un mensaje de libertad a todos mis buenos amigos de Louisiana, he escrito personalmente a cada uno de ellos para garantizar sus credenciales como auténtico representante del pueblo nicaragüense, y para ayudarle a confirmar su determinación de obtener una gran victoria en favor de la democracia. Porque sé que es usted de la madera de que están hechos los héroes, tengo la seguridad de que su modestia no le permitiría describir personalmente la extrema importancia de su liderazgo en esta lucha a muerte contra los marxistas que tienen ahora estrangulado a su amado país.

He solicitado a mis amigos del Estado del pelícano que le concedan su generosa ayuda, ayuda que usted convertirá en una victoria sobre el comunismo. Les he pedido que le ayudaran a cargar con la lucha por medio de su ayuda y que en su corazón se den cuenta de que «no es pesado, es mi hermano».

Y allí, debajo de «Sinceramente», la firma del presidente.

Sorprendente. Escribía como hablaba. O hablaba como alguno de sus asesores, que creía en eso o que podía hacerlo con una sola mano o con la mitad de la boca, escribir o hablar. Todos decían lo mismo, los presidentes: todos parecían presidentes de algo. Pero allí estaba su autógrafo. Jack se humedeció un dedo con la lengua, tocó «Ronald Reagan» y vio que la tinta se corría, aunque no mucho.

Empezó a leer la carta otra vez, inclinado sobre la mesa, llegó hasta «una gran victoria en favor de la democracia», y oyó que se encendía la televisión en la sala de estar.

Voces. Un hombre y una mujer que hablaban casi al mismo tiempo, soltando frases rápidamente, sin pausas, con voces irritantes. ¿De qué iba la cosa? Un tío y una tía, detectives…

Visualizó mentalmente la habitación. Desde la puerta del dormitorio a la de entrada, que estaba a su izquierda, cerrada, había unos tres metros. El televisor estaba a la derecha, en el rincón, detrás de la mesa. Escuchó. No se oía ninguna otra voz, aparte de las de la televisión. A lo mejor era la chica de la limpieza. Debía de encender la televisión mientras limpiaba. «Seguro -pensó Jack-, ha de ser ella.» Rodeó la cama para acercarse a la puerta y mirar hacia la sala de estar.

No era la chica de la limpieza.

Tampoco un nicaragüense. Era un individuo que estaba de perfil, con cabello negro peinado hacia atrás y apariencia enfermiza, vestido con un traje viejo de lana gris que a Jack le hizo pensar en el de los mendigos de la sopa de Lucy y que le dijo que aquel tipo no pertenecía al hotel. Estaba a un par de metros del televisor, mirando cómo la detective y su compañero se gruñían el uno al otro en broma, haciéndose los chiflados. El tipo de la chaqueta de espiga soltó una risa entrecortada y se frotó un ojo.

En aquel momento, Jack habría apostado diez pavos a que aquel fulano había estado alguna vez a la sombra; veinte pavos a que no era de los nicaragüenses. Aunque parecía saber muy bien lo que hacía.

Entonces Jack saltó hacia el armario y sacó la pistola del coronel, una Beretta del mismo modelo que las que habían confiscado la noche anterior. No comprobó si estaba cargada: no pensaba disparar. No le importaría pegarle un tiro al televisor, o a los agobiantes ruidos, pero no al tipo. Por algún motivo, le daba pena. Jack volvió a la puerta del dormitorio y se quedó aguardando, con la Beretta a un lado. Aquel hombre parecía rondar los cuarenta años, vestido con aquel traje ajado cuyos pantalones llegaban al suelo, cubriendo casi sus destrozados zapatos. Cuando empezó un anuncio se dio la vuelta.

Se quedó parado y dijo:

– ¡Oh, vaya! Me he equivocado de habitación, ¿verdad?

Buddy Jeannette había dicho que estaba seguro de que se había equivocado de habitación. La frase del tipo era parecida, y en cualquier caso requería mucho equilibrio. «Oh, me he equivocado de habitación», decía el tipo al tiempo que salía con su ropa ajada. Jack le vio dudar, con la mano en el pomo de la puerta, y mirar hacia atrás por encima del hombro, con el ceño fruncido y una pregunta en el gesto.