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– Utilizo a aquellos en quienes confío. Claro, conozco a algunos, pero la gente puede cambiar de idea. Crispín es leal, y conozco a su familia.

– ¿Confías en Franklin?

– Sí, claro. Hace lo que le dicen.

– Bueno, él no se siente muy seguro con respecto a vosotros por vuestra forma de actuar.

– ¿Qué? ¿Te lo ha dicho él?

– Dice que sólo habláis de Miami, de lo grande que es, de lo lleno que está de felpudos rubios.

– ¿Eso ha dicho Franklin?

– Os diré un par de cosas, chicos. Primera, que tenéis una persona que os vigila, un chico en el que yo puse mucho interés y que me quiere como a un hermano blanco. ¿Entendéis lo que significa eso? El chico es constante, come lo que le den y nunca protesta. Segunda, que creo que tendríais que daros cuenta de lo solo que se siente Franklin. Creo que el único motivo por el que os la tiene jurada es que no le habláis bastante. ¿Entiendes? Invítale a subir y ofrécele unas copas, por el amor de Dios, si el dinero no es tuyo. ¿Qué opinas?

Dagoberto se encogió de hombros:

– Claro, ¿por qué no?

Wally Scales empezó a darse la vuelta, miró hacia el televisor y se detuvo.

– ¿Sabéis lo que me parece más interesante de ese número de las Filipinas? Me refiero a cómo echaron a Marcos. Lo pensaba ayer mientras leía lo de Jerry Boylan, ese tipo al que asesinaron en el lavabo. Hace tiempo, cuando su gente, los del IRA, se rebelaron contra los británicos, en 1916 (el Levantamiento, como lo llaman ellos), asaltaron y tomaron la oficina de Correos de Dublín. Pero cuando los filipinos se levantaron contra Marcos, ¿qué tomaron? La jodida emisora de televisión. Los tiempos han cambiado, señores; vivimos en la era de la inteligencia electrónica instantánea. Si la cámara de vídeo no te coge, te cogerá la computadora.

En aquel momento, el coronel nicaragüense y el nicaragüense cubano de Miami hablaban otra vez en castellano y seguían bebiendo champaña, y comiendo gambas. Dagoberto se quedó mirando el televisor. Por un momento, pensó que seguían dando películas familiares de los Marcos, pero era la serie «La rueda de la fortuna».

– ¿Crees que Franklin le cuenta cosas? -preguntó Crispín.

– Creo que Wally se lo ha inventado -contestó el coronel- para que pensemos que la CIA nos controla. Tendría que haberle dicho que eso era insultarnos. Tendría que haberme ofendido, quizás incluso haber montado en cólera.

– Olvídalo -dijo Crispín-. Hoy, en el periódico, un hombre que escribía sobre la ayuda a los contras hacía esta pregunta: ¿irá el dinero a los patriotas anticomunistas, o a cuentas privadas en Miami? Yo creo que es mejor que no protestemos, que les demos algo en que pensar.

– Mañana le diré que me he sentido insultado.

– Mañana sólo tienes que decirle a Wally una cosa: «¡Me han robado!» Con sentimiento. Practícalo: «¡El muy hijo de puta se ha llevado el dinero!» Así.

Dagoberto estaba pensando, mirando hacia la ventana que destacaba bajo la luz del atardecer en un balcón del Hotel Royal Sonesta, al otro lado de la calle.

– Mañana, Nacio cogerá un billete en el aeropuerto, a nombre de Franklin de Dios. -Estaba pensando en voz alta-. A las nueve y diez de la mañana, embarcará en el vuelo a Atlanta. Luego, cambiará el billete por otro para Miami.

– Nacio no se parece en nada a Franklin.

– Tanto da. Nos llamará desde Atlanta, cuando esté seguro de que sale el avión hacia Miami. Justo antes.

– Mientras te fíes de él…

– Nacio estuvo en la Guardia Nacional, fue mi ayudante hasta 1979, y entonces se vino aquí. No hace preguntas… Está bien. Franklin irá mañana al aeropuerto, a la misma hora, a devolver el coche.

– ¿Reconocería a Nacio si lo viera? -preguntó Crispín.

– No hay ninguna posibilidad de que se conozcan. Nacio es de Managua. Bueno, Franklin vuelve al hotel en taxi y nosotros nos vamos con el Mercedes nuevo. Sí. Sí -dijo Dagoberto-, antes de que Franklin se vaya al aeropuerto podría llamar a Wally y decirle que ha sido un insulto.

– Si no te olvidas de eso, es que estás loco -dijo Crispín. Estaba tranquilo, con la pierna estirada sobre el brazo del sillón-. Escucha, lo único que tienes que decirle es que Franklin estaba vigilando el dinero en la habitación mientras nosotros desayunábamos abajo. Cuando hemos vuelto, se había ido con el dinero. Y con el coche, el Chrysler.

– No le digo que Franklin lo ha devuelto a la compañía de alquiler en el aeropuerto.

– ¡Madre de Dios! -dijo Crispín-. El aeropuerto, ni lo menciones. Le dices que se ha llevado el dinero y el Chrysler, el amigo fiel del hombre de la CIA, ¡maravilloso!, y que nos vamos a buscarle.

– Wally me preguntará adónde.

– No lo sabes. Estás histérico, tío, excitado. Entonces sí que montas en cólera. Le dices a Wally que le volverás a llamar.

– ¿Y qué pasa si avisa a la policía?

– Que busquen, qué más da. Luego, cuando le vuelvas a llamar, ya sabremos que tu hombre, Nacio, habrá abandonado Atlanta, ¿eh? Le dices a Wally que has llamado a varias líneas aéreas, pero que nadie te puede dar información sobre Franklin de Dios, así que exiges que investigue él y le dices que le volverás a llamar.

– Por tercera vez.

– Sí, estás muy ansioso.

– ¿Desde dónde le llamo?

– Desde donde estemos, no sé. Ya habremos salido de aquí. Supongo que estaremos en el estado de Misisipí.

– ¿Le llamo cuando hayamos matado al indio?

– Por supuesto, después.

– De acuerdo, llamo a Wally por tercera vez…

– Y te dirá que Franklin se ha ido a Miami.

– ¿Y si todavía no lo sabe?

– Lo sabrá, no te preocupes. Le dices que nos vamos inmediatamente hacia allí y cuelgas el teléfono. ¿Sencillo, no? Eso es todo lo que tienes que hacer.

– Sí, pero no te adelantes. Hemos matado al indio… ¿qué hacemos con el cadáver?

– Eso es nuevo para ti, ¿eh? -dijo Crispín-. Cuando lo hacéis vosotros, dejáis los cadáveres tirados por ahí, ¿no?

– Quiero saber dónde lo meteremos.

– Ya lo veremos. En Misisipí, en algún bosque.

– No quiero sangre en el coche.

– Si se mancha, te compras otro.

– Hombre, me ha costado sesenta mil dólares.

Crispín alzó su copa y bebió champán, dejando que pasara un momento de silencio.

– ¿Qué es lo que te preocupa por matar a ése?

– El indio me tiene sin cuidado. No significa nada para mí.

– Entonces, ¿qué te preocupa?

– Soy un soldado. Esto no es como luchar en la guerra.

– Bueno, dentro de poco ya no serás un soldado -dijo Crispín, y sonrió-. Puedes considerar esto como un aprendizaje de nuevos negocios.

Dagoberto guardó silencio durante un rato.

– Necesitaremos una pala.

– ¿Para qué?

– Para enterrar al indio.

– Sólo enterraremos las manos y la cabeza. Para eso no hace falta una pala.

– Necesitamos un hacha.

– La conseguiremos.

– O un machete.

– Será más fácil conseguir el hacha.

– Ese jodido indio, mira que irse de la boca.

– Has dicho que creías que Wally se lo había inventado.

– En parte. Pero sé que ese jodido indio se ha ido de la boca. Es una vergüenza que no podamos fiarnos de nadie, ¿no?

Wally Scales salió del hotel y cruzó la calle Bienville para llegar hasta Franklin de Dios, que estaba junto al Chrysler negro, con su traje negro, con el cuello abotonado pero sin corbata; el chófer indio, salido de las tierras salvajes de Río Coco, vía Miami, para llegar a una calle de barrio francés. «Vaya, vaya -pensó Wally Scales-, y no hay manera de saber qué ronda por su cabeza.»