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– ¿Delante de él? -preguntó Lucy.

– Directamente a él. Luego me miró y preguntó: «¿De dónde has sacado a este tipo?» Y Roy contestó: «En este momento no me creo absolutamente nada de él, ni siquiera esa mierda de zapatos que se ha puesto para nosotros.»

– ¿Qué dijo Boylan?

– Boylan siempre te sale con rollos de ésos. Si le da por hablar de los pubs de Dublín, puedes creerle. Pero en lo demás, no sé, a lo mejor tú puedes sacar algo en claro. Sólo cuando habla de haber estado en la cárcel. Eso lo supe en cuanto le vi.

– ¿Cómo?

– Es algo que sólo sabe quien ha sido presidiario. -Estaban llegando a la entrada de Ralph & Kacoo’s. Jack se detuvo, tomando a Lucy del brazo-. No sabe qué hacemos nosotros, pero te pinchará para intentar enterarse.

– Seré dulce e inocente -dijo Lucy.

– La cuestión es si nos sirve o no. A ver qué opinas.

Jerry Boylan se comía las ostras con limón: despegaba la carne, se llevaba la concha a la boca, dejaba caer la ostra y, al empezar a masticar, tomaba un trago de cerveza. Jack y Lucy le contemplaban, después de haber acabado sus ostras y su pastel de cangrejo, y, mientras, Lucy removía su té helado, fascinados ambos por el ritual del hombre: a lo largo de dos docenas de ostras masticar, beber, hablar, mover la lengua por la boca… Hasta que finalmente se dirigió a Lucy:

– Hermana, me está poniendo a prueba, ¿no? Quiere saber por qué fui a Nicaragua, pero no se atreve a preguntar. Yo tenía una prima que se hizo monja y tomó el nombre de Virginella. Le dije -Boylan frunció el ceño-: «¿Por qué diablos quieres que te conozcan como la virgen pequeña? Chica, ya que vas a ser una virgen, considérate como una gran virgen, una virgen de clase mundial.» Pero ¿se da cuenta de la paradoja, hermana? Un voto supone un impedimento para el otro. La humildad le impide proclamar su virginidad.

Un trozo de pan untado con mantequilla desapareció en su boca.

– ¿Puedo hacerte una pregunta? -dijo Jack.

– Por favor.

– ¿Qué hacías en Nicaragua?

– Al grano, ¿eh, Jack? Claro, te lo explicaré. -Boylan se recostó con el vaso de cerveza en la mano-. El domingo de Ramos, apenas hace un mes, yo estaba en el cementerio de Miltown. En la carretera de Falls, saliendo de Belfast hacia Antrim. -Pasó la mirada de Jack a Lucy-. Yo estaba allí en observancia del septuagésimo aniversario del levantamiento de 1916. Allí, bajo el frío mordiente y la lluvia, para honrar a nuestros muertos…

– ¿Eso es lo que hacías en Nicaragua?

– Pregunta lo que quieras, ahora no llevas una pistola en la mano -dijo Boylan, y sonrió-. Ah, Jack, eres una monada, pero te dejas llevar por las alas de la impaciencia, si no te juzgo mal. No sabes qué hacer conmigo en la actual situación, así que te traes a esta encantadora hermana para que me eche un vistazo, ¿eh? Pero luego tu inseguridad te lleva a interrumpirme cuando estoy a punto de explicarte cómo entré en contacto con los nicaragüenses. -Se volvió de nuevo hacia Lucy-. Podría parecer, hermana, que me ando por las ramas, que soy amigo de la retórica, lo cual suele ser propio de los revolucionarios; pero les ahorraré la paja. Lo que usted espera saber es qué hacían los sandinistas en Irlanda en un frío domingo de Ramos.

– O cuando fuera -contestó Lucy.

– Si oye decir que tratamos con terroristas, es mentira. Hay un grupo de músicos nicaragüenses que se llama Héroes y Mártires; son unos revolucionarios que libraron su lucha y vencieron en ella y vienen a contárnoslo con sus canciones, sus baladas. Bueno, es lógico que un hombre que está luchando por su propia causa se sienta inspirado. Yo quería saber más. Así que me las arreglé para ir a Nicaragua con los Héroes y Mártires. De paso tendría la oportunidad de visitar a un hermano mayor al que no había visto en casi diez años. Un humilde jesuita que cumple su misión en el pueblo de León.

Lucy le interrumpió:

– Yo no llamaría a León exactamente «pueblo».

Y Jack aprovechó:

– Ni yo he conocido nunca a un jesuita que fuera especialmente humilde.

La satisfacción fue muy breve. Boylan, impasible, dijo:

– Todo es relativo. Las ciudades, los clérigos, incluso los revolucionarios, según de qué lado se mire. Ahora, los contras son los rebeldes, y yo pienso: «¿No es ése un nombre precioso para los carniceros, los malditos asesinos de gente inocente?» Luego me enteré de que gente que vive muy cómodamente está financiando sus atrocidades.

Llevaba la misma chaqueta deformada de espiga, la misma corbata de dibujos grises y rojos, probablemente la misma camisa… En aquel momento miraba a Jack, y su cabello, peinado hacia atrás, brillaba bajo el efecto de las luces del techo del restaurante.

– ¿Has visto asesinar a gente inocente, Jack, como lo hemos visto la hermana y yo? ¿Sabes lo que es eso? -Boylan se echó hacia atrás para mirar a Lucy-. La primera vez, hermana, hará doce años el mes que viene. Estaba sentado en el Mulligan, tomándome una cerveza, cuando oí estallar la bomba, el terrible, duro e irredento «bang»… Aún hoy lo recuerdo, como recuerdo, muy vivamente, lo que vi en la calle Talbot cuando doblé la esquina y oí los gritos entre el humo, espeso como la maldita niebla.

Jack paseó la vista por detrás del rostro grave de Boylan. Sus ojos volvieron a centrarse en él cuando siguió hablando, volvieron a desplazarse… y se quedaron fijos mirando detrás.

– Había otra cosa, además: el olor, que quedó implantado para siempre en mi nariz. No ese olor de la muerte del que se habla, sino el olor de las vísceras de la gente expuestas en el pavimento. Vi a una mujer sentada contra una farola, mirándome a mí, o a nada, con las dos piernas amputadas por la explosión.

Jack se levantó de la mesa.

– No tienes estómago para esto, ¿eh, Jack?

– Ahora vuelvo.

– Tienes que verlo, como yo y esta hermana. ¿No es cierto, hermana?

Jack recorrió un pasillo hasta el fondo de la gran sala, llena de gente ocupada en su comida, saludando a los camareros que conocía mientras se acercaba a una mesa situada junto a la pared del fondo.

Helene estaba sentada delante de una taza de café, los platos ya recogidos, con la cabeza inclinada sobre un libro abierto. El cabello pelirrojo, ensortijado por la permanente, le caía a ambos lados de la cara.

– ¿Qué lees?

Sus ojos castaños se alzaron, reflejando la luz, y ahí estaba la nariz que le fascinaba, la tierna y delicada nariz. Helene cerró el libro dejando un dedo dentro y miró la cubierta antes de volver a alzar la vista, con una expresión distinta, casi astuta, de chica con un secreto.

– El amor a uno mismo y la sexualidad.

– ¿Es bueno?

– No está mal. Dice que si no te gustas a ti mismo no puedes estar bien en la cama. O que tienes que amarte a ti mismo antes de poder amar a nadie.

– Si no se gusta uno a sí mismo… ¿Y por qué no? Quiero decir que todo lo que uno tiene es uno mismo.

– No sé, Jack. Habrá gente que no se gustará a sí misma.

– ¿Crees que los que son gilipollas se dan cuenta? No, piensan que están bien. Pero incluso si fuera posible no gustarse a uno mismo, te acuestas con alguien. ¿Qué estás haciendo, analizarte a ti misma?

– Agradezco que me aconsejes en ese terreno -dijo Helene-. ¿A qué te dedicas ahora?

– Ya no trabajo en la funeraria. -Helene esperó, y Jack siguió-: Ya encontraré algo.