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– Hablaba de Helene, de utilizarla otra vez como cebo.

– ¿Y no te ha gustado la idea?

Desde el otro lado de la habitación, Cullen dijo:

– Yo quería hablar con él.

– ¿Te has servido de ella y se lo has contado todo, y no está metida en esto?

– Lo hizo como un favor, eso es todo. Voy a llevar a Cully y luego pasaré por Mullen para cambiarme. ¿Qué tal si nos encontramos en el hotel dentro de un par de horas? Aparca en el garaje subterráneo que hay al otro lado de la calle.

– ¿Haría cualquier cosa que le pidieras?

Observó su cara, alzada ante él, y dijo:

– ¿Qué quieres saber, Lucy, lo que ella haría por mí o lo que yo estoy dispuesto a pedirle?

El cadáver que Leo había preparado aquella mañana ocupaba un Batesville de precio moderado en uno de los velatorios pequeños. Jack estudió el rostro del hombre bajo la luz de la lámpara, sorprendido por su extraño aspecto y por la forma en que su escaso pelo aparecía peinado y lacado sobre la frente, como si fuera un senador romano. No era obra de Leo.

Pero Leo tenía que estar allí. O alguien del servicio de seguridad. Jack buscó en los otros velatorios. Raejeanne había dicho que Leo había recibido otro cadáver; si no, ¿por qué había llegado tarde a comer? Sin embargo, parecía que el hombre del velatorio era el único cliente, salvo que el segundo estuviera arriba, en la sala de preparación, y Leo estuviera en su despacho. Jack había entrado por la puerta principal. Podía asegurarse, mirar si el coche de Leo estaba en la parte de atrás. O podía subir corriendo y buscarlo. De todas formas, tenía que subir. Había alguien. Jack lo sabía. Tenía que haber alguien. Lo que no entendía era por qué, después de haber vivido allí tantos años, sentía la urgente necesidad de mirar atrás. De volverse rápidamente.

El agente de seguridad debería estar allí mismo, en el vestíbulo, o en la pequeña sala de recepción, y sus termos de café sobre la mesa. Pero como no estaba…

Jack subió las escaleras, llegó al oscuro pasillo y se detuvo al oír el ruido. Como una puerta que se cerrara con cuidado, con un débil «clic». La doble puerta de la sala de preparación estaba cerrada. También lo estaban las puertas de la sala de selección de ataúdes. Pensó en la Beretta que le había quitado a Crispín Reyna, debajo del asiento de su coche, y en la Beretta del coronel, por Dios, la que había tenido en sus manos y había devuelto al armario mientras el indio estaba en el cuarto de baño y él juraba que nunca volvería a entrar en una habitación de hotel, nunca jamás. Entonces estaba en casa, pero sentía la misma sensación de que no debería estar allí. O de que alguien no debería estar allí. Encendió la luz del pasillo. No le sirvió de mucho.

Revisó primero la sala de presentación, porque en la de selección de ataúdes… mierda, era demasiado fácil esconderse allí. Nunca le había gustado aquella habitación, con todos aquellos ataúdes forrados de crepé esperando a la gente.

Abrió la puerta de la sala de preparación, entró de un salto haciendo un extraño ruido de succión y:

– ¡Oh, mierda! -dijo al ver a Helene allí, de pie, con una expresión de clara sorpresa en su cara. Helene en tejanos y con una camiseta con el brillo de la luz reflejado en su cabello al salir de la oscuridad.

– Eh, Jack, ¿pasa algo? -dijo ella.

– ¿Qué haces aquí?

– Me toca trabajar este fin de semana, hasta el lunes.

– Andas detrás de algo, estoy seguro. ¡Por Dios!

– Ya no ando enganchada a las drogas, Jack. Estoy limpia.

– Venga… ¿qué estás haciendo aquí?

– ¿Y a ti qué te parece, histérico? Trabajo aquí. El lunes tendrás que llevarte todo lo tuyo, porque me voy a mudar.

– ¿Te ha contratado Leo?

– Ya sabes que buscaba a alguien desde que tú le dejaste. He maquillado al tipo ése, y le ha encantado. Me refiero a Leo. Me ha llevado a casa para que recogiera un par de cosas, hemos vuelto, y me ha preguntado si consideraría la posibilidad de trabajar aquí, y yo le he dicho que claro que sí, que estaba dispuesta a empezar inmediatamente.

– Anoche ni siquiera querías entrar.

– Sí, bueno, ya lo he superado. Sabes, en el fondo tal vez creía que estaba asustada. Pero en cuanto te acostumbras… Cuando vi que te ibas pensé: «A ver cómo está lo del viejo Jack.» ¿Quieres beber algo? Pasemos a mi apartamento. No es nada del otro mundo, pero lo voy a arreglar. También haré algo con el despacho de Leo. En el piso de arriba parece como si todo estuviera condenado. Leo dice que en un año o así podremos empezar también con el piso de abajo, vender esos muebles asquerosos. Es simpático, ¿no? Jovial.

– Es todo un tío. ¿Cuánto te paga?

– Me temo que eso no te incumbe. De hecho, me ha preguntado cuánto necesitaba.

– ¿Leo?

– Le he contestado que ya le diría algo. También me encargaré del maquillaje y del cabello, no sólo de conducir.

– Helene, éste no es un lugar para una chica como tú.

– ¿Y cómo soy yo, Jack?

– Espera que entre uno de los malos, alguien que haya muerto en un terrible accidente. O que tengas que ir al depósito de cadáveres a recoger a algún ahogado que hayan sacado del río, descompuesto, comido por los peces…

– Jack, te vas a marear. ¿Quieres beber algo o no?

– Quiero ducharme y cambiarme.

– Espero que eso mejore tu humor, Dios mío.

Helene le siguió al apartamento.

Al entrar en el dormitorio, dejó su copa sobre la mesa, se apoyó en él y le miró mientras se quitaba la ropa.

– Tienes dos botellas y media de vodka en el congelador, pero no tienes cerveza.

– Suele ocurrir.

– Todavía tienes un cuerpo bonito, Jack.

– ¿Qué significa «todavía»?

– No estás precisamente joven, muchacho.

– Estoy encantado de haber venido.

– Cuando te hayas duchado, ¿querrás que seamos amigos?

Lo preguntó con un tono que le resultaba familiar, con aquella disposición en sus ojos, mientras le miraba. Tiró su camisa sobre la cama y se acercó a ella.

– Ya lo somos.

– ¿Buenos amigos?

– Creo que somos algo mejor que buenos amigos.

– ¿Sabes cuánto tiempo hace que no hacemos el amor?

– Mucho.

– Dos mil doscientos quince días… más o menos.

– Desde luego, estoy dispuesto.

Cerca de él, ella dijo:

– Claro que lo estás. Te he echado mucho de menos, Jack -añadió-. ¡Chico, cuánto te he echado de menos!

Se afeitó bajo la ducha caliente, se lavó el pelo, cerró el grifo y salió al lavabo, al espejo lleno de vapor. Aún les quedaba una hora, por lo menos. Al sacar la toalla del toallero abrió la puerta, esperando ver a Helene en la cama, aguardándole con alguna afectada pose seductora, tal como la recordaba de aquella misma mañana -sólo de aquella misma mañana, cuando hacía sus ejercicios gimnásticos y sus pechos luchaban por mantenerse levantados…-. No estaba en la habitación.

Mientras se frotaba el pelo con la cara tapada por la toalla oyó su voz. Luego volvió a oírla. «Jack.» Se quitó la toalla de la cabeza y se sorprendió de su expresión, sus ojos, en los que no había la menor traza de seducción.

– Hay alguien abajo.

– ¿Estás segura?

– He oído que se rompía un cristal.

23

Franklin se había decidido por el camino: no entres en ningún sitio como entraste en aquel cuarto de baño. Ni anuncies tu llegada. Entra rápido y apunta al tipo con tu pistola antes de que se entere de lo que está pasando.

Pero no le salió como quería. Había pensado que la puerta estaría abierta para que la gente pudiera entrar a ver a los muertos; alguna mujer que echara de menos a su marido al acostarse, claro, y quisiera volver a estar con él. Pero la puerta estaba cerrada. De modo que tuvo que romper uno de los pequeños cristales con la empuñadura de su pistola y luego darse prisa, porque había hecho mucho ruido, para coger al tipo antes que se diera cuenta de lo que pasaba y sacara su propia arma.