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– ¿O no? -preguntó-. Puede que nos hayamos equivocado los dos.

Su acento era de alguna isla británica. ¿Qué era, irlandés?

– Apártate de la puerta y date la vuelta -dijo Jack.

El hombre abrió los brazos y mostró la barriga, escondida tras una corbata horrible.

– Como quieras, pero, créeme, no ando por tu ciudad con armas.

Era irlandés. Jack dijo:

– Quítate la chaqueta.

– Encantado de obedecerte.

Se quitó la chaqueta, y bajo ella aparecieron una camisa blanca arrugada y sucia y una corbata de dibujos en rojo y gris. Tiró la chaqueta al suelo al tiempo que daba una vuelta completa para encararse de nuevo con Jack.

– Ya está. Dime que no eres un poli, por favor, es todo lo que pido.

– ¿Acaso tengo pinta de poli?

Vio que el rostro del hombre se relajaba y empezaba a sonreír.

– No, la verdad es que no la tienes. Das la sensación de ser un actor, hay una tonalidad suave en tu voz. Eso me hace pensar que eres un hombre razonable, no un chiflado animal, y lo digo por experiencia. La última vez que hablé con un tipo de la pasma fue en Belfast, un salvaje de la RUC. Me preguntó cómo me llamaba y le contesté en irlandés. El cabrón contestó: «Habla en el inglés de la reina», y me pegó con un palo. Te enseñaré las marcas.

– ¿Cómo te llamas?

Sonrió.

– Tú lo preguntas de otra forma. Primero me pegó, luego me detuvo por alteración del orden. Me llamo Jerry Boylan. ¿Me vas a decir cómo te llamas tú?

Jack estaba a punto de decírselo. Desde el momento en que había abierto la boca, Jack sintió que tenían algo en común, que aquel hombre le resultaba familiar. No como alguien conocido, sino como si fuese un redivivo personaje de una fotografía: imágenes de una merienda familiar en Bayou Barataria en los años veinte, antes de que él naciera; las mujeres cubiertas con sombreros de paja, y aquellos vestidos que parecían de papel; pero lo que en aquel momento recordaba eran los hombres, aquellos hombres con el cabello peinado como Jerry Boylan, hombres que posaban en camisa blanca sin cuello, con rostro de bobalicón irlandés sonriendo a la cámara en un día soleado; el padre de su padre, o algún tío, se llevaba musgo a la cara para simular una barba. Aquel hombre, Jerry Boylan, podría ser cualquiera de ellos, redivivo en el hotel Saint Louis.

– Jack Delaney.

Vio que esgrimía aquella sonrisa que le resultaba familiar porque aparecía en las fotos -apenas una hendidura la boca, los ojos brillantes por un instante-, y luego la deshacía para preguntar:

– ¿En serio que eres un Delaney? ¿De dónde?

– Creo que de Kilkenny, el abuelo de mi padre…

– Claro -dijo Boylan-. De Castlecomer, en North Kilkenny. Hubo un Ben Delaney que tocaba la trompeta en la Castlecomer Brass Band… Ah, espera, también podía ser en Ballylinan. Seguro, Michael Delaney era de allí. Dios mío, fue segundo comandante de la brigada de North Kilkenny, del IRA, entre 1918 y 1921, antes de la tregua, cuando jodían a la corona. Hacían bombas con cacerolas de acero llenas de gelignita. Antes de que salieran las bombas de plástico -se le inflamaba la voz al explicarlo- y esos lanzacohetes que se pueden esconder debajo del abrigo…

– ¿Cómo sabes todo eso?

– Soy de allí. De Swan, un lugar de paso, junto a la carretera, no sé si habrás oído hablar de él.

– Me refiero a lo que pasaba hace tantos años. ¿Cómo sabes eso de un Delaney, y toda esa historia del IRA?

– ¿Que cómo lo sé? Porque es mi jodida vida. Pregúntame dónde he estado este último mes, ya que no estaba volando patrullas británicas ni dándoles palos a los malditos polizontes. -Boylan frunció el ceño-. ¿Sabes de qué estoy hablando? La pasma de Belfast, Jack, la Royal Ulster Constabulary. Su idea de un gran golpe es acorralar a cualquiera como yo en solitario. Pero tú hablas de «historias del IRA» y de «hace mucho tiempo», como si no supieras de qué va. Todavía existe, Jack, más que nunca. Dios mío, ¿es que no lees los periódicos?

El hombre modulaba su voz como un sistema de alta fidelidad, por arriba y por abajo, los agudos y los graves. En aquel momento estaba callado, tranquilo, pasando la vista por la mesilla de café, las botellas, los vasos y la bandeja de restos de canapés. Jack le vio cruzar la habitación para inclinarse sobre la bandeja y estudiar los emparedados antes de escoger uno.

Míralo.

Despreocupado, se dio la vuelta para mirar la televisión y se metió un emparedado en la boca, se chupó dos dedos y se los secó en la camisa, mientras las voces chirriaban.

Aquel individuo creía que ya eran colegas, como si hubieran marchado juntos un mes antes en el día de San Patricio. Cierto era que Jack sentía que tenía lazos comunes con él, que le había recordado a los Delaneys que le precedieron, pero aquel fulano asumía demasiadas cosas. Jack se acercó al televisor, en el cual aún competían aquellas voces agobiantes, y las acalló.

Boylan, inclinado sobre la bandeja, alzó la vista.

– ¿Qué haces ahí?

– Siéntate en el sofá.

Boylan se metió medio huevo duro en la boca.

– Si lo hago, seguro que me quedo dormido. Son las nueve y media, y el tío de esta habitación debe de estar a punto de llegar.

Jack se acercó hasta él levantando la Beretta y se la puso en la cara. Boylan movió la cabeza, todavía inclinado, abrió los ojos, y Jack pudo ver el huevo duro dentro de su boca cuando dejó de masticar y se quedó mirándole.

– Claro, Jack, encantado.

Bajó el arma hasta sentirla apoyada contra su pierna.

– Has estado a la sombra, ¿verdad?

El hombre dio la vuelta a la mesilla de café para dejarse caer con cuidado sobre el sofá, cubierto por un zaraza. Suspiró.

– En Long Kesh. Allí llenábamos las paredes de mierda y los colegas de la galería H despertaron al mundo con su huelga de hambre. «El laberinto maldito», lo llamaban algunos.

– ¿Por qué te encerraron?

– Por hablar en la iglesia -dijo Boylan-. A un hijo de puta que me estaba soltando un pregón. Llegaron por la noche, como siempre, le partieron los dientes a mi mujer al abrir de golpe la maldita puerta, encontraron un revólver entre la colada y ése fue mi pecado. Me echaron cinco avemarías y cinco años en Kesh. -Boylan se inclinó hacia delante y escogió sin prisas un canapé-. ¿Cómo es que sabes algo de esto, Jack? ¿Cuál fue tu pecado? No me digas que sólo eres un ladrón. Has venido aquí con tu mejor ropa y oliendo a espliego… ¿Qué robarías, sus camisas? Joder, pues tiene unas cuantas.

– Tú ya habías estado aquí.

– Alguna vez. -Boylan se echó hacia delante, apoyando las manos en las rodillas-. Si vamos a hablar, podríamos hacerlo abajo. Viendo bailar a las chicas desnudas y tomando una cerveza. ¿No te gustaría?

– Estás lejos de casa, ¿eh?

– Veo que prefieres poner mis nervios a prueba. Mantenerme sobre ascuas hasta que te diga lo que pretendo. A ver quién de los dos aguanta más. ¡Oh, Jack, me encantaría saber a qué juegas tú antes de decirlo! -Le dirigió una mirada y asintió-. Me gustaría poder creer que políticamente estamos muy cerca. -Y sus ojos volvieron a abrirse con un brillo esperanzado-. ¿Me habías visto antes? ¿Me habías oído hablar en los desayunos de la Holy Name Communion?

– ¿Quieres dejarte de mierdas y decirme qué haces aquí?

Boylan soltó un suspiro.

– De acuerdo, me arriesgaré y te lo diré claramente. El nicaragüense ha venido en busca de armas, ¿lo sabías?

Jack asintió.

– Bueno, pues yo también he venido en busca de armas.

– Sólo que él las va a comprar.

Jack había dejado caer la frase y vio nacer una sonrisa en el rostro del irlandés.

– Ah, pero nuestras mentes corren juntas, ¿verdad, Jack?