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Entonces, lo hizo todo de golpe. Se levantó, cruzó hasta el cuarto de baño mirando hacia la entrada y vio que el pomo se movía, que daba la vuelta. Siguió andando, entró en el cuarto de baño, apagó la luz, dejó la puerta medio cerrada y se metió detrás. Se quedó a la escucha con la Beretta alzada, casi tocándole la cara.

Delante de él todo estaba oscuro, sólo entraba algo de luz por la rendija de la puerta, a su lado. Esperó. No oyó nada hasta que se movió la puerta.

La puerta se movió hacia él. Se encendió la luz del baño. La puerta volvió a alejarse de él, cerrándose, y se encontró mirando una cabeza cuyo cabello oscuro, alisado, espeso, cubría los ángulos agudos de la chaqueta del traje del hombre, inclinado sobre el espejo. Se vio a sí mismo al bajar la Beretta del rostro y tenderla, hasta casi tocar al hombre que se echaba colonia en las manos. El indio nicaragüense de nombre estrambótico se frotó las manos y se las llevó a la cara, al tiempo que levantaba la cabeza. Entonces Franklin de Dios, el indio que parecía criollo, quedó enmarcado con Jack en el espejo. Se quedó mirando, con las manos sobre los pómulos sobresalientes, a la media cabeza que asomaba por encima de la suya. Bajó las manos y empezó a darse la vuelta.

Jack puso la Beretta en el hueco de la nuca del indio, metió el cañón entre su pelo y le obligó a seguir mirando hacia delante.

Al principio, Jack dobló un poco las rodillas, intentando quedarse detrás él para esconderse. Pero, mierda, había visto los ojos del indio. El indio sabía quién era. De modo que se puso derecho para ir al grano, aunque no tenía ni idea de lo que iba a hacer, salvo fingir, intentar conseguir que el hombre que había matado a Boylan estuviera más asustado de lo que lo estaba él mismo. Mierda. Pero ni con su pistola apoyada contra la cabeza del tipo se sentía Jack dueño de la situación. No estaba seguro de que aquel fulano fuera a hacer lo que él le ordenase.

– Pon las manos sobre el espejo.

El indio obedeció, se apoyó en el lavabo y posó las manos, planas, sobre el cristal. Volvió a mirar al espejo, más allá de su propio reflejo, y pareció resignarse. Jack se puso tras de él, le pasó la mano por el cinturón y luego bajó los brazos, donde percibió sudor, pero no armas. Tanteó en los bolsillos de la chaqueta. Se agachó, bajó la mano por una pierna y, al empezar con la otra, el indio se movió, intentó volverse. Jack presionó la Beretta contra el culo del tío, oyó un gruñido y vio que se apretaba contra el lavabo y se ponía de puntillas. Adueñarse de la situación no era tan difícil como parecía.

En la pierna derecha, a la altura, de los tobillos, llevaba una pistolera que alojaba un revólver del treinta y ocho con cañón de dos pulgadas. Jack se lo metió en el bolsillo de la chaqueta al levantarse. Se miraron el uno al otro en el espejo: la expresión del indio, como la de Jack, un tanto intrigada, nada más. Nada podía ayudarle a decidir qué iba a hacer con el indio para poder largarse de allí. Sería más fácil dispararle que golpearle en la cabeza con un kilo de metal. ¿Con cuánta fuerza tendría que golpearle? Mierda, podría matarlo, al indio del nombre estrambótico, romperle la cabeza. Jack había pegado a algunos individuos antes de que ellos le pegasen a él; había que hacerlo cuando era necesario. Jack era capaz de enfurecerse. Se encendía en dos segundos y de repente le entraba la necesidad, la urgencia agresiva de pegar, y se oía a sí mismo gritar cuando se lanzaba y golpeaba; un grito cargado de energía, algo más que un gruñido. También podía darle la vuelta al tipo y atarlo con el cinturón, o romperle la mano. Hacía al menos cinco años que no le pegaba a nadie.

Franklin de Dios dijo:

– ¿Qué tal?

Jack le oyó. El indio con pinta extraña estaba justo delante de él. Le vio decirlo. Igual que cuando salía del lavabo del restaurante.

Esta vez, Jack preguntó.

– ¿Qué?

– Me pregunto si eres policía.

Jack siguió mirándole.

– Pero no lo creo. Tío, ahora no sé quién eres. Conduces ese coche… ¿Me dirás una cosa? La chica iba dentro, ¿verdad?

Jack no contestó. Aquel individuo hablaba con un acento extraño, pero sin ningún tipo de tensión ni emoción. Parecía que realmente quisiera saberlo. Aquello no tenía sentido.

– Verás, nunca me dijeron qué había hecho la chica, por qué querían cogerla… Si tampoco me lo dices tú, no importa. Me vas a disparar, ¿no?

– Tú sólo haces lo que te dicen, ¿no?

– Dicen que hay que cumplir las órdenes.

– Y no parece que eso te cree demasiados problemas, ¿verdad? Dispararle a Boylan por la espalda no tiene demasiada importancia.

– ¿Quién es Boylan?

– ¿O sea que mataste a un tipo del que no sabes ni el nombre?

Cierta expresión de sorpresa, un mínimo sobresalto, pasó por el rostro del indio y desapareció.

– Después de hacerlo -dijo el indio-, a lo mejor puedes saber a quién has matado. Si tienes tiempo de mirar si lleva comida o dinero en los bolsillos.

– ¿Comida?

– Sí, y a veces ves el nombre. Cuando llevan la cartilla militar. ¿Pero qué más da? El tampoco te conoce a ti. Si te hubiera fallado la suerte, sería él quien estaría mirando en tus bolsillos.

– ¿De qué estás hablando?

– Me vas a matar… ¿Sabes mi nombre?

– Eres un jodido tipo raro, Franklin -dijo Jack, y volvió a ver el asomo de sorpresa en el rostro reflejado en el espejo-. Quítate la ropa y métete en la ducha.

Franklin de Dios asintió y se movió hacia la ducha mientras se quitaba la chaqueta.

– Me vas a disparar en la bañera para que no haya sangre.

Se quitó los pantalones y se encontraron mirándose de frente por primera vez.

– Nosotros les atamos las manos, les hacemos arrodillarse. Ellos, los sandinistas, también lo hacen. Creo que todo el mundo lo hace así.

– Estás hablando de la guerra, de cuando matáis a los prisioneros.

– Sí, claro. Eso es lo que se hace. -La camisa del indio cayó, desvelando un torso musculado y unos calzones de boxeador a rayas verdes. Volvió a mirar-. Dime, ¿cómo es que sabes mi nombre?

– Escucha -dijo Jack-. Voy a salir un minuto. Abre el agua y métete dentro. Vuelvo enseguida.

– Tengo que quitarme los zapatos.

– ¿Qué más da si se mojan?

– Claro, tienes razón. Nosotros siempre les hacemos quitarse los zapatos. Pero éstos no los va a necesitar nadie. A no ser que los quieras tú.

– ¿Te quieres meter en la jodida ducha?

Jack salió del cuarto de baño, cerró la puerta y esperó. Unos instantes después oyó el ruido del agua. Se imaginó a Franklin de Dios en la ducha con sus calzones verdes, ajustando los grifos: ni muy fría, ni muy caliente… Jesús, el tipo lo aceptaba, esperaba morir.

Pasó los diez segundos siguientes junto al armario, abriendo los cajones, metiendo la Beretta y los cargadores bajo las camisas del coronel y cerrando luego el armario, yéndose, volviendo porque no tenía demasiado sentido devolver la pistola -igualmente el tipo iba a saber que había estado allí-… Y perdió otros diez segundos pensándoselo, joder, oyendo el agua que seguía cayendo en la ducha. «Olvídate de la jodida pistola», se dijo a sí mismo; volvió a ponerse en marcha, tiró la llave al suelo y la metió debajo de la cama de una patada.

No volvería a colarse en una habitación de hotel; nunca jamás.

18

Jack dijo:

– Lo único que podía pensar era que ya había tenido bastante. He mirado por la galería y todavía estabas allí.