Jack dudó.
– ¿Vais en avión?
– Demasiado caro. Tenemos una carga de equipo y suministros y hay una flota de botes bananeros que sale desde aquí mismo. Cogen cualquier carga antes que hacer el viaje en balde.
– Parece que llevas una vida muy excitante -dijo Jack.
– Cuando no estoy aquí -contestó Cromwell.
Cuando salieron, entrecerrando los ojos para protegerlos de la luz, Jack dijo:
– ¡Por Dios, qué tío más increíble!
La respuesta de Cullen le sorprendió:
– Jack, tú no has ido a la guerra, así que no digas nada, ¿vale?
– ¿Y eso qué tiene que ver?
– Si te parece increíble que haya gente como Cromwell, eres idiota, simplemente. Ésos son los tipos que se convierten en ejército regular y que están dispuestos cuando llega el momento de librar una guerra. Son los que nos salvan el culo.
– ¿Por qué te cabreas conmigo?
– Porque te crees muy listo. Crees que los tipos que, como éste, creen en su país y están dispuestos a dar la vida por él, son unos bordes. ¿Dónde estabas tú durante la guerra del Vietnam?
– Intenté alistarme, ya te lo he dicho.
– Y una mierda.
– No huí a Canadá, ni quemé mi cartilla. Me llamaron y me declararon inútil.
– Lo cual te encantó.
– Bueno, claro, por supuesto. Cully, ¿qué te pasa? Sólo he dicho que era increíble.
– Ya sé lo que has dicho.
Llegaron al Mercedes, abrieron las puertas y esperaron a que el aire circulara por dentro. Jack miró a Cullen por encima del brillo ardiente del techo del coche.
– ¿Estuviste allí toda la guerra?
– Tres años y medio -dijo Cullen.
Y se quedó recorriendo la calle con la mirada, más allá de los pocos coches que había, aparcados en batería frente a los bloques comerciales. Luego, se dio la vuelta, despacio, para mirar hacia la zona del puerto, los cargueros pequeños y los pesqueros comerciales. Luego, con inquietud en la voz, dijo:
– Por Dios.
– ¿Qué pasa?
– El primer banco que atraqué en mi vida, y solo, estaba aquí, en Gulfport.
– ¿De veras?
– Pero ya no está. No lo veo.
– Ese edificio grande por el que hemos pasado al venir era un banco.
– No, era un banco viejo.
Jack se acercó protegiéndose los ojos del sol con la mano.
– Mira allá arriba, Cully, a aquel lado del edificio nuevo. El Hancock Bank.
Cullen se puso detrás del coche.
– Ah, Dios mío, ése es. Hemos pasado justo por delante.
Jack volvió al coche, repasando con la mirada la amplia Vigesimoquinta avenida. Se detuvo y volvió a mirar hacia abajo, al hombre que había en la acera, a unos quince metros, detrás de un coche aparcado al mismo lado de la calle que el suyo. Le costó un momento darse cuenta de que era el indio con pinta de criollo, que le devolvía la mirada.
– Sí, eso es -dijo Cullen-. Recuerdo las columnas de la entrada.
Franklin de Dios, con traje oscuro y camisa blanca, con la chaqueta abierta, se quedó quieto, sin moverse, mirándoles.
– Cully, vámonos -dijo Jack.
Se metieron en el coche e hicieron marcha atrás. Entonces lo veía por la ventana trasera. No se había movido. Cuando pasaron junto a él, les siguió con la mirada. Allí estaba, en el retrovisor, mirando todavía.
– ¿Cully? -dijo Jack.
– Si lo pienso, creo que la mejor época de mi vida fue cuando estuve en el ejército -dijo Cullen.
Condujeron por la zona del puerto y giraron hacia la derecha, junto a los camiones vacíos que llenaban el aparcamiento de camiones bananeros. Siguieron por delante del almacén de la Standard Fruit y luego pasaron por el muelle de cargueros pequeños y pesqueros. Enseguida se encontraron con la arena blanca y limpia que se extendía por el golfo de México, y Jack empezó a mirar por el retrovisor a uno que hacía surf en el golfo, una vela azul y naranja que levantaba espuma, y otra vez al espejo.
Cullen seguía hablando:
– En aquella isla vi morir a tíos que eran colegas míos. Mierda, sólo tendría unos once kilómetros, no sé para qué queríamos aquella isla de mierda. Pero estábamos juntos, en la misma guerra. Era una sensación que nunca he vuelto a experimentar, porque estábamos haciendo algo. O sea, algo importante. El tamaño de la jodida isla no importaba para nada.
– Ahora también estamos haciendo algo -dijo Jack.
– Tengo mis dudas de que salga bien. ¿Pero sabes una cosa? Creo que ni siquiera me importa.
– Quiero decir que ahora mismo tenemos algo en que pensar. Nos están siguiendo.
– ¿Un poli? No has hecho nada.
– Un poli no, el indio. El… ya sabes.
– ¿Sí? -dijo Cullen. Pero no pareció lo suficientemente interesado para volverse y mirar. Sin embargo, preguntó-: ¿Y qué vas a hacer?
– Llegaremos al otro lado de Pass Christian…
Jack calló y volvió a mirar por el retrovisor.
– Me encantaban las casas grandes que había allí -dijo Cullen-. Siempre pensaba: «Sí, chico, éste sería un buen lugar para vivir.»
– Luego apretaré -dijo Jack-. Lo pondré a doscientos por hora…
– ¿En esa curva? -dijo Cullen-. Hay una curva larga antes de llegar a la bahía.
– Mierda -le dijo Jack-. Tienes razón. Bueno, pues pasaré la curva y luego apretaré. Vamos a volar por encima del puente. Luego giraremos de golpe a la derecha en North Beach y lo perderemos de vista.
Y eso hicieron.
20
Jack llegó a la sombra de los árboles y de los destartalados edificios de los muelles, y fue costeando por la carretera vacía: a un lado, viejas estructuras arquitectónicas bajo robles musgosos; al otro, las gastadas escaleras de cemento del malecón, desde las cuales la gente echaba al agua, poco profunda allí, redes de pescar cangrejos. Vio el entablado que se metía en la bahía. Se estaban acercando a una casa que había soportado más de cien años de huracanes.
– El Camille arrancó el porche frontal -explicó Jack-. Dejó un metro y medio de lodo dentro.
Cogió la calle adyacente -fijándose por primera vez en el nombre, Leopold- y aparcó en la parte trasera de la casa, detrás del Chevette de Raejeanne y de uno de color azul brillante, nuevo, que en vez de nombre tenía una serie de números y la palabra «Turbo». Una mujer les miraba desde el sombreado porche trasero. Luego otra mujer, cuya figura resultaba más amplia en la penumbra, pasó junto a ella y empujó la puerta. Su hermana Raejeanne.
– ¿Quién es, amigo o enemigo? -dijo ella.
Y al salir del coche oyó que añadía:
– Es Jack, mamá.
Se quedaron en la mesa del porche trasero, puesta para cinco. Jack presentó a Cullen. Abrazó a su madre, frágil y empequeñecida, y oyó que le preguntaba «¿Cómo está mi gran chico?» al tiempo que él le palmeaba la espalda y encontraba un tono de interés en su voz para preguntarle cómo estaba ella. «Tirando.» Para ella, a los setenta y cinco, todo iba «tirando», con su cabello ondulado rubio y gris, el brillo de sus gafas y aquellos pendientes que parecían cuentas de rosario… Pero era una mujer de setenta y cinco años de las de antaño, y en aquel momento parecía alarmada. Jack le preguntó qué le pasaba.
– No hemos puesto suficientes platos en la mesa.
Jack le pidió que le explicara qué hacía y cómo se encontraba.
Su madre dijo:
– Estuve bien hasta la semana pasada, que me metí en cama con amigdalitis.
– ¿Quién es ese griego? -replicó Jack.
Ella sonrió, intentando no enseñar la dentadura, y le dijo que era igual que su padre, su irlandés. Cullen estaba cerca de ellos, oliendo la comida y haciendo mmmmmmmm cuando Raejeanne le dijo que había gambas hervidas y que había sobrado un poco de su sopa preferida.
– Tenemos invitados. ¿A que no sabes quién, Jack? -dijo Raejeanne.