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– ¿Por qué no nos tomamos una copa de despedida, amigo?

– Tengo que estar aquí.

– Es posible que tengan compañía, pero dudo que salgan hoy, con tanta pasta ahí dentro.

– Me han dicho que tengo que quedarme aquí fuera.

– Y usar la puerta de atrás, ¿eh? Y sacudirte el polvo de los pies.

– ¿Qué?

– Nada, hablaba por hablar. ¿Te has de quedar aquí toda la noche?

– Me han dicho que vigile, eso es todo.

– ¿Para qué?

– No lo sé.

– No he notado que estuviesen preocupados por nada. ¿Y tú?

– Sólo se ven a sí mismos.

Ahí, por un segundo, el indio se mostró abierto.

– ¿Me quieres decir algo, Franklin?

Wally Scales percibió cierta duda en el indio, antes de que éste negara con la cabeza.

– ¿Nada extraño o inusual? ¿Adónde has ido hoy? -preguntó.

– He seguido el coche de la mujer.

– ¿Sí? ¿Adónde ha ido, a algún sitio especial?

– Por ahí.

– Puedes decirme lo que quieras, amigo, cualquier cosa que te preocupe. -Wally Scales le dio tiempo para que se descargara, pero no lo consiguió. Siguió hablando en tono cálido, de confesión-. Supongo que fuiste tú quien tuvo que cargarse a ese hombre. Al del lavabo.

Franklin no dijo nada.

– Siento que tuvieras que hacerlo. Ya debes de saber que era un tipo muy peligroso. Hubiera intentado robaros el dinero. De eso estoy seguro, y hubiera matado a quien se interpusiera en su camino. De hecho, sabemos que estuvo en Managua… Bueno, tanto da.

»En fin, ¿estáis preparados? ¿Listos para el viaje en el barco bananero?

– Sí, creo que ya es hora de volver a casa y ver a la familia.

– ¿Y volver a tu guerra?

Franklin movió los hombros, como encogiéndolos, de nuevo encerrado en sí mismo.

– Si quieres quedarte, puedo arreglarlo.

– Quiero ir a casa.

– Si eso es lo que quieres, Franklin, lo tendrás. Tendrás a los malditos murciélagos golpeando en tu ventana, malaria, hepatitis, diarrea (la venganza de Somoza, el hijo de puta) e insectos. Todos los insectos que el hombre conoce y algunos más. Nunca en mi vida he visto tantos insectos. Parecen bestias salvajes más que bichos. Pasé dos años allí abajo y no volveré nunca. Ni por un sueldo ni a punta de pistola. Cuando oigo a esos dos luchadores por la libertad decir que podría ser su última comida de trescientos dólares, se me rompe el corazón. El coronel, hablando con la boca llena…

Wally Scales miró hacia la calle Bourbon, a los turistas, se quedó un rato mirando mientras ponía orden en sus ideas, y siguió hablando:

– Te diré una cosa, Franklin, ya que es posible que nunca volvamos a vernos. Hablo bastante buen castellano y casi puedo entender todo lo que oigo, pero nunca lo he dicho. Si te haces el idiota y escuchas, siempre se aprenden cosas. Por ejemplo, he oído al coronel decir una cosa en castellano y otra totalmente distinta en inglés. Incluso su tono de voz, según hable con uno u otro, le delata, y él no se da ni cuenta. No he conseguido enterarme de ningún auténtico secreto, pero he observado que ese hombre es avaricioso y te lo diré claro, Franklin: mantén los ojos muy abiertos. Si no te han incluido en su conversación puede ser por algo más que por simple esnobismo. Tal como se lo pasan esos dos cowboys, cuesta mucho imaginárselos luchando en los bosques. Son capaces de dejarte tirado en una esquina y desaparecer. Si esos sucios cabrones te dejan colgado, llámame. Te voy a dar un número de Hilton Head, en Carolina del Sur. Mira, puedo hacer que te recojan y llevarte a casa de alguna manera. Te lo prometo. O, por otro lado, si te llevan con ellos, pero dicen que van a Miami o algún sitio así, al cayo de Biscayne, por ejemplo, te agradecería que también me lo dijeras. Me importa una mierda el dinero que se llevan, no lo han sacado precisamente de viudas y huérfanos, pero odio pensar que se me utiliza. ¿De acuerdo? ¿Me llamarás?

Franklin asintió.

– ¿Te han enseñado el dinero?

Franklin negó con la cabeza.

– Ahí arriba hay cinco sacos de banco, tres de ellos, según dicen, llenos de dólares americanos. -Wally Scales frunció el ceño y se ajustó las gafas-. Un momento… ¿se han vuelto locos? Dudo que sepan cuál es la capital de Nebraska, pero no están pirados, ¿verdad? Dejar dos millones de pavos tirados en el sofá e irse a la cama… Si tú fueras el coronel, Franklin, ¿cómo los guardarías?

– ¿Quiere decir si no fuera sentándome encima con el arma en la mano? -preguntó Franklin.

– Sí, ¿hay alguna forma mejor?

– ¿Esconderlo?

– Podría ser, pero ¿dónde?

Wally Scales le dio tiempo para que lo pensara.

– Franklin, ¿recuerdas cómo te enseñamos a utilizar una granada? Abres una puerta o una persiana, y… ¡pumba…! Creo que el coronel neutralizó a un cura mediante esa técnica. El cura abrió el maletero de su coche y encontró su premio. ¿Sabes por qué te digo esto? Si te entra la curiosidad, amigo mío, y esos dos no te dicen nada, ten muchísimo cuidado con lo que abres, ¿entiendes? Di que sí.

Franklin asintió.

– Me han dicho que tienen algo más de dos millones de pavos. ¿Cuánto es eso en córdobas? Añádele unos cuantos ceros y llévalo al mercado negro. Mierda, eso serviría para comprar algunas latas y plátanos fritos, ¿verdad? Si no fueran a comprar armas y municiones.

El indio ni siquiera pestañeó.

– Pero en eso estamos, Franklin, en el asunto de la guerra silenciosa. -Wally Scales volvió a mirar hacia la esquina al oír débilmente la música dixieland que salía de algún lugar de la calle Bourbon. Mirando de nuevo a Franklin, dijo con el tono de voz más bajo posible:

»Te diré algo más. Sólo entre nosotros, ¿vale?… Voy a dejar este jodido trabajo. El hombre que me contrató ha ido ascendiendo hasta director, el mayor nivel profesional en la agencia, y ha presentado la dimisión. Lo ha dejado porque estaba hasta el moño de toda esta mierda, y eso es exactamente lo que voy a hacer yo. ¿Sabes por qué?

Esperó a que Franklin de Dios, mirándole con sus ojos oscuros y solemnes, negara con la cabeza.

– Porque, hagamos lo que hagamos, siempre tenemos la jodida razón. ¿Sabes qué quiero decir?

– Está cansado -dijo el indio.

– Hombre, que si lo estoy.

22

Lucy le explicó que había vivido en aquella casa toda la vida, hasta que se fue, y que aunque cada varios años cambiaban el papel de la pared y la decoración, siempre parecía igual, salvo el salón galería. Dijo que sin entrar en esa galería era posible vivir en aquella casa durante varias generaciones y no cambiar nunca de actitud. Dijo que había que tener cuidado, con aquel clima de Nueva Orleans, de no dejar que a uno le creciera musgo, aunque eso no era sólo por la humedad. Dijo que no tenía idea de lo que opinaba su madre; tal vez se lo preguntaría algún día, se acercaría a ella como en cumplimiento de una obra piadosa. Dijo que por alguna razón estaba empezando a entender más a su padre y considerarlo por primera vez como hombre, y no como padre.

Se quedaron en el vestíbulo principal, en la puerta del cuarto de estar, formal y oscuro.

– He empezado a darme cuenta de que no sé demasiado sobre los hombres. Nunca me he imaginado a mí misma como hombre.

– Tampoco yo me he imaginado como mujer -dijo Jack. Esperó un momento y siguió-: No, me parece imposible.

– Pero tú no pareces muy consciente de estas cosas.

– Bueno, de vez en cuando me pesco posando.

– Te das cuenta cuando no eres tú mismo.

– No sé muy bien de qué estamos hablando.

– Los únicos hombres que conocí antes de irme eran mis amigos y algunos de sus padres. Los chicos bebían mucho y tenían un sentimiento trágico acerca de ellos mismos que veo que era teatral, exagerado, si lo pienso.