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Dick Nichols le miró.

Caramba, un poco de Chivas bastaba para inflamarlo. Dick Nichols le vio alzar el vaso, inclinar la cabeza hacia atrás para echar un trago de macho, y golpear un par de vasos de vino vacíos al volver a posar su bebida en la mesa. Su compañero permanecía impasible. Pero en aquel momento la mortecina expresión de Crispín correspondía a la de un hombre enriquecido por los cafetales y bien acostumbrado. Dick Nichols hubiera apostado algo a que había volado de Nicaragua con una razonable cantidad de dinero que ya estaría invertida en alguna aventura en Miami. ¿No era interesante?

Y fue todavía más interesante cuando Dagoberto dijo:

– Volví a Nicaragua para hacer la guerra. Pero te diré algo que podrás entender, Dick. Tú afirmas que en América los negocios son los negocios…

– ¿Yo he dicho eso?

– Si no lo dices, lo sabes. Bueno, pues conmigo pasa lo mismo. Lo que hago, no lo hago en nombre del nacionalismo ni del somocismo, por lealtad a un hombre muerto. Lo que hago es cuestión de economía. Quiero lo mismo que tú. Y lo que es bueno para ti, Dick, lo es para mí.

Wally Scales siguió a Dagoberto al lavabo, vio cómo el coronel casi perdía el equilibrio y tenía que apoyar una mano en la pared para sostenerse. Muy cerca de él, por detrás, Wally Scales dijo:

– ¿Notas que alguien te sopla en el cuello?… ¡Eh! Cuidado dónde apuntas.

– ¿Qué haces aquí?

– Traigo una información muy importante. -Wally Scales se fue al siguiente urinario, porque no le gustaba la etílica mirada del coronel-. ¿Te encuentras bien?

– Después de esto, me siento un poco mejor. ¡Uf, hombre!

Un escalofrío agitó los hombros del coronel.

– ¿Has sabido algo de tu chica?

– Al diablo con ella. No voy a preocuparme por la lepra.

– Yo no me preocuparía. Me preocuparía más agarrar enfermedades venéreas, si me dedicara a entretener a las putas francesas del Quarter como tú. O me preocuparía si un tipo me soplara Bushmill en el cuello. Eso es lo que beben en Irlanda. Les encanta: vino y cerveza Guinness, esa que es negra. Si hueles cualquiera de las dos bebidas en tu habitación, sabrás que ha vuelto a ir. Bueno, nosotros también hemos entrado en la suya; se aloja en tu hotel. Hemos encontrado sus útiles de ladrón, pero no tiene armas, a no ser que las lleve encima. Aunque lo dudo, en su situación legal… No sabes de qué estoy hablando, ¿verdad? Sacúdela, pero no la rompas. Eh, te estás meando en los zapatos… Eso es. Ahora, lávate las manos.

El pequeño nicaragüense con ojos vidriosos y bigote de gigoló se subió la cremallera y se impulsó en la pared para acercarse al lavabo.

– No lo sabes, pero llevas un agente del IRA pegado al culo, un terrorista que vive en tu mismo hotel. Le hemos detectado a través de la oficina de Inmigración de Nueva Orleans, desde Shanon pasando por Managua, una de las rutas del IRA. Se detuvo a visitar a sus camaradas, ahora los micks se acuestan con los marxistas latinos. ¿Por qué? Jerry Boylan tragaría incluso a Gaddafi a cambio de un lanzacohetes. Cinco años en Long Kesh, el penal del Ulster, luego voló a los trópicos como mercenario y ahora aparece en Nueva Orleans. Pregúntale, y te dirá que te dirijas a las Holy Name Societies y dones unas cuantas libras para el Sinn Fein y la unificación de la maldita Irlanda. Pero te sigue por todas partes y entra en tu habitación cuando sales a cenar. En fin, ¿qué supones que quiere, además de los dólares de la libertad que tú estás reuniendo?

Dagoberto se echó agua a la cara y se la frotó con fuerza con una toalla, pero eso no mejoró mucho su apariencia.

– ¿Ese tipo es irlandés?

– Irlandés negro… y está cargado de mierda. Se le puede oír en todo el salón contándoles historias a los camareros. Es su tapadera. Nadie tan bocazas podría ser un agente.

– ¿Qué le harás?

– Qué le haré yo, no. Las tres próximas semanas las voy a pasar en Hilton Head, lejos de esta maldita humedad, sin hacer otra cosa que sentirme orgulloso de mí mismo, del papel vital que estoy desempeñando en el destino manifiesto de mi país. ¿Te gusta cómo suena? En cualquier situación puedo brindar una respuesta flexible, hasta cierto punto. Pero una cosa como ésta, pienso que entra dentro de tu labor de oposición a un gobierno opresivo y a sus agentes. Si te joden, yo no tengo nada que perder, salvo un poco de autoestima; podré superarlo, es una pérdida transitoria. Tú, en cambio, te arriesgas a echar a perder tu misión y perderlo todo.

Dagoberto escuchó con atención hasta que tiró la toalla a la papelera y el fuego le subió a los ojos, inyectándoselos en sangre.

– ¡Maldita sea! Si tienes algo que decirme, dímelo.

– Se llama Gerald Boylan y está en la 305.

– ¿Quieres que lo neutralice?

Wally Scales posó su mano en el hombro de Dagoberto.

– ¿Has oído que yo dijera eso? No, sería inaceptable que yo dijera una cosa así. Tienes que habérselo oído a otro.

Clovis, el chófer de Dick Nichols, se apartó del cochazo blanco y se acercó a donde estaba un tipejo con traje oscuro, al otro lado de la calle, junto al cementerio. El tipejo se había quedado inmóvil junto al Chrysler negro, y luego se había situado en la puerta del cementerio, también inmóvil, en la misma calle del restaurante, más arriba. Al tipejo se le daba bien eso de quedarse quieto. Clovis le abordó:

– ¿Qué tal?

El tipejo le saludó con la cabeza; una especie de afirmación. Visto de cerca parecía un hermano de piel más clara con un poco de chino, o algo así. Un tipejo de apariencia extraña: chino, con el pelo lanudo.

– ¿Cansa, eh?

El tipejo no dijo si le parecía cansado o no estar allí, como si fuera una estatua del cementerio. Clovis se volvió hacia el restaurante, una vieja mansión con una marquesina rayada en la parte frontal y luces de neón en el tejado.

– Parece un barco, ¿no? Sí, a mí me lo parece, desde luego. -Clovis se volvió hacia el tipejo y siguió hablando-: Me llamo Clovis. Creo que el hombre para quien trabajas, uno de esos dos tipos, o los dos que han salido del Chrysler, están con el hombre para el que trabajo yo. -Clovis esperó un momento, mirando al tipejo, que seguía quieto como la muerte en la entrada metálica del lugar adonde van a parar los muertos-. ¿Hablas inglés? Si no, tranquilo. Pero si hablas inglés me gustaría saber si te han metido algo en el culo que te impide abrir la jodida boca. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

Franklin de Dios sonrió.

– Bueno, mierda -dijo Clovis-. El hombre por fin ha renacido.

Franklin de Dios asintió y dijo:

– Aprendí inglés desde la cuna, pero no lo he usado mucho, ni lo he oído, hasta el año pasado. La gente para la que trabajo no lo usa.

– Eres de Nicaragua.

– Sí, soy de allí. Aprendí castellano, pero antes aprendí inglés, en casa y en el colegio.

– Un momento. ¿Quieres decir que eres de allí abajo, pero que no aprendiste castellano de pequeño?

– No, nos obligaron a aprenderlo. Soy misquito. ¿Entiendes? Indio. Los sandinistas nos obligan a aprenderlo, pero yo aprendí antes el inglés.

– ¿No es coña, eres indio?

– No es coña.

– Di algo en indio.

– N’ksaa.

– ¿Qué significa?

– ¿Qué tal?

– Ya. -Clovis sonrió-. No es coña, eres indio de verdad.

– No es coña.

– Tío, ¿y por qué no me hablabas cuando te he dicho hola y te he soltado el rollo antes?

– No sé quién eres.

– Ya te lo he explicado. ¿Eres tímido o qué? Tío, cuando te he visto de cerca he pensado que eras un hermano. ¿Sabes lo que quiero decir? He pensado que eras negro.

– Sí, una parte de mí. El resto, misquito.

– Y el hombre para el que trabajas, ¿también es indio?

– No, era cubano, pero ahora es nicaragüense. El otro también es de Nicaragua, el coronel. Todos luchamos contra los sandinistas, pero no juntos. No sé por qué no le gustan a él. A mí no me gustan porque fueron a mi casa, en Musawas, y mataron a algunas personas, mataron a los animales, las vacas, con ametralladoras, y nos hicieron marchar. Incendiaron todos los poblados misquitos y nos hicieron ir a los asentamientos… Así es como llaman a los campos de concentración, ¿sabes?