Выбрать главу

– Tío, eso está mal.

– Así que algunos nos fuimos a Honduras, a un sitio… ¿Conoces Rus Rus?

– No, creo que no.

– Pues allí se está mal. Así que me metí en la guerra. ¿Conoces a la CIA?

– Sí, claro, la CIA.

– Nos dieron armas, nos enseñaron a luchar contra los sandinistas. Buenas armas, disparan bien. Pero la guerra no me gustaba, así que me fui a Miami, a Florida.

– Ya, joder, si no te gustaba la guerra… ¿Cómo fuiste?

– Cogiendo el avión. Les dices que volverás, y no vuelves.

– Ajá -dijo Clovis, pensando: «Inteligente; ¿cómo sabrá tanto un indio de Nicaragua?»

– Pero cuando llegué a Miami no me gustó demasiado. Allí también tienen una guerra, pero de otro tipo. Una vez me arrestaron y querían deportarme.

Pasó un coche por la calle en dirección al restaurante y Clovis pudo ver la cara del indio iluminada por los faros. Luego volvió a hacerse la oscuridad junto al cementerio, pero había podido ver lo suficiente como para darse cuenta de que el hombre hablaba porque le apetecía, no para demostrar que estaba tranquilo.

– Así que intentaron deportarte.

– Sí, pero el tipo para el que trabajo habló con alguien… no sé. Dijeron que no pasaba nada, y entonces vinimos aquí… Esta ciudad me gusta. Es un poco como la ciudad de Honduras, la que tiene aeropuerto. No como Miami. Podría vivir aquí. Pero se necesita dinero para comer.

– Se necesita en cualquier sitio -dijo Clovis-. Me estaba preguntando si mataste a alguien en la guerra.

– A unos cuantos.

– ¿Sí? ¿Lo suficientemente de cerca como para verlos?

– A algunos sí.

– ¿Con un revólver?

– Sí, claro, con un revólver.

– Yo nunca he pasado por esa experiencia. -Clovis miró hacia el restaurante-. Entonces, ¿sólo eres su chófer?

Franklin de Dios dudó.

– ¿O tienes que hacer cosas en la casa? Ya sabes a qué me refiero, limpiar el garaje, acompañar a los niños, cosas así.

– No tiene garaje, ni niños. Tiene mujeres.

– Ya sé qué quieres decir. Pero lo tuyo es conducir y esperar, ¿eh? Esperar y volver a conducir.

– Conduzco, pero no espero tanto. Voy con él… O a veces voy solo.

Hubo un momento de silencio. Clovis tenía una pregunta lista. ¿Iba solo adónde? ¿Qué quería decir?

Pero entonces el indio preguntó:

– ¿Te gusta el hombre para el que trabajas?

– Está bien -dijo Clovis-. Está lleno de mierda, pero no puede evitarlo. Tiene tanto dinero que nadie puede negarle nada.

Allí estaba, como por arte de magia, llamándole desde el coche. Y ése fue el fin de la charla con el indio.

Generalmente, Dick Nichols se sentaba delante, y el enorme espacio de los asientos traseros quedaba libre, salvo cuando trabajaba o hablaba por teléfono.

– El chófer del que estaba con usted es indio -dijo Clovis-. Misquito. He intentado hablar con él, y no soltaba ni una palabra, como si fuera un indio de madera. Pero luego, fíjese, luego sí, luego ha estado simpático. Le he dicho: «¿Cómo es que no me has dicho nada cuando te hablaba antes?» Y me ha contestado que, bueno, que no me conocía, que ésa era la razón. No, lo que ha dicho es: «No sé quién eres.» Y yo le he dicho: «Hombre, si te lo he explicado.» ¿Sabe lo que quiero decir, señor Nichols? ¿Por qué habrá cambiado de idea de repente?

– Ha dicho que no te conocía.

– Exacto: «No sé quién eres.»

– Yo diría que estaba mostrándose educado -dijo Dick Nichols-. No quería que tú supieras quién era él.

– Ya, pero me ha contado muchas cosas.

– ¿Qué cosas?

– Pues que ha estado en la guerra y que ha matado gente. Y que se fue a Miami…

– ¿Qué hace ahora?

– Conduce para uno de esos colegas nicaragüenses.

– ¿Y a qué se dedica el colega nicaragüense?

– No lo ha dicho.

– Entonces, ¿qué has averiguado de verdad?

Clovis cerró la boca y se pegó al volante. Dick Nichols enseguida inclinaría la cabeza y se dormiría hasta que llegaran a Lafayette, soñando con lo inteligente que era. Aquel hombre veía las cosas desde su elevada posición, desde el nivel del jefe. Demasiado alto para notar las cosas del suelo que no andaban bien.

Hubo un rato de silencio, mientras la carretera se estiraba delante de ellos bajo el brillo de las luces.

Surgiendo de la oscuridad, la voz del hombre preguntó:

– ¿Cómo llegó el indio a Miami?

Clovis sonrió. Porque, realmente, aquel hombre era sorprendente.

– Señor Nichols, ésa es una buena pregunta.

15

A la una de la tarde, Jack y Lucy estaban en el Quarter, paseando hacia el río por la calle Toulouse, esquivando los grupos de turistas. Jack intentaba explicarle cómo era Jerry Boylan:

– No sabía qué hacer con él. Teníamos que irnos de allí, así que le llevé al bar de Roy.

– Para tener una segunda opinión -dijo Lucy.

– Ayer era el último día de Roy. Nos íbamos a encontrar igualmente cuando yo acabase de registrar la habitación del coronel… Esta mañana he visto a Cullen y le he dado todos los datos.

– Me dijo que iba a quedar contigo. Y algo de controlar las cuentas bancarias.

– Sí, se ingresan diez pavos para ver si aún están abiertas, o se consigue algún otro dato. Cullen estaba un poco nervioso, después de veintisiete años. ¿Te dio algún problema?

– Se pasa la mayor parte del tiempo en la cocina, con Dolores. No ha hecho una comida decente en todos esos años.

– No es eso lo único que no ha hecho. Dile a Dolores que si se pasa le dé con una cacerola.

– Me gusta. Creo que es simpático.

– A ti te gusta todo el mundo. -Le dedicó una sonrisa. Pero ella estaba mirando unas figuras de escayola que representaban a la Madre y el Niño, a María con el pie sobre la serpiente, al Sagrado Corazón, imágenes cubiertas de polvo en un escaparate deslucido. Al pasar por delante, dijo:

– Todo esto te ayudaba a creer, ¿verdad? Te atrapaban con el ritual, con la solemnidad.

– Algún día hablaremos de eso.

Y por fin la vio sonreír; compuesta aquella tarde como la hermana Lucy, con una sencilla blusa azul de algodón y una falda caqui, dispuesta a conocer a Jerry Boylan en el papel de una monja de Nicaragua y no distraerlo con otras cosas. Este le había dicho a Jack que el mes anterior había estado en Nicaragua, y Lucy lo comprobaría.

– Así que me llevé a Boylan al International, ¿sabes?, un espectáculo de mujeres desnudas. Bailarinas exóticas de todo el mundo, Shreveport y East Texas. Entramos, y Roy estaba con Jimmy Linahan, el dueño del local. Roy bebía y Jimmy le servía las copas, intentando convencerle de que se quedase. Le estaba ofreciendo más sueldo, una parte de los beneficios… Cuando llegamos a la mesa, Jimmy le estaba diciendo a Roy que había nacido para ese trabajo. Decía que Dios le había concedido un don especial para tratar con turistas y con borrachos.

– ¿Cuándo lo conoceré?

– Más tarde, probablemente esta noche. Así que nos sentamos. Enseguida pudo verse que Boylan y Jimmy Linahan se iban a llevar bien. Linahan es una especie de irlandés profesional, ¿sabes?, y ésa era la cuestión. Se prendó de todo lo que dijo Boylan, se lo tragó todo. Boylan empezó a hablar de los mundialmente famosos pubs de Dublín, y Roy le interrumpía: «¿Famosos por qué? ¿Por sus borrachos?» Roy ya estaba medio mona, con esa mirada dura que se le pone. Boylan dijo: «¿A qué se va a esos sitios, si no es a agarrar una turca?» Recuerdo que mencionó el Mulligan y el Bailey, pubs que según él eran famosos por Joyce. Roy tal vez sepa quién es James Joyce, no estoy seguro, pero no importa. Si le hablas de libros, se cree que vas de superior. En cuanto Boylan empezó a hablar, se notó que Roy iría a por él. Roy me miró y dijo: «Me voy a ir antes de que coja el nuevo tipo de sida.» Boylan preguntó: «¿Qué tipo?» Y Roy dijo: «El sida de oído. Se coge por escuchar a los gilipollas.»