– No nos hacen falta etiquetas, Jack, ni siglas, como a los del IRA. -Se sentó, con las piernas dobladas, mirándole-. O los del FDN, los contras. Basta con decir que estamos en contra de eso, de lo que ellos defienden.
– Y llevar un arma. -Jack miró el revólver.
– Hay una gran diferencia entre simplemente llevar un arma y participar en una causa política contrarrevolucionaria, y no son sólo palabras, son hechos. -Hizo una pausa y prosiguió-: ¿Dónde ha quedado lo de hacer algo por la humanidad? Lo dijiste tú mismo, ¿te acuerdas? De eso se trata.
– En cualquier caso, suena bien.
– Es cierto.
– Pero ¿matarías por eso, Lucy?
17
Little One salió de la cocina del hotel hacia la sala trasera, donde Jack estaba hablando por el teléfono público. Little One decía que era un primo, que se estaban aprovechando de su buen carácter. Jack alzó la palma de la mano mientras decía al teléfono:
– Te agradecería que vinieras rápidamente.
– ¿Que me lo agradecerías? No estás hablando de una simple copa, ¿verdad?
– Después podemos cenar, si no lo has hecho ya.
– ¿Después de qué? ¡Me llamas a las… ¿qué hora es?… casi las ocho y media, y me preguntas si ya he cenado!
– ¿Has cenado o no?
– No tengo hambre. He comido mucho.
– Te iba a llamar antes, pero he tenido que ir a Gulfport.
– Un tipo me ha llevado al Arnaud -explicó Helene-, para entrevistarme para un trabajo. Cuando estábamos tomando el café ha empezado a contarme lo importante que era la compatibilidad, y que podíamos parar en el Royal Sonesta después de comer para continuar la entrevista en una atmósfera relajada. Lo cual significaba que si me acostaba con él conseguía un despacho con cortinas, alfombra y un microprocesador. He dicho: «¡Guau, un microprocesador, lo que siempre había deseado!»
– ¿Te han dado el trabajo?
– Mira, me he sentido tentada. Tengo que comprar mi apartamento o abandonarlo antes de diez días: van a convertir el edificio en una comunidad de propietarios. Tengo treinta y dos años y carezco de un lugar donde vivir.
Le dio pena que ella tuviera lástima de sí misma, la pobre chica. No tenía treinta y dos, sino treinta y cinco; casada por lo menos una vez antes de conocerle a él, y casada de nuevo durante un año mientras él estaba en la cárcel. ¿Qué habían aprendido ambos?
– Nos encontramos en el bar. Y ponte un vestido, ¿vale?… ¿Helene?
– Te noto distinto. Eres el mismo, pero hay algo, no sé qué, distinto.
– Ha pasado mucho tiempo -dijo Jack. Le pidió que se diera prisa y colgó.
Little One, que había seguido esperando, dijo:
– Bueno, ¿qué?
– No devolví la llave porque tengo que usarla otra vez. Ya te dije que tal vez pasaría eso, ¿te acuerdas? -contestó.
– Y yo te contesté que estábamos en paz, que ya no le debo nada a Roy y que no necesito que me echéis mierdas inesperadas en mi vida.
– No pasará nada. Es imposible, te lo prometo.
– También es imposible que entres en esa habitación -dijo Little One- porque él está dentro.
– Tendré que resolver eso… ¿Ha pedido que le subieran la comida?
– Sólo una botella de vino y unas gambas. A ese hombre le encantan las gambas. Dice que está esperando un coche.
– ¿Van a venir a recogerle?
– No, se ha comprado un coche nuevo, un Mercedes. Me ha dicho que lo ha pagado al contado y que, o se lo daban esta noche, o no había trato. Al hombre le gusta hablar de sí mismo en ese plan.
– ¿Ha dicho que se iba?
– No, pero lo parece.
– ¿Y los otros dos tipos?
– No los he visto. No se alojan aquí, sólo pasan de vez en cuando.
– ¿Puedes averiguar si va a abandonar la habitación?
– ¿No te parece que los de recepción se extrañarían? ¿Cómo crees que puedo preguntar tal cosa?
– Yo diría que eso no le ha de crear ningún problema a un graduado del Dale Carnegie.
Little One les sirvió las bebidas en el jardín del hotel, mirando a Helene, que llevaba un vestido negro cruzado por pequeñas bandas. Luego le dirigió una mirada a Jack, pero no dijo nada. Se fue.
Y Helene dijo:
– Te has vuelto loco.
Él estaba pensando que aquél era el sitio ideal para empezar una noche, en el ambiente creado por el suave brillo de la luz y el sonido de la fuente y con unas cuantas bebidas… Pero dijo:
– Sólo te pido que le mantengas fuera de la habitación durante diez minutos.
– ¿Qué tengo que hacer, sacarle tirándole del pelo?
– Podrías, es canijo.
– Ésos son los peores; son más violentos.
– Subes a la 501. -Jack alzó los ojos-. En la última planta, el quinto piso. ¿Ves las habitaciones que se extienden desde la puerta del ascensor? Es su suite. Llamas a la puerta. Él abre. Le dices: «Oh, vaya, lo siento, me he equivocado de habitación.»
– «¿Oh, vaya, lo siento?»
– «Me he equivocado de habitación.»
– Estás prácticamente metido en el árbol. ¿Por qué no mueves un poco la silla para que te pueda ver?
– Estoy bien así.
– Te estás escondiendo, ¿verdad? -Cogió su whisky con agua y siguió mirándole-. ¿En qué andas metido, Jack?
– Te lo contaré después.
– Me dijiste que lo habías dejado.
– Y es verdad. Esto es otra cosa. Bueno, le dices «lo siento», vuelves y empiezas a andar.
– No lo haces por diversión, estoy segura.
– Empiezas a andar, das un par de pasos, te vuelves… ¿me estás escuchando?
– Me vuelvo.
– Y le dices: «Ah, si viene otra chica, será una amiga mía. Le dije que nos encontraríamos aquí, pero creo que me equivoco de habitación.» ¿Entiendes? Y luego le dices: «La esperaré abajo. Pero si por casualidad no la veo, ¿le puede decir que estoy en el jardín? Si no, estaré en el bar.»
– ¿Tengo que repetirlo palabra por palabra, Jack, o puedo improvisar un poco?
– Hazlo como quieras, mientras sepas lo que haces. No puedes irte, simplemente. Tienes que hacerle saber dónde vas a estar, para que vaya a buscarte.
– ¿Y qué pasa si no viene?
– Irá.
– Pero ¿y si no lo hace?
– Hará lo que tú quieras. Con esa mirada… Tampoco quiero decir que pongas los ojos en blanco, ni nada de eso.
– ¿Le saco la lengua?
– Tú ya sabes cómo hacerlo. Siempre has tenido tíos que te iban detrás.
– Pero no les hago nada.
– Venga, si podrías ser actriz, con tu variedad de miradas.
– ¿Es latino?
– De Nicaragua.
– ¿Es mono?
– Un muñeco, parece un camarero del Antoine… Lleva calzoncillos rojos.
– ¿Cómo lo sabes?
– Cuando baje, estarás en esta mesa. Te ofrecerá una copa, pero tú le dices: «No, gracias.»
– ¿Y por qué iba a decir eso?
– ¿Por qué? Porque no le conoces. Pero seguirá apretándote, y al final dices: «Bueno, de acuerdo, sólo una.» Habláis de todo y de nada, de cómo van las cosas de Nicaragua… Ah, intenta hacerle hablar de coches. Averigua si se acaba de comprar un Mercedes, sí, y hasta cuándo se queda, qué día se va del hotel. Menciona Miami, si puedes, a ver qué dice.
– Creía que sólo tenía que mantenerle ocupado.
– Bueno tendrás que hablar con él, no pensarás hacerle juegos de manos, ¿no?
– Podría bailar un zapateado. Encima de la mesa.
– Sólo necesito diez o quince minutos. O hasta que me veas allí arriba. Me quedaré en la galería un minuto. Le dices al tipo que vas al lavabo o lo que quieras, y nos encontramos en la acera de enfrente, en el bar del Sonesta… ¿De acuerdo?
– Pero ¿qué pasa si no baja?
– No puedo creer que seas tú quien dice eso. Con tu belleza, esos enormes ojos castaños…