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– Tiene formada una imagen de sí mismo en la que se ve lleno de medallas. A ese hombre le gusta que le vean.

– Es la misma impresión que tengo yo. O sea, que tendría que fingir algo e inventarse alguna historia para explicar que le han robado. Sandinistas de Nueva Orleans, o alguien como Jerry Boylan. Se detiene en algún lugar camino de Gulfport, hace unos cuantos agujeros de bala en su coche, llama a Wally… No sé. Supongo que haría algo así. Sólo que, si le roban de verdad y eso ocurre pasado Gulfport, tendrá que pensárselo muy seriamente antes de llamar a Wally. Por otro lado, si nos reconoce por algún motivo, creo que a quien llamaría sería a ti. Y entonces tendríamos un problema.

– Un momento. ¿Por qué no habría de reconocernos? Sabe quiénes somos.

– Sí, pero en realidad no nos verá. ¿Recuerdas ese libro que me dejaste, Nicaragua, con aquellas fotos de los jóvenes pistoleros sandinistas con gorras de béisbol y camisas deportivas? Todos llevan máscaras, pañuelos o bufandas en la cara, con agujeros para los ojos. Si no quieres que te identifiquen, y nosotros desde luego no queremos, eso es lo que hay que hacer.

– Pero yo quiero que me vea. Es parte del juego.

– ¿Y eso por qué?

– Tiene que darse cuenta de que no le están simplemente robando, de que es parte de una retribución.

– Si nos cubrimos los rostros -dijo Jack-, es un asalto. Si no, resulta que el mismo hecho ya es otra cosa y somos los buenos de la película.

– Mira -le dijo ella-, tú puedes hacer lo que quieras. Pero él tiene que saber quién soy. Si no, se lo diré.

– ¿Cómo es que no lo habías dicho antes?

– Lo daba por hecho.

– ¿Has hablado con Roy?

– ¿Si hemos hablado de eso? No.

– Roy iba a buscar máscaras de Carnaval. Le gusta la idea de que llevemos las caras oscuras para que el coronel crea que somos negros.

– Jack, lo digo en serio. Para mí es muy importante.

– Bueno, tú sabrás. Pero si se lo dices a Roy, estoy seguro de que lo deja.

– ¿Por qué?

– Venga, ¿de qué hemos estado hablando? Podrían cogerte, serías la única que él identificaría. Lo primero que te pregunta la pasma es quién más había contigo. Luego te dicen qué condena te espera en algún correccional de mujeres. Y luego te la rebajan, te ofrecen un trato, y te vuelven a preguntar quién más había contigo.

– ¿Crees que cantaría?

– Roy no correría ese riesgo.

– Te lo estoy preguntando a ti -dijo Lucy-. ¿Crees que cantaría?

– Hemos tenido toda la semana para hablarlo. Ahora, de repente… resulta que es otra cosa.

– Jack, ¿crees que cantaría?

Le miró fijamente, esperando, hasta que él dijo:

– Creo que aunque te arrancaran las uñas no dirías nada. Pero tendrás que convencer a Roy.

– Si ocurriera -dijo Lucy-. Pero, si confías en mí, ¿no es suficiente?

Le estaba poniendo en evidencia, allí sentado, con un pañuelo azul en el bolsillo de la chaqueta y una Beretta automática encajada en la cintura, listo para salir.

– Tal vez sí. -Habían llegado muy lejos-. ¿Sabes cómo vas a llevar el dinero allí abajo?

– A través de la hermandad. Haré una transferencia a un banco de León donde las hermanas tienen una cuenta corriente.

– ¿Vas a volver?

– ¿A Nicaragua? Me lo estoy pensando.

– No, me refería a la orden.

– No, estoy muy segura de lo que soy, pero ya no soy una hermana de San Francisco…

– Del Estigma -añadió Jack.

Ella pareció sonreír al recordar.

– Cuando tenía diecinueve años, si pronunciaba la palabra estigma suspiraba y me entraban escalofríos -dijo mirándole, pero ensimismada.

Dijo que solía rezar pidiendo una visión, una experiencia mística realmente sincera, y creía, cuando tenía diecinueve años, que le iba a ocurrir inesperadamente, pero pronto. Le dijo que nunca se lo había explicado a nadie, que solía concentrarse, imaginarse que no pesaba, y luego levantaba los brazos y se ponía de puntillas intentando levitar como san Francisco, para quedarse suspendida en el aire por el amor divino.

Le contó que intentaba imaginarse cómo sería una experiencia extática y que pensaba: «Si es mental, entonces se tiene que experimentar con los sentidos, con el cuerpo.» Luego se decía: «Si es física, ¿tendrá algún parecido con el amor físico, será como hacer el amor con un hombre?» Por su manera de mirarle, Jack supo lo que iba a añadir:

– Pero no sé cómo es eso. Tendré que averiguarlo.

Se lo dijo tranquilamente, en aquella habitación del hotel Saint Louis, a la una y media de la noche, sin quitarle los ojos de encima, esperando.

– Lucy… -dijo él.

Se puso de pie, devolviéndole la mirada. Pareció pasar mucho tiempo hasta que le ofreció su mano y la atrajo hacia sus brazos con una sensación de ternura, una sensación agradable. Dijo:

– Te abrazaré. Déjame que te abrace.

Pegada a él, Lucy dijo:

– ¿Podemos tumbarnos?

25

Roy estaba dormido en el asiento trasero del Mercedes de Lucy, en el garaje subterráneo del hotel Royal Sonesta. Cuando Jack abrió la puerta y se metió en el asiento delantero, se despertó de golpe y preguntó qué hora era.

– Las ocho menos cuarto. ¿Dónde está su coche?

– Detrás de la segunda columna, tras otros seis coches -dijo Roy-. He movido éste para que quede bien orientado. ¿Qué hacen los bananeros?

– Nada, de momento.

– ¿Se han quedado toda la noche, las tías?

– No, se fueron. Las oímos.

– Joder, todavía las ocho menos cuarto. La jodida vigilancia. Pensaba que nunca tendría que volver a hacerlo.

– Estabas como un tronco. No habrá sido tan malo.

– ¿Y tú que sabes? Nada.

– ¿Dónde está Cullen?

– Y yo qué mierda sé. Fui a buscarle al antro de Darla y llamé a la puerta. No contestaron. O le dio un ataque de corazón a medio polvo y ella tuvo que llevarlo al Charity, o es que se ha rajado.

– No tiene adónde ir.

– Ya es mayorcito -dijo Roy-. Está como un jodido cencerro, pero ya es mayorcito. Le llevé a que conociese a Darla. Le dije: «Ahí tienes, monada, a ver si le puedes limpiar el polvo al viejo.» Me contestó: «No hace falta que uses ese lenguaje.» Y yo le dije: «Sí que hace falta, porque si no, no te enteras.» ¿Y tú qué tal? ¿Os lo habéis pasado bien, tú y la hermana, ahí arriba, mientras yo estaba en el garaje? ¿Dónde está?

– Preparando café.

– Bueno, espero que me traiga un poco.

– Eso es lo que está haciendo, prepararnos café.

– ¿Habéis ido a pegar la oreja a la puerta?

– Desde las cinco de la mañana. Están dentro, durmiendo.

– No me cuesta nada creerlo.

– El bananero sale esta mañana, no sé a qué hora -dijo Jack-. Incluso si no quieren cogerlo, tendrán que moverse pronto, para hacerlo bien.

Roy miraba más allá de Jack, hacia la salida de la calle Bienville, un cuadrado de luz solar contra la planta baja del hotel Saint Louis, al otro lado de la calle. Un empleado se sentó en un taburete a la entrada del garaje.

– Creo que ya tienen el dinero -dijo Roy-. Y creo que tendríamos que hacerlo aquí mismo. Eso de atacarles en algún lugar de la autopista es pura mierda, y tú lo sabes.

– Coge las máscaras.

– Que se jodan las máscaras.

– Eso significa que te has olvidado.

– No voy a llevar ninguna jodida máscara. Si no la llevo en Carnaval, menos aún para esto. Ese tipo no sabe quién soy. Si quieres, átate tú un pañuelo en la cara, y a Lucy la esconderemos en el coche. Total, no nos va a servir de nada. Éste es el lugar adecuado, mierda, aquí mismo. Creo que lo tienen en el coche. Si tuviera un alambre, lo averiguaría en dos minutos.

– Nadie sería tan idiota como para dejarlo en el coche.