– ¿Se llevó algo tuyo?
– No tenía nada que valiese la pena. Me dijo que había estado siguiendo a Bettybarr porque llevaba ropa cara y alguna pieza de oro interesante. Entonces me contó que aquella tarde ya había estado en la habitación. Le pregunté por qué había vuelto. Me dijo: «Cuando la gente sale, nunca deja nada en la habitación. Así es como lo hacemos, tío, estudiando el plan. Mira, hay que volver cuando ella está en la habitación, durmiendo, y tiene la cartera y las joyas en el armario, y no tropezar con nada.» Incluso sabía que yo no estaba con el grupo cuando llegó de Nueva York. Le pregunté: «¿Qué haces, sigues a la gente?» Y me contestó: «La controlo. Abajo, en el bar, en diversos sitios. Generalmente puedes adivinar quién tiene algo. Esta está en el límite, pero aun así vale la pena. Tiene uno de los grandes, en metálico.» Le pregunté cómo había entrado en la habitación y me dijo que con una llave. Entonces cambió de tema. Me dijo: «¿Qué pasa si la tía sale de la habitación?» Y yo digo: «Lo tendrías jodido.» «¿Y si no sale?» «Eso cambiaría las cosas. Pero cuéntame lo de esa llave mágica que tienes.»
– La había cogido en recepción.
– No, lo que hacía era alquilar una habitación. Luego, por la noche, desmontaba la cerradura y se las arreglaba para hacer una llave maestra.
– ¿Qué es una llave maestra?
– Una llave que sirve para abrir cualquier puerta de un hotel, en caso de incendio o de cualquier accidente que les obligue a abrir todas las habitaciones. Aquel fulano había sido cerrajero. Así que le pregunté: «¿Cuántas llaves maestras tienes?» Y me dijo: «¿Sabes que cierta gente pagaría hasta cinco de los grandes o más?» Yo le dije: «Sí, pero también podría ser que quisieras dársela a alguien que pudiera ayudarte.» Me contestó: «Creía que tenías otras intenciones. Tú te metes el dinero en el bolsillo, yo me largo con todo lo demás, y ella se piensa que el bulto de tus tejanos es porque la deseas.»
Jack sonrió, agitando la cabeza.
– Aquel tipo era una especie de ladrón profesional de primera, llevaba traje y corbata… Era como encontrarte con una estrella de cine y descubrir que habla y obra como cualquier persona.
– Así que te quedaste con la llave del tipo -dijo Mario- y lo dejaste marchar.
Jack alzó la mano.
– Le dije: «Primero, devuélvelo todo.» Y él insistió: «Tú podrías quedarte el dinero y yo unas cuantas piezas.» Yo dije: «Y luego aparecería mi nombre en la denuncia de un robo, ¿eh? Registrado en un archivo de la policía al cual se podría recurrir algún día en el futuro. No, que va.» Y Buddy dijo: «Podría irte bien, porque no eres tonto. Pero ¿tienes huevos para entrar en una habitación en la que sabes que hay gente durmiendo?»
Mario negó con la cabeza:
– Yo no, tío.
– Ya, pero tenía gracia, el tío hablando de huevos cuando yo le tenía el derecho en mi bolsillo. De todas formas, no le amenacé con un «Dame las llaves o te denuncio». No, ni una palabra de eso. Más adelante, la siguiente vez que lo vi, me dijo que le había impresionado que yo no intentase hacerme el duro. Tenía clase.
– ¡Jesús!
– Y ahora está muerto.
– ¿Te lo vuelvo a llenar?
– No, voy a cambiar.
Jack se encontraba junto a una mesa, cansado de estar de pie. Alzó la vista, vio que venía Leo desde la barra y se dio cuenta de que habían encendido las luces. Estaba lloviendo y la luz griseaba en la calle del Canal. Leo se detuvo y tomó un trago del martini, cuidando de que no le cayera nada. Tenía su fino cabello pegado a la cabeza, llevaba el impermeable empapado y, según observó Jack, estaba muy serio, aparentemente preocupado.
– ¿Estás bien?
Jack estuvo a punto de decir «¿Comparado con qué?». Pero simplificó y dijo, insinuando una inocente sorpresa:
– Bien…
Sintió que se ponía en guardia, que su cuerpo flotaba cómodamente mientras su mente zumbaba, llena de palabras e imágenes, totalmente alerta. Preguntó:
– ¿Qué tal Buddy?
– Ya he acabado con él -dijo Leo-. Está listo para recibir visitas. -Observó el vaso de Jack-. ¿Qué bebes?
– Un Sazerac.
– ¿Desde cuándo tomas Sazerac?
– Creo que desde hace una hora. No sé… ¿qué hora es? Está oscureciendo.
– Las cinco y media -dijo Leo. Dejó su martini sobre la mesa, cogió una silla y se sentó-. Me voy, le he dicho a Raejeanne que iría a cenar. -Mantenía su expresión seria-. ¿Seguro que estás bien?
– Aquí me siento seguro -contestó Jack-. Si salgo podría atropellarme un coche.
– Mañana has de ir a Carville. No te olvidarás, ¿verdad?
– Lo estoy deseando.
– Volveré hacia las siete. Se rezará un rosario por tu amigo Buddy. Un cura de Kenner, Nuestra Señora del Perpetuo Socorro.
– Es lo que él siempre había deseado. Un rosario.
– Ah, hace un rato ha llamado la hermana Teresa Victor, de Carville. Alguien quiere ir contigo a recoger el cadáver. No te importa, ¿verdad? Te hará compañía.
– Oh, mierda, Leo -dijo Jack-. No soporto hablar con los parientes, se ponen de una manera… Me estás pidiendo que recorra doscientos cincuenta kilómetros, entre la ida y la vuelta, con la cabeza hirviéndome para encontrar palabras de consuelo. Jesús, nada de sonreír. Cuando vas al cementerio es distinto, porque no tienes que decir nada. A veces, hasta parecen alegres. Mierda, Leo.
Leo bebió un trago de su martini.
– ¿Has acabado? -dijo, y volvió a beber-. La persona que va a ir contigo no es pariente, es una hermana, una monja que conoció a la muerta cuando estuvo en Nicaragua y que creo que la trajo aquí para que la tratasen. Todavía estaba arreglando a tu amigo cuando la hermana Teresa Victor me ha explicado eso. Luego debe de haber pasado algo, porque de repente ha tenido que colgar.
– ¿La que tengo que llevar es una monja? ¿La muerta?
– Mira -explicó Leo-, la muerta es una joven nicaragüense de veintitrés años. He apuntado su nombre. Está en la tabla de la sala de preparación. Y también el nombre de la persona que te va a acompañar, una tal hermana Lucy. ¿Te enteras?
– ¿De qué murió?
– Fuera de lo que fuese, no te lo puede pegar, ¿vale? Recoges a la hermana Lucy en la misión de la Sagrada Familia, en la calle Camp, mañana a la una en punto. Está cerca de Julia.
– ¿Allí donde dan sopa?
– Allí mismo. Te estará esperando.
– Bueno, si no sabemos de qué hablar, rezaremos un rosario.
– ¡Ya empezamos! -Leo se acabó su martini-. ¿Te encuentras bien?
– Estoy bien.
– No te olvides. A la una.
– De acuerdo.
– No sería mala idea que esta noche no salieras.
– ¿Sigues preocupado por mí?
– Ves a tu antiguo compañero sobre la mesa, y lo siguiente que sé de ti es que estás trompa. ¿Quién bebía Sazerac, Buddy o Helene?
Jack sonrió. Se sentía tranquilo, despabilado, seguro; era su lugar preferido para beber a última hora del día. Dijo:
– Quieres que te explique lo de Helene, ¿no?, lo que sentí al volver a verla. Te mueres de ganas de saberlo, ¿verdad?
– Ya te lo he dicho -insistió Leo-. Cuando lo supe me produjo cierta aprensión.
– En ese caso te alegrará saber que mi corazón permanece en su sitio.
– ¿Y qué hay de otras partes de tu cuerpo?
Jack negó con la cabeza.
– Su atractivo ha desaparecido. Ahora lleva el pelo rizado, y eso cambia su aspecto. Eh, Leo, pero… -Jack sonrió- ¡qué bien olía! Llevaba un perfume que sé que es caro porque una vez cogí una botella de un armario, una noche, en el hotel Peabody, en Memphis, y se la regalé a Maureen.
– Eso es complejo de culpabilidad.
– Tal vez. Maureen dijo: «Jack, esto va a ciento cincuenta dólares la onza. ¿Lo has comprobado? Dime la verdad.» Fue cuando ya había dejado lo de Uncle Brother y Emile.