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– Por supuesto que lo es. Esos tipos están despiertos.

– Pero tú no estás en esto sólo por dinero, ni por diversión.

– No sé… -Jack se levantó, se acercó a la nevera con los vasos, sirvió otros dos vodkas helados y se quedó allí, con los vasos en la mano-. Esta tarde, en las noticias, Tom Brokaw le ha preguntado a Richard Nixon, ¡por el amor de Dios!, qué opinión le merecía que diéramos cien millones de dólares a los contras. A Nixon, que tenía una banda de ladrones trabajando para él y que no pasó ni un jodido día en el talego. Nixon dice: «Por supuesto, necesitan nuestra ayuda.» Brokaw le pregunta: «¿Pero no podría eso provocar que nos involucremos militarmente?» Y Nixon contesta: «No, eso nos evitará tener que enviar a nuestros jóvenes allí más adelante.» Y Brokaw dice: «Gracias, señor presidente.» No le dice: «¿Se ha vuelto usted loco? ¿Y por qué íbamos a enviar a nuestros jóvenes? Si quiere ir usted, vaya. Y llévese a todos esos asesores gilipollas de la Casa Blanca con usted.» No, Brokaw dice: «Gracias, señor presidente.»

– ¿Y qué quieres que diga?

– Ya lo sé, pero me ha cabreado. Preguntarle su opinión a ese jodido chorizo… Ni siquiera recogió basuras en una granja penitenciaria.

– ¿Sabes lo que creo? -dijo Helene.

– ¿Qué?

– Que ya has tomado partido.

Jack abrió los ojos y se encontró con una visión que, fantaseada, hubiera bastado para ayudar a cualquier preso a sobrellevar días y noches: Helene saliendo del cuarto de baño cubierta sólo por su braguita. Le dijo que sería mejor que se metiera enseguida en la cama si no quería coger un catarro.

– ¿No has de recoger a alguien a las diez?

– A Cullen. Nos vamos a Gulfport.

– Creía que habías ido ayer.

– Fuimos, pero el tipo no estaba. Ven.

Levantó la sábana.

– Son menos veinte. -Empezó a hacer ejercicios gimnásticos, con los pies separados, las manos sobre las caderas, los pechos a medio palmo de sus hombros-. ¿Te das cuenta de que no hicimos el amor? Nos quedamos dormidos. No me lo puedo creer. Me parece que te estás haciendo viejo, Jack.

– Yo estoy listo… Eres tú quien se ha levantado.

– ¿Sabes que es la primera vez que hemos dormido juntos sin hacerlo?

– Me parece que tienes razón.

– Como si estuviésemos casados.

– Hay una cocinita al fondo del recibidor, junto a la sala de embalsamar…

– Oh, cielos, allí.

– Por si quieres hacer café.

Jack se duchó, se puso una camisa y unos pantalones de algodón y salió al vestíbulo. La cocina estaba a oscuras. Advirtió que las puertas de la sala de preparación estaban abiertas, las luces encendidas, y vio a Helene al tiempo que oía la voz de Leo:

– No, ése es arterial, el Permaglo. Se pone en lugar de la sangre. Ahora, lo que estoy inyectando con el trocar es fluido para las cavidades. Es un producto químico que se usa para endurecer los órganos.

Leo tenía un cuerpo sobre la mesa de embalsamar. Un hombre, según parecía. Helene estaba junto a la cabecera de la mesa, con su vestido negro, mirando.

– También se les puede inyectar en la boca, para que no se les hunda.

– Es fascinante -dijo Helene.

– ¿Ves esto? Es un trocar.

– Ah, para rellenar el agujero.

– Exacto, así no tienes que suturar cuando haces incisiones o laceraciones. Luego se cubren con una cera especial.

– Supongo que nadie ha hecho café -dijo Jack.

– Eh, ahí está Jack -dijo Leo-. Le estaba explicando a tu amiga cómo preparamos a los muertos.

– Leo, ésta es Helene.

– Sí, ya nos hemos presentado.

– Si nadie ha hecho café -dijo Jack-, me tengo que ir.

– ¡Oh, qué rollo! Yo quiero ver cómo los maquilláis.

– Quédate -dijo Leo-. Luego te llevaré. Seguro, no hay problema.

– Me voy a Gulfport -dijo Jack.

Salió de la habitación mientras Helene decía: «¿Y eso qué es?» y Leo le contestaba: «Son tapas oculares. Se ponen bajo los párpados.»

La gente actuaba de forma extraña. Todos sus conocidos. O serás tú, pensó Jack, tu forma de verlos.

Franklin de Dios, que vigilaba la casa de Lucy Nichols, vio llegar el viejo coche, el de color claro que él creía que era un Volkswagen que necesitaba reparación, algo que lo hiciera más silencioso. Sabía de quién era el coche.

Éste se metió por el camino. Pasaron treinta y cinco minutos. Luego, el Mercedes azul oscuro salió por el camino y giró hacia Saint Charles. Franklin de Dios estaba aparcado en una bonita calle, Prytania, cerca de la esquina con Audubon. Le dio al Mercedes una manzana de ventaja antes de salir tras éclass="underline" hacia la avenida Clairbone, y luego por la interestatal, la número diez, dirección este… Se alejó bastante de la ciudad y cruzó el lago, en un día precioso, siguiendo al Mercedes en el Chrysler Fifth Avenue de alquiler. Si pudiera comprarse el coche que quisiera, se compraría uno como aquél. O como el Cadillac que había conducido para Crispín Reyna en Florida. Nunca había conducido un Mercedes. Había llevado un camión y un vehículo armado de transporte de tropas desde que, en 1981, había aprendido a conducir. Un hombre que trabajaba para el señor Wally Scales le había enseñado a conducir, y le había dicho delante de él al señor Wally Scales que era un conductor nato, respetuoso con el vehículo, no como aquellos otros que se volvían locos cuando estaban tras el volante y destrozaban cualquier cosa que condujeran.

El señor Wally Scales había dicho que se olvidaran de Lucy Nichols, pero el coronel había insistido: «Vigila su casa. Si sale el coche, síguelo.»

En aquel momento cruzaban la frontera del estado de Misisipí.

Franklin había perdido confianza en el señor Wally Scales, en su habilidad para calar a la gente; pero se fiaba de él y podía hablar con él. No podía hablar con el coronel Godoy ni con Crispín. El motivo era sencillo: no le escuchaban cuando les decía algo. Era socialmente inferior a ellos, estaba mucho más abajo, con su sangre mezclada de indio y de negro.

Pero era Wally Scales, el hombre de la CIA, quien le había llevado a Miami; en cierto modo, eran amigos. O podían serlo. El señor Wally Scales le escuchaba si le decía algo. Le había escuchado aquella misma mañana, cuando le había dicho que ya no se fiaba de la palabra del coronel, ni de Crispín Reyna. El señor Wally Scales le había contestado:

– ¿Cómo es eso, Franklin?

– Siempre hablan de Miami, pero no de la guerra.

– Ah, ¿de veras? -había contestado el señor Wally Scales, intentando mostrar que le interesaba-. Bueno, entonces será mejor que no los pierdas de vista.

¿Lo ves? Era agradable y escuchaba, pero no tenía intuición con respecto a la gente. O no le importaba.

Cuando Franklin de Dios le preguntó sobre Lucy Nichols, el hombre dijo:

– Ah, es una pacifista. Uno de esos corazones enormes. Se la tenía jurada al coronel, así que probablemente se llevó a su novia del pueblo. Nada importante.

Cuando le preguntó sobre el tipo de la funeraria, el señor Wally Scales dijo:

– ¿Jack Delaney? Ella le debe de haber comido el coco, eso es todo. Lo utiliza. Es un ex presidiario duro sin cerebro.

Entonces fue cuando Franklin de Dios se dio cuenta de que podía confiar en el hombre de la CIA como amigo, pero que no debía fiarse de su juicio. Decidió no hacer más preguntas ni decirle a Wally que se había encontrado al tío sin cerebro cinco veces en la última semana.

Y tal vez la sexta estaba cercana.

El tipo, Jack Delaney, iba con otro individuo en aquel coche, el Mercedes azul oscuro, que en aquel momento salía de la autopista por la segunda salida de Gulfport.

Cualquier otra cosa que quisiera saber tendría que preguntársela al propio tipo de la funeraria.

Preguntarle por qué no lo mató.

Preguntarle qué estaba haciendo.