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Ella mantuvo la mirada fija en él, esperando todavía. En el escote abierto de su blusa, Jack podía ver pecas que en otro tiempo había recorrido con un dedo, inventando constelaciones, bajando hasta sus soles gemelos y desde allí al centro de su universo. Algo sucedido entre dos personas que se gustaban a sí mismas y que tal vez se habían amado mutuamente y ahora lo recordaban… ambas, si había de dar crédito a lo que le decían sus ojos.

– Es muy guapa, la chica que está contigo.

– Pensaba que no nos habías visto.

– Al entrar.

– Antes era monja.

– ¿De verdad? ¿Y ahora qué es?

– Está buscando algo.

– Supongo que como todo el mundo. Me pasé la mitad de mi vida en entrevistas. Acabé pasando cartas a máquina para un tipo que ni siquiera sé exactamente qué hace. Los despachos están llenos de gente que hace esas cosas ya que si no las hicieran daría lo mismo. O la empresa está haciendo cualquier chorrada que no le importa a nadie y ellos, los de arriba, se creen que le están haciendo un favor a la humanidad. He pensado en ti, Jack -añadió-. Desde el día en que corrimos el uno hacia el otro. Bueno, incluso antes de eso… Te echo de menos.

Había algo en la facilidad con que sus ojos castaños cambiaban de expresión, del chispeo a la tristeza, pasando por una especie de luz llena de fuerza… Sus ojos le iban trabajando, le ablandaban.

– Pero todavía me culpas, ¿verdad?

– Nunca te he culpado. Culpé al payaso del abogado para el que trabajabas.

– Eso es lo que dices. Sea como fuere, Jack, eres educado. -Dejó arder la fuerza de sus ojos a fuego lento-. ¿Me llamarás algún día?

Jack sonrió. Estaba bien dejarse ablandar -y se lo decía la sonrisa que ella le dedicaba- mientras ella se diera cuenta de que él sabía lo que estaba haciendo. Helene era divertida. Dijo que sí, que la llamaría.

Y volvió a su mesa.

Lucy alzó la mirada. Boylan seguía hablando, diciéndole que en la revolución había algo más que asaltar palacios, poner las botas sobre la mesa del rey y beberse su vino. Dejó de hablar, mirando a Jack cuando éste se sentó.

– ¿Cómo te encuentras?

– Bien.

Luego se volvió de nuevo hacia Lucy, diciendo:

– Ésa es la parte de la gloria. Luego viene el trabajo de cambiar las costumbres de la gente, empeñada en mantener vetustas tradiciones. Perdone, hermana, pero piense que hay gente que ha llegado a creer que no pasa nada por volarle las piernas a una mujer con una bomba, pero que considera un pecado mortal abrírselas.

– Pero vosotros todavía no habéis asaltado el palacio -dijo Lucy.

Boylan se recostó y por primera vez pareció cansado.

– Ya llegará.

– Lo seguiréis intentando.

– Se ha convertido en un ritual, hermana. Si no lo observo, ¿qué hago? ¿Barrer basura y vaciar papeleras? -Se quedó unos instantes mirando a la mesa, en silencio, y prosiguió-: Jack, visitaré el lavabo si me indicas la dirección.

– Junto a la entrada.

Vio levantarse a Boylan con esfuerzo y echar a andar. Entonces se volvió hacia Lucy, que mantenía su expresión tranquila. Ella le estaba mirando, lo cual le sorprendió.

– Bueno, ¿qué opinas?

– Anoche ibas armado. Boylan ha dicho: «Esta vez no llevas pistola.»

– Sí, tenía que averiguar quién era.

– ¿Llevabas pistola?

– No, era del coronel. La volví a dejar donde estaba. -Jack hizo una pausa-. Pero cuando lo hagamos, no será pedirle el dinero y que nos lo dé. ¿Entiendes? Tendremos que ir armados. No hay otra forma de hacerlo.

Ella pareció pensárselo antes de decir, en voz baja:

– No. No la hay, ¿verdad?

Franklin de Dios, junto a la puerta de acceso, vio entrar a Boylan en el lavabo. Lo había seguido desde el hotel, lo había visto sentarse a una mesa y había visto llegar al hombre y la mujer que recordaba del coche fúnebre y la gasolinera de Saint Gabriel y sentarse con él. El hombre del traje oscuro, se acordaba bien, el que había hablado con él en la funeraria y le había ofrecido cerveza. Se había preguntado si era el mismo de aquella noche, uno de los policías que los habían metido en el maletero del coche hasta que otros dos policías de uniforme los sacaron, escucharon con paciencia a Crispín y luego les desearon buenas noches. ¿Pero cómo podía ser que éste fuera policía? No… aunque tenía la sensación de que era uno de los dos primeros policías, que eran como los de Miami. O quizá, como pensaba Crispín, los dos primeros no tenían nada que ver con la policía. En tal caso, ése podría ser el de la funeraria. Le había dicho a Crispín que no entendía nada de eso y Crispín le había contestado: «No te hace falta pensar ni saber nada. Haz lo que te digan.»

Lucy estaba inclinada hacia la mesa. Dijo:

– ¿Cuando robabas en las habitaciones de los hoteles, ibas armado?

Jack estaba a punto de levantarse, con las manos apoyadas en la mesa.

– Nunca jamás. ¿No pensarás que si alguien se despertaba le iba a pegar un tiro?

Ella asintió, pensativa:

– Pero esto es diferente. Necesitaremos armas.

– Es un delito más grave, robo a mano armada. Si quieres considerarlo así. Y con tu permiso, me voy al lavabo.

Vio su expresión sorprendida al levantarse.

– No estamos planeando ningún robo, Jack.

Parecía sinceramente sorprendida.

– ¿Cómo lo llamarías tú?

– No somos bandidos.

– Pues ya me dirás qué somos. Pero cuando vuelva.

Franklin de Dios se situó detrás de Jerry Boylan, que estaba de pie ante la taza del urinario. Tendió la Beretta para colocar la boca del cañón en la mitad de la chaqueta de lana de espiga y la empujó hasta notar la espina dorsal, mientras el hombre volvía la cabeza para mirar por encima del hombro y decía:

– ¿Qué…?

Y le disparó. Cuando el cuerpo del hombre se retorció y luego se aflojó y empezó a desplomarse sobre la taza del urinario, Franklin de Dios alzó la pistola, la colocó en la nuca, apretó la boca del cañón contra ella, volvió a disparar y se apartó, volviéndose, sin ganas de ver la pared manchada de sangre o el hombre que caía muerto al suelo.

Franklin de Dios se metió la Beretta en la cintura del pantalón, junto a la cadera izquierda, se abrochó la chaqueta y se la alisó. Oía un silbido en sus oídos, pero ningún sonido procedente de detrás de la puerta, del restaurante. En la guerra registraban a quienes mataban, si les daba tiempo: si había suerte, encontraban unos cuantos córdobas. Éste podía llevar dinero o no, era difícil adivinarlo por su apariencia, pero no tenía tiempo para comprobarlo. Crispín le había dicho que lo matara porque «quiere robar un dinero que es para tu gente, los contras». Franklin de Dios había contestado: «No son mi gente.» Y Crispín había dicho: «Hazlo, o te enviamos a Nicaragua.» N o había manera de abandonar la guerra.

«Ahora, a caminar», se dijo a sí mismo.

Abrió la puerta. Salió del lavabo. Vio al hombre del traje oscuro de la funeraria ir hacia él, sin quitarle los ojos de encima. Se tocó la chaqueta para desabrocharla y el hombre de la funeraria se detuvo a unos pasos de él.

Franklin de Dios dijo:

– ¿Qué tal?

El hombre no contestó, ni se movió. Así que Franklin de Dios se alejó de él, salió del restaurante y se mezcló con los turistas que se dirigían a ver la Jackson Square y el cabildo y la catedral de San Luis.

16

Jack presentó a Roy Hicks a Lucy esperando alguna reacción. Por fin el hombre que tan ansiosa estaba por conocer. Pero ella parecía contenerse, más callada que otras veces. Era una Lucy distinta, la de aquella noche, después de haber muerto a tiros Boylan aquella misma tarde. Lo de Boylan la había afectado.

Al principio, los cuatro permanecieron callados.